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Día de examen

-2 de Febrero de 2017-

— ¿Estudiaste? — preguntó Andrés con un dejo de esperanza en su voz.

—No, nada. Me la pasé toda la noche desbloqueando nuevas armas en el juego de los asesinos — contestó Mateo, su amigo de toda la vida, con una sonrisa amplia y los ojos entrecerrados.

Andrés inhalo lentamente y luego dejó escapar el aire recién atrapado en un larguísimo suspiro. Su amigo era su última esperanza de aprobar el “casi  imposible” examen de la ingeniera Valdés, la facinerosa maestra de Lenguajes de programación 3.

Era un hecho que estaban perdidos: el examen era cien por ciento teórico. Nada de sentarse frente a una computadora y teclear cosas hasta que algo sucediera, no. Esta prueba demandaba un código de cinco páginas escrito de manera perfecta en igual número de hojas de papel, a mano…

Esto rompería su marca perfecta de dieces en las materias relativas a la informática, lo cual afectaba severamente sus planes de ingresar a la escuela superior de computación. Fracasar en esta asignatura no era lo mismo que un seis en química o física. Fallar en una materia de índole informática conllevaría una enorme mancha en su expediente académico.

Sin saber qué hacer, Andrés fijó la mirada al frente y se perdió en el espectáculo que ofrecía el patio. El equipo femenil de volibol practicaba arduamente. Los pequeños y casi transparentes “shorts” enmarcaban a la perfección el curioso vaivén de cinturas, piernas y caderas… además, esa práctica era lo más cerca que iba a estar jamás de Valentina Martínez, su amor platónico desde la primaria… suspiró otra vez, en esta ocasión, producto de un estúpido e innecesario enamoramiento adolescente. Incluso por un momento había olvidado que su futuro académico estaba a punto de colapsar.

Tuvo que ser Mateo, quién tomándolo de los hombros, lo devolvió a la realidad:

—¿Andrés? ¿Tienes alguna idea o puedo experimentar con algo?

—¿Qué? — contestó el joven todavía un poco aletargado.

—Te decía que…—dijo Mateo antes de ser violentamente interrumpió por alguien que pateó su mochila, la cual, desafortunadamente, aun llevaba puesta…

—¿Qué paso, putitos? ¿Es la hora de los besos maricas? — preguntó un muchacho alto de cabello rubio y corto.

—¡“Puta” tu chingada madre que se besa con la de las tortillas! — exclamó Andrés en un intento vano de defenderse.

El bravucón de cabello claro lo levantó de la sudadera y lo empujó al suelo. Andrés hizo el intento de pararse de inmediato, pero una pierna entrometida se interpuso en su camino y lo devolvió al piso. Cayó de bruces en el pasto y rápidamente dos muchachos enfundados en chamarras guindas con blanco se sentaron en su espalda.

Eran el equipo de futbol americano de la vocacional 3, los tipos más fuertes y desgraciados de la escuela. Eran tan “culeros” que incluso los porros evitaban meterse en problemas con ellos. Además, eran la adoración de alumnos y maestros; los actuales campeones del Torneo Intervocacional, además del tercer lugar de la liga nacional estudiantil de futbol americano; unos auténticos e incomparables “héroes”.

Andrés intentó forcejear un poco, pero era una tarea inútil: los sujetos que estaban sentados en su espalda medían casi 1.80m y pesaban cada uno cerca de 80 kg. El apenas y medía 1.67m y pesaba 54 kg. No había que ser un genio para saber que era todo, menos una amenaza para ellos.

Terminó rindiéndose. Los abusivos hicieron fila para darle una tanda de “zapes” y después vaciaron su mochila, regando sus cuadernos y plumas en diferentes lugares del patio. Luego le quitaron la sudadera y lo arrastraron a un poste de luz cercano. Ahí lo amarraron con su propia ropa y le pintaron la palabra “puto” en la frente con un marcador indeleble de color rojo.

Rieron estrepitosamente y los alumnos que andaban cerca lo hicieron también. Era mejor estar bien con ellos, después de todo, no querían ser el próximo “Andrés”.

Luego, tan pronto como llegaron, desaparecieron. Una vez pasado el peligro, Mateo se acercó corriendo a su amigo y lo desató ante la indiferencia de más de 50 de sus compañeros, incluida Valentina.

—Te salió barato — dijo Mateo intentando suavizar el difícil momento por el que estaba atravesando mi amigo.

