No quise creer las evidencias que yacían en frente de mí. No sé si por incrédula o avariciosa, no las vi, y eso que me lo advirtieron. ¡¿Por qué fui tan estúpida?! A esa edad, solo quería ser libre de la maldición regente en la Ciudad del Oeste. Salir de este miserable lugar que nos deja como muertos vivientes, sin nada más que acostumbrarnos a la visita de un juez despiadado que no nos escucha ni nos enseña, solo nos condena a la petrificación y a la vergüenza. Siempre ha sido mi sueño escapar de aquí, aunque aprendí que no será posible. Por cierto, no es una maldición que considere mía, pero con el pasar de los años, la resistencia ha disminuido y creo, por pequeña que sea la posibilidad, que tu abuela estuvo en mi lugar y esto lo digo por lo que viví en mi noche más oscura.
Mi hermano jugaba como siempre en la sala, cuyas paredes se volvieron su lienzo, expresión de las artes que dominaba. Esa tarde, mamá nos regañó por su causa y le ordenó limpiarlo, pero él se opuso haciendo graciosos ademanes, de los cuales no pude evitar burlarme. Yo, sin conocimiento de su actitud violenta, observé como se abalanzó sobre mí y me golpeó y; por supuesto, me defendí retornándole el puñetazo, lamentablemente, cuando iba a devolvérselo impacté a mi madre. Inmediatamente, me disculpe con ella; pero aun manteniendo la compostura, no quiso escuchar mis disculpas. Nos regañó otra vez y nos recordó la muerte del hijo de la vecina y yo, por mi incredulidad, mofé diciendo que ese chico no era ningún santo y que, seguramente, la abandonó por sus pecados. ¡Oh, por Dios! ¡Qué vergüenza! Mi familia quedó destruida por mi culpa. Odio comprensible de mi hermano; aunque, para aquel momento, solo le rodeaba el temor y por mi causa duró toda su vida.
Después de lo sucedido aquella mañana, salimos de casa, corrimos por el edificio, bajamos las escaleras de la colina hacia la parada de autobuses y, atentos a lo que pudiera suceder en el camino, nos subimos al bus hacia el mercado. Para mí, era un privilegio ir allá, puesto que allí, como ya sabes, se encuentra la entrada de la Ciudad del Este. En mi infancia, innumerables veces traté de ingresar a la ciudad, pero los guardias me lo impedían descubriendo mis planes. Me tomaban por el brazo y me lanzaban en la puerta, asesinándome con palabras en vez de usar sus balas. ¡Claro, como todo infante maldije mi nacimiento! Y más, porque mi madre me lo recordaba a cada instante. Mi madre terminó de hacer las compras de los desechos dejados por la gente opulenta, eso con lo que hemos sobrevivido. Recuerda que nosotros no escogemos nacer donde nacemos, aunque muchos dicen que no importa de dónde vengas si no importa a dónde vas. Sin embargo, ellos no saben lo que es vivir en la ciudad de los muertos.
En fin, regresamos a casa mientras íbamos mi madre me daba un jamón de lengua, el cual ignoré. Posteriormente, al bajarnos del bus en frente de las escaleras hacia el apartamento, colina arriba, nos poníamos en guardia y fue así que detallamos a unos niños jugando cerca del farallón. Yo no les presté mucha atención, en realidad, eran personas que no me interesaban. Cruzamos la calle y empezamos a subir las escalinatas cuando, de repente, escuchamos un chillido de un vehículo deteniéndose bruscamente en una de las esquinas. Mi madre se apartó de nuestro lado corriendo en dirección al carro y se asomó al farallón, desesperada. Ella y chófer se adentraron al matorral, con cuidado de no caer, y empezaron a buscar algo. Para ese instante, no supe que era. Yo busqué a los niños, pero se habían esfumados. No estaban por ningún lado. Pasaron unos lentos minutos, ellos se miraron y contemplé el terror reflejado en el rostro de mi madre. Ella, dándose vuelta, comenzó a buscar el resto de los niños y descubrió lo que ya yo sabía. Todos nos asustamos, pero en mi caso, evité pensar demás y formulé pensamientos lógicos de lo sucedido: “escaparon para que nadie se enterará de lo ocurrido”. Luego, arribamos al apartamento a toda prisa, como si nada hubiese pasado. Y te repito, mi amor, fui incrédula.
