—No continuaremos el tratamiento y le quitaremos la máquina de respiración—dijo el doctor, mirando la inconstante respiración de una joven decumbente sobre la cama hospitalaria—No podemos hacer nada más.
Esa joven solo tenía quince años y ya había luchado una guerra que no escatima edad y, por mala suerte, se le acababan el tiempo. Raquítica, pálida e ignorante de los hechos a su alrededor, ya no le queda nada y, lo peor, es que tampoco deja nada en la tierra de los vivientes. A la mitad de su edad, conocía los designios de Dios, no podía amar, no tendría descendencia ni mucho menos vería cumplirse su más presionado sueño, el sueño de disfrutar la vida. Puesto al disfrutar los pocos años que le fueron otorgados, en la mayoría de sus recuerdos solo yace el sufrimiento.
—Lo lamento…—expresó triste el mis
—Dejé orar, lo sé—cavilé mientras luchaba con el abrazo de la apatía—No quiero hacerlo. Debo, pero no sé por qué no quiero buscarle.No sabía por qué caía por el precipicio de la indolencia, matando cada parte de mí. Mi entrega en adoración había mermado y no lo comprendía, puesto que hacía una y otra vez el mismo ritual. Al principio, todo parecía perfecto; pero ahora, estaba cambiando. Las continuas luchas, reclamos, inseguridades e imperfecciones me dejaban completamente agotada y creo a estas alturas me cansé de eso. Me levanté de la cama después de tanto meditar lo que me acontecía y fui al salón. Tomé el control remoto de la tele sobre la mesa central, la encendí mientas me sentaba en el sofá. Entonces, escuché una voz ronca, pero sutil en mi oído:—¿Por qu&eac
—Lo siento, señor Carmona. Nosotros ya no podemos hacer nada más—indicó el doctor con pesar en su semblante.Mi madre gritó y mi padre trató de persuadirlo. ¿Era imposible? Ellos ni yo queríamos ese final para mí. El doctor intentó tranquilizarlos, pero ninguno le hizo caso. Lloraron. Empecé a hablarles diciendo que se calmaran, aunque yo también quería alguna solución; pero tampoco me escucharon.—Dios, si existes, ayúdame por favor— oré— no quiero vivir lo que vi anoche.¡Fue horrible! No se lo deseo a nadie que este muriendo. ¡Lástima que, en esta habitación, los ocho estamos sentenciados a encontrarnos con ellos! ¿Habrá esperanza?Entonces, recuerdo cada escena de la noche anterior:“Mi madre dormía a mi lado. La llamé varias veces, pero ella no despert
Intentó controlar su agitada respiración en aquel bar abandonado y oscuro, repleto de polvo, al mismo tiempo que detallaba su alrededor. Tosió silenciosamente, no quería que lo escuchara. No obstante, asustado por escuchar pasos acercándose a él, corrió de prisa a la barra para esconderse debajo de ella. Alguien, a su vez, se asomó a través de la ventana de madera casi destruida, pero no logró verlo. El hombre cerró sus ojos y se tapó la boca al mismo tiempo trataba de controlar su respiración acelerada nuevamente. Mudo, visualizaba en su mente a la horripilante bestia que le perseguía con el fin de matarle. Se aterró. No quería abrir sus ojos y esperó unos eternos segundos hasta que no escuchó nada más.— ¡Ya me encontraron! —caviló en sí y repitió la misma frase una y otra vez— “Sí voy
Los lamentos no se hicieron esperar cuando cada uno notó lo que había sucedido. Los cuerpos ensangrentados entre civiles y policías rodeaban el banco central de Manhattan. Traté de cumplir lo que me encomendaron, traté de avisarles, traté de que cambiaran de opinión sobre sus vidas; pero coaccionarlos no está permitido. Sería fácil para nosotros imponerles nuestra voluntad, incluso mi hermano, la oveja negra de la familia, cree que es necesario su sujeción y, por su inferioridad, deben honrarnos. Yo no estoy de acuerdo con él, pero la tercera parte de nuestros hermanos sí lo están y, por ello, condenan a nuestro padre por brindarles el don de la libertad, lo malo es que ellos no lo han apreciado.¡Oh, mis bellos amados! Si tan solo se quedaran puros y mantuvieran ese corazón inocente con el cual fueron creados. Si se mantuvieran como este niño indigente que mi