—Pinches putos — murmuró Andrés, lo suficientemente bajo como para que solo lo oyera Mateo y nadie más —. Un día me la van a pagar, te lo juro Mateo, esos “perros” me la van a pagar…

— ¡Tranquilo, hombre! Ya pasó… lo importante es que estás bien y no te pusieron una madriza. Además, tenemos problemas más graves que eso; el examen teórico de la “Inge” Valdés empieza en treinta minutos, y nosotros no tenemos ni idea de cómo librar ese “pedo”. — puntualizó Mateo.

—Tienes razón. Hay que concentrarse en eso… ¿Escuché mal o dijiste que tenías una idea? — preguntó Andrés mientras se sobaba frenéticamente la frente intentando borrar el “regalito” que le había dejado el equipo de futbol americano.

— ¡Ah sí! Te va a encantar, por cierto. ¿Estás listo para sorprenderte?

Andrés asintió levemente. Conociendo a Mateo, su gran idea seguro sería un completo desastre, pero no le podía decir que no a su amigo, después de todo, se conocían desde preescolar. Fingió todo el interés del qué fue capaz y acercó la cabeza hacia su amigo. Era la señal para decirle que estaba completamente listo para escucharlo:

—Bien, pues verás… voy a provocar un pequeño incendio y entonces… — dijo Mateo antes de ser interrumpido por su impaciente escucha:

—¡No digas mamadas, Mateo! ¿Un incendio? ¿Estás loco? Sabemos bien que ni tú ni yo somos lo suficientemente ágiles como para andar jugando a ser espías. Además, tenemos la peor suerte del mundo, nos atraparían de inmediato. No nos darían tiempo ni de prender un chingado cerillo…

—No, Andrés, no. Este va a ser otro tipo de incendio. Solo te pido que no te asustes cuando veas el fuego. Mantén la calma y ayuda a que los demás actúen igual. Después de que el examen se haya cancelado, te revelaré mi secreto, ¿de acuerdo?

Convencido de que el plan de su mejor amigo iba a ser un completo fracaso, Andrés se limitó a cerrar la boca y hacer una tímida seña con el pulgar derecho hacia arriba. Luego consultó el reloj y señaló hacia el salón con la cabeza. Era hora del temido examen de la ingeniera Valdés. Caminó cabizbajo, con las manos en los bolsillos de la sudadera y la capucha puesta.

Subió las escaleras que conducían al aula, y apenas entrar al salón, la profesora le pidió que se bajara la capucha. No dijo nada, solo se le acercó y le enseñó la frente. Por alguna extraña razón, la ingeniería le permitió llevar la capucha puesta después de leer el mensaje. Incluso durante un segundo pareció que en verdad era humana y no una miserable autómata déspota y asesina.

El examen inició. Los lápices frotándose agresivamente contra el papel comenzaron a producir un irritante estruendo que le taladraba los oídos. Sobre todo, porque él no tenía idea de cómo hacer que su lápiz y la hoja de papel de su examen comenzaran su “romance”. Miró de reojo a Mateo. Se preguntaba en qué momento comenzaría el mentado “incendio”.

Suspiró. Debió de haberlo sabido, no había forma alguna en que el inútil de Mateo pudiera hacer algo bien en la vida.

Se sujetó la nuca con todas sus fuerzas en clara señal de desesperación. Era momento de aceptarlo, el fracaso informático al fin lo había alcanzado…

Entonces, de la nada, surgió un curioso olor a “cable quemado”. Olfateó el aire un par de veces e instintivamente miró el monitor de la clase. La pantalla aún mostraba las instrucciones del examen, pero la imagen comenzaba a notarse un tanto distorsionada. Examinó el aparato con mayor detalle y pudo ver una pequeña columna de humo saliendo de detrás del dispositivo.  ¿En verdad esto era obra de Mateo?

El enchufe comenzó a chisporrotear de pronto. Una pequeña llama azul rodeó al cordón de alimentación y luego un corto circuito fundió la pantalla. La ingeniera Valdés no aguardó a que sonara la alarma de incendios, se colocó en la puerta del aula y la abrió de par de par. Los alumnos comenzaron a abandonar el salón entre gritos y empujones.

Andrés mantuvo la calma, justo como se lo prometió a Mateo. Rápidamente se puso al frente de la desbandada de estudiantes y alzó las manos pidiendo calma. Hizo señas rápidas para dirigirlos hacia la escalera, y sorprendentemente, todos le siguieron.