Como a las tres de la tarde, estábamos sentados almorzando. Mi madre, quien se comportaba extraño, no quiso hablar del tema; pero mi hermano me dijo entre susurros que uno de los niños se lanzó al farallón y el resto se desvaneció en el viento como fantasmas. Lo golpeé y me burlé de él por ser tan cobarde, acusándole de mentiroso, fue entonces cuando empezamos a discutir otra vez. Mi madre escuchando todo lo que le decía a él, me castigó. Pensaba que no era para tanto, pero no me escuchó y de la impotencia me fui al cuarto dejando el almuerzo a medias. Me quedé dormida y no recuerdo con exactitud cuantos segundos, minutos u horas pasaron, yo solo recuerdo haber despertado con los constantes susurros de mi madre. Tenía demasiado sueño que al principio la ignoré; no obstante, al oír el galope de un caballo y el sonido de algo parecido a una carreta, me asusté y salté sobre la cama.
Entonces, sentada sobre el colchón, busqué la procedencia de aquel sonido. No estaba dentro de la habitación. Lo volví a escuchar tan cerca que, del susto, nuevamente brinqué de mi cama a la cama continua, donde yacía mi madre junto a mi hermano. Le abrazaba y yo la abracé a ella. Estaba aterrada. Mi mamá susurró a nuestros oídos, si mal no recuerdo: “está lejos, no tengan miedo”. Aun así, noté su preocupación al apretarnos más fuerte de lo normal.
Poco a poco, el sonido disminuía hasta que ya no se escuchó más. Me relajé pensando que todo había acabado. ¡Qué mentira! En un momento, la habitación se iluminó y las cadenas arrastrándose se hicieron sentir junto a una voz masculina y tétrica que preguntaba: “¿Dónde están?”. Tu abuela nos apretó como si quisieran robarnos y entendí que el juez estaba allí. Él me nombró, provocándome un estupor. Anhelé enfrentarle y lo intenté, pero mamá se percató de lo que iba a hacer y ella, con más fuerzas, empujó mi cara metiéndola en su seno. Abrí los ojos y miré, por debajo de sus brazos, las cadenas flotando en el aire. Me dio su último regaño, preciado para mí. Al pronunciar aquel ser mi nombre otra vez, escuché a mi mamá desafiarle y él dijo emocionado le respondió: “hace tiempo que espero por ti. Si tú madre no se hubiese sacrificado, desde hace mucho serías mía”. Y posterior, su última frase “…entonces, sabes en qué quedamos…”. Sin transcurrir un segundo, un largo suspiro movió su tórax, sus brazos cayeron sobre el colchón y la sensación de compañía desapareció, apartándose con el galope del carretón. Me levanté y la vi, se la había llevado abandonando su cuerpo inerte.
Espero que entiendas, hijo mío, lo que ahora te dijo; ya que, si no renuncias a esa actitud, talvez yo termine como mi madre y tu abuela. Es todo lo que te pido; si por casualidad, no quieres créeme, por lo menos, cree en las leyendas.
—No continuaremos el tratamiento y le quitaremos la máquina de respiración—dijo el doctor, mirando la inconstante respiración de una joven decumbente sobre la cama hospitalaria—No podemos hacer nada más.Esa joven solo tenía quince años y ya había luchado una guerra que no escatima edad y, por mala suerte, se le acababan el tiempo. Raquítica, pálida e ignorante de los hechos a su alrededor, ya no le queda nada y, lo peor, es que tampoco deja nada en la tierra de los vivientes. A la mitad de su edad, conocía los designios de Dios, no podía amar, no tendría descendencia ni mucho menos vería cumplirse su más presionado sueño, el sueño de disfrutar la vida. Puesto al disfrutar los pocos años que le fueron otorgados, en la mayoría de sus recuerdos solo yace el sufrimiento.—Lo lamento…—expresó triste el mis
—Dejé orar, lo sé—cavilé mientras luchaba con el abrazo de la apatía—No quiero hacerlo. Debo, pero no sé por qué no quiero buscarle.No sabía por qué caía por el precipicio de la indolencia, matando cada parte de mí. Mi entrega en adoración había mermado y no lo comprendía, puesto que hacía una y otra vez el mismo ritual. Al principio, todo parecía perfecto; pero ahora, estaba cambiando. Las continuas luchas, reclamos, inseguridades e imperfecciones me dejaban completamente agotada y creo a estas alturas me cansé de eso. Me levanté de la cama después de tanto meditar lo que me acontecía y fui al salón. Tomé el control remoto de la tele sobre la mesa central, la encendí mientas me sentaba en el sofá. Entonces, escuché una voz ronca, pero sutil en mi oído:—¿Por qu&eac
