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XXVII Palabras prohibidas

A Sam le dolía el cuello. Era la consecuencia de haberse dormido sentada en el sillón. Eso era lo de menos, lo que la tenía corriendo por la casa era la ausencia de su jefe al despertarse. No estaba en la habitación, ni en el comedor. No estaba en la piscina, el gimnasio o la biblioteca. El maletín seguía en el despacho, así que no había ido al trabajo.

En su mente turbada, oyó dos voces que se peleaban entre sí: la mala Sam le decía que se alegrara, que empacara sus cosas y se escapara lo más rápido que pudiera antes de que su jefe malvado volviera y la recordara. O la conociera de nuevo. Un episodio de fuga disociativa era una bendición caída del cielo; la buena Sam estaba preocupada. Su fuerte sentido del deber la mataba de angustia por el bienestar de su jefe, sobre todo cuando ella parecía ser la responsable de sus crisis con las estupideces que hacía.

¡Acabaría por fundirle el cerebro si seguía metiendo la pata!

Como

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