Cuando el grupo llegó al patio, se encontró con que todo el primer piso y la planta baja del edificio “A” habían sido desalojados. El segundo piso ya venía descendiendo las escaleras de forma poco ordenada, pero al menos cohesionada.

Un dedo le pinchó las costillas. Era Mateo, que sonreía ampliamente, igual que si se estuviera graduando de vocacional con promedio de 9. Le hizo señas para que se alejaran del grupo y dirigieron sus pasos hacia la oficina de prefectura, que en ese momento estaba vacía gracias a que todos los prefectos se encontraban evacuando aulas a una velocidad increíble.

Mateo entró primero. Andrés lo siguió y se quedó unos segundos en el umbral para asegurarse de que nadie los estaba viendo. Cuando estuvo plenamente seguro de que estaban solos, cerró la puerta y preguntó:

— ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo lograste incendiar la televisión? ¿Tienes algún súper poder o algo así?

— ¡No digas pendejadas, Andrés! Lo que acabo de hacer fue pura ciencia…

— ¡Pues ya, cabrón! Dime, ¿cómo le hiciste? — preguntó Andrés con desesperación.

—Pon atención, porque neta que esta ha sido mi mejor ocurrencia. La pantalla del salón de programación es “Smart”, ¿correcto?

—Sí, correcto…

—Pues bien, establecí una conexión vía Bluetooth con ella desde mi celular, bueno, no desde mi celular, sino desde una computadora que tiene mi papá en un local abandonado de Ciudad Azteca. Mi teléfono más bien tenía el acceso remoto al equipo. Entonces, hecha la conexión, comencé un envío de información masivo del equipo a la televisión. Eran puros archivos de texto con la letra Z. Su peso por si solo es minúsculo, pero tratándose de diez mil archivos, digamos que la carga de información es considerable. Esta inusual recepción de información sobrecargó los circuitos, que solo están diseñados para ser retransmisores de información, como con las señales streaming de videos y audio. La energía térmica provocada por la sobrecarga buscó una forma rápida de salir del “cascaron” del dispositivo. Entonces comenzó a surgir el humo. Como el aparato no se desenchufó de la corriente eléctrica, la energía liberada se comenzó a expandir hacia todos lados, incluyendo el cordón de alimentación eléctrica. De tal forma que el sobrecalentamiento combinado con el flujo constante de energía eléctrica provocó las llamas azules que asustaron a todos en el salón. Para ese momento, yo ya había dejado de enviar nuevas cargas de archivos. Aunque estábamos en riesgo, era una especie de “incendio controlado”.

—Es brillante — agregó Andrés mostrando poca efusividad respecto al logro de su amigo —. Entonces, ¿estableciste una conexión Bluetooth? ¿Será posible hacerlo vía wi-fi?

—Pues yo creo que sí, es el mismo principio… — respondió Mateo algo confundido, ya que nunca había pensado en eso.

—Y aunque en esta ocasión usaste un aparato eléctrico, bien podría darse el caso también de que en su lugar pudieras sobrecargar otra cosa, digamos, una batería o algo así… — afirmó Andrés.

—Sí, podría decirse que sí, aunque eso suena mucho más complejo que lo que acabo de hacer — contestó su amigo algo asustado, pues siempre sentía escalofríos cuando Andrés se involucraba en algo seriamente.

—Y entonces, ¿“enmascaraste” tu identidad?

— Sí, yo usé la dirección IP del equipo del local abandonado que te dije, el cual además cuenta con un IP falsa, que en teoría pertenece a Afganistán.

—Bien, bien… tu teléfono está libre de culpa entonces. Rastrear al responsable de esto es en teoría, imposible. Además, fue un simple incendio, ¿quién pensaría que esto fue un atentado en lugar de un accidente?

—Bueeeeno, yo no lo llamaría “atentado” — corrigió Mateo denotando gran nerviosismo —, fue un “recurso” para evitar el examen… y sí, nadie podría siquiera imaginarse que esto no fue un accidente, al menos nadie en Ecatepec, jajaja…

—Es lo que pensé… ¿quién lo hubiera pensado, Mateo? Me has dado una gran idea…

Mateo sonrió tímidamente. Un escalofrío le recorrió la piel. Miró a su amigo y se dio cuenta de que algo no andaba bien, sin embargo, no quiso decir nada; tener la admiración de Andrés era algo que siempre había deseado y eso debería bastar para tranquilizarlo.

Después de todo, ¿Quién no quisiera tener la admiración y respeto de aquella persona de la que uno está enamorado?

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