—Lo siento, señor Carmona. Nosotros ya no podemos hacer nada más—indicó el doctor con pesar en su semblante.Mi madre gritó y mi padre trató de persuadirlo. ¿Era imposible? Ellos ni yo queríamos ese final para mí. El doctor intentó tranquilizarlos, pero ninguno le hizo caso. Lloraron. Empecé a hablarles diciendo que se calmaran, aunque yo también quería alguna solución; pero tampoco me escucharon.—Dios, si existes, ayúdame por favor— oré— no quiero vivir lo que vi anoche.¡Fue horrible! No se lo deseo a nadie que este muriendo. ¡Lástima que, en esta habitación, los ocho estamos sentenciados a encontrarnos con ellos! ¿Habrá esperanza?Entonces, recuerdo cada escena de la noche anterior:“Mi madre dormía a mi lado. La llamé varias veces, pero ella no despert
Intentó controlar su agitada respiración en aquel bar abandonado y oscuro, repleto de polvo, al mismo tiempo que detallaba su alrededor. Tosió silenciosamente, no quería que lo escuchara. No obstante, asustado por escuchar pasos acercándose a él, corrió de prisa a la barra para esconderse debajo de ella. Alguien, a su vez, se asomó a través de la ventana de madera casi destruida, pero no logró verlo. El hombre cerró sus ojos y se tapó la boca al mismo tiempo trataba de controlar su respiración acelerada nuevamente. Mudo, visualizaba en su mente a la horripilante bestia que le perseguía con el fin de matarle. Se aterró. No quería abrir sus ojos y esperó unos eternos segundos hasta que no escuchó nada más.— ¡Ya me encontraron! —caviló en sí y repitió la misma frase una y otra vez— “Sí voy
Los lamentos no se hicieron esperar cuando cada uno notó lo que había sucedido. Los cuerpos ensangrentados entre civiles y policías rodeaban el banco central de Manhattan. Traté de cumplir lo que me encomendaron, traté de avisarles, traté de que cambiaran de opinión sobre sus vidas; pero coaccionarlos no está permitido. Sería fácil para nosotros imponerles nuestra voluntad, incluso mi hermano, la oveja negra de la familia, cree que es necesario su sujeción y, por su inferioridad, deben honrarnos. Yo no estoy de acuerdo con él, pero la tercera parte de nuestros hermanos sí lo están y, por ello, condenan a nuestro padre por brindarles el don de la libertad, lo malo es que ellos no lo han apreciado.¡Oh, mis bellos amados! Si tan solo se quedaran puros y mantuvieran ese corazón inocente con el cual fueron creados. Si se mantuvieran como este niño indigente que mi
Corre por los alargados pasillos de la clínica cubierta de neblina, dividida entre cuidar a una desahuciada mujer y los rigurosos trámites que no puede comprender. El tiempo entre tanto ajetreo transcurre lentamente y, en ese momento, anhela el descanso. A lo lejos, al otro lado de una de las puertas, una enfermera señala la entrada de la oficina administrativa a donde debe ingresa.Sentándose en una silla de metal delante del escritorio, se entera que la póliza no puede seguir cubriendo los gastos médicos. Oprime su mandíbula matando un gemido deseando emerger, a la vez que presiona el frío metal del asiento. Con esfuerzo, logra ocultar las lágrimas que, desesperadas, inundan sus tiernos ojos cafés. Absorta, enmudece sus pensamientos para luego evocar las memorias noticiosas de aquel hospital ubicado en el centro de la ciudad. Detalla específicamente las fotografías que mostraban a la desfall
Levantando la cucharilla, la traje hacia mi boca. Como pude, abrí mis labios introduciendo los alimentos que luego injerí. Él sonrió alegremente con ojos tiernos igual a la primera vez que nos conocimos. Y, al darme cuenta, había terminado de comer. Él se levantó, abrió la puerta suavemente; me observó y dijo antes de cerrarla detrás de él:—Quédate tranquila. Ya regreso.Recostada del espaldar, detallé las cicatrices que el fuego había dejado en mis manos. Esas imágenes acribillaron mi mente en una estela fugaz, una y otra vez, golpeándome. Pensé, si no me hubiese ido, si no hubiese peleado con él esa tarde, tal vez todo sería diferente. Toqué mi rostro con las yemas de los dedos; pero no hubo dolor, absolutamente ninguno, aunque estaba un poco blando.Salí de la cama y busqué, busqué, busqu&eacut
—Cinco minutos y empiezan —dijo el director caminando detrás de mí.Al escucharle, me puse firme por los nervios. Era la primera vez que subiría al escenario. Los retortijones empezaron a danzar de un lado a otro en mi estómago de la misma manera cuando me enteré de mi participación en la obra. Giré la silla donde me encontraba, busqué el baño con la mirada desesperada; sin embargo, sentí que dejaría una huella imborrable si me levantaba. Y, aunque, traté de hacerlo, mis piernas no me obedecieron. Me encorvé introduciéndome en la silla y girando de nuevo, me reflejé en el espejo que tenía al frente. Estaba tan blanco como una hoja de papel.—¡Cálmate! Todo saldrá bien—pensé, relajando mis músculos, respiré profundo y cuando por fin, todo mejoraba, escuché:—Quedan cuatro.