Corre por los alargados pasillos de la clínica cubierta de neblina, dividida entre cuidar a una desahuciada mujer y los rigurosos trámites que no puede comprender. El tiempo entre tanto ajetreo transcurre lentamente y, en ese momento, anhela el descanso. A lo lejos, al otro lado de una de las puertas, una enfermera señala la entrada de la oficina administrativa a donde debe ingresa.Sentándose en una silla de metal delante del escritorio, se entera que la póliza no puede seguir cubriendo los gastos médicos. Oprime su mandíbula matando un gemido deseando emerger, a la vez que presiona el frío metal del asiento. Con esfuerzo, logra ocultar las lágrimas que, desesperadas, inundan sus tiernos ojos cafés. Absorta, enmudece sus pensamientos para luego evocar las memorias noticiosas de aquel hospital ubicado en el centro de la ciudad. Detalla específicamente las fotografías que mostraban a la desfall
Levantando la cucharilla, la traje hacia mi boca. Como pude, abrí mis labios introduciendo los alimentos que luego injerí. Él sonrió alegremente con ojos tiernos igual a la primera vez que nos conocimos. Y, al darme cuenta, había terminado de comer. Él se levantó, abrió la puerta suavemente; me observó y dijo antes de cerrarla detrás de él:—Quédate tranquila. Ya regreso.Recostada del espaldar, detallé las cicatrices que el fuego había dejado en mis manos. Esas imágenes acribillaron mi mente en una estela fugaz, una y otra vez, golpeándome. Pensé, si no me hubiese ido, si no hubiese peleado con él esa tarde, tal vez todo sería diferente. Toqué mi rostro con las yemas de los dedos; pero no hubo dolor, absolutamente ninguno, aunque estaba un poco blando.Salí de la cama y busqué, busqué, busqu&eacut
—Cinco minutos y empiezan —dijo el director caminando detrás de mí.Al escucharle, me puse firme por los nervios. Era la primera vez que subiría al escenario. Los retortijones empezaron a danzar de un lado a otro en mi estómago de la misma manera cuando me enteré de mi participación en la obra. Giré la silla donde me encontraba, busqué el baño con la mirada desesperada; sin embargo, sentí que dejaría una huella imborrable si me levantaba. Y, aunque, traté de hacerlo, mis piernas no me obedecieron. Me encorvé introduciéndome en la silla y girando de nuevo, me reflejé en el espejo que tenía al frente. Estaba tan blanco como una hoja de papel.—¡Cálmate! Todo saldrá bien—pensé, relajando mis músculos, respiré profundo y cuando por fin, todo mejoraba, escuché:—Quedan cuatro.
Baje del autobús con mi rostro casi en el piso, observando en qué nos convertimos. Seres rectos, grisáceos, con fecha de nacimiento y la fecha del día en que el sol ya no alumbra. Miré a mi alrededor, muchas flores habían, algunas de ellas estaban muertas, pero otras, muy alegres con tonos que suelen encantar al corazón. Avancé saltando sobre las losas, siguiendo a la multitud que iba delante. Seguí mirando y escuché el llanto de una madre, que rozaba con las yemas de sus dedos, aquel lugar donde yacen los sueños muertos. Pronunciaba su nombre, actualmente no recuerdo cual era, pero con él se adhería la palabra “hijo”. Palabra que repetía una y otra vez. Palabra que se clavaban en mi alma. Y ese instante recordé, que yo también, iba a ese último encuentro.Mi subconsciente que no es nada consciente a veces, revivió las visiones que guarde d