El sol se filtraba suavemente a través de las enormes ventanas de nuestra habitación, dibujando líneas doradas en las cortinas de lino. Por un momento, abrí los ojos y me permití disfrutar de la calidez de la luz en mi rostro. Estaba acurrucada contra Oliver, quien todavía dormía. Su respiración era pausada, y su brazo seguía descansando alrededor de mi cintura, como si, incluso en sus sueños, intentara mantenerme cerca.Moviéndome con cuidado para no despertarlo, me liberé de su abrazo y me senté al borde de la cama. Observé la vista desde nuestra habitación. Desde esa altura, el paisaje urbano de la ciudad parecía casi surrealista, como una pintura que alguien había dejado incompleta.—Buenos días —Escuché tras de mí, era la voz de mi esposo, el CEO, y el padre de mi hija, su voz era grave, todavía teñida por el sueño. Al girarme, lo encontré mirándome con una expresión tranquila, aunque no del todo relajada.—Buenos días —respondí con una sonrisa breve antes de levantarme. La alfom
La mañana llegó más rápido de lo que esperaba, con rayos de sol que se filtraban a través de las cortinas y me golpeaban el rostro. Abrí los ojos lentamente, sintiendo la pesadez de la decisión que debía tomar hoy. Mi cita en el hospital estaba programada para las diez en punto, y cada minuto que pasaba me acercaba más a un momento que parecía inevitable.Me moví hacia la cocina, donde el silencio de mi pequeño apartamento era casi ensordecedor. Mientras llenaba un vaso con agua, mis manos temblaban ligeramente, y una voz interna no dejaba de susurrar ¿Estás segura de que quieres hacer esto, abortar es realmente la mejor solución? Pero era la única salida lógica, ¿no? No había otra forma de mantener mi vida intacta, de seguir con mis estudios y cumplir las expectativas de mis padres.Me cambié con rapidez, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba a punto de hacer. Era más fácil así. El trayecto al hospital se sintió surrealista, como si estuviera atrapada en un sueño que no er
Habían pasado semanas desde que descubrí que estaba embarazada, y cada día parecía más pesado que el anterior. Las preguntas y las dudas me acompañaban constantemente, como sombras que nunca se apartaban de mi lado. ¿Qué haría cuando naciera el bebé? ¿Cómo iba a mantenernos a ambos? ¿Qué tipo de vida podría ofrecerle a mi hijo o hija si apenas estaba logrando mantener la mía? Pero, entre todas esas preguntas, había una que brillaba más que las demás: ¿Quién es él?Pensar en el padre del bebé era como abrir un baúl lleno de recuerdos borrosos. Apenas lo conocía. Su rostro aparecía en mi mente como una imagen vaga, incompleta. Recordaba su automóvil, tan reluciente y lujoso que aún podía oler el cuero de los asientos. Recordaba su presencia, imponente pero cálida. Recordaba cómo me sentí segura y protegida, incluso en medio de mi borrachera y confusión. Pero no tenía un nombre, ni una dirección, ni siquiera una idea clara de quién era. Solo sabía que tenía recursos, mucho más de los que
La primera vez que regresé a clases después de confirmar mi embarazo, el aire del campus se sintió diferente, más pesado, más opresivo. No era solo mi imaginación. Las miradas de los demás seguían cada uno de mis movimientos, como si llevaran un reflector conmigo, como si mi creciente barriga fuera el único tema de conversación entre los pasillos de la universidad. El lugar que antes era mi refugio, donde me sentía enfocada y segura, se había convertido en un campo minado de comentarios, prejuicios y cuestionamientos que me perseguían como sombras.Intenté ocultar mi embarazo tanto como pude al principio, usando ropa holgada y evitando quedarme demasiado tiempo en lugares concurridos. Pero, a medida que pasaban las semanas, ya no había forma de disimularlo. La chaqueta larga y los jeans desgastados se convirtieron en una especie de barrera entre yo y el mundo, pero esa barrera se debilitaba cada vez que alguien se giraba para murmurar algo, cada vez que una risa resonaba demasiado cer
El aire parecía más frío de lo normal aquella mañana, como si Londres estuviera alineándose con la tensión que sentía en mi pecho. Las semanas habían sido largas, pero ahora los días se movían a un ritmo vertiginoso, empujándome hacia un momento que sabía cambiaría mi vida para siempre. En el fondo, estaba emocionada, pero esa emoción venía acompañada de miedo, un miedo que se había vuelto constante desde que supe que estaba embarazada.La primera señal llegó alrededor de las tres de la madrugada. Estaba dormida, envuelta en una maraña de mantas y libros de estudio en el pequeño estudio que ahora llamaba hogar. Fue una punzada en el vientre, fuerte pero no insoportable. Me desperté sobresaltada, pensando que era uno más de los dolores que había enfrentado durante el embarazo, pero mientras me movía para acomodarme, otra punzada me golpeó, esta vez más intensa. Instintivamente, mi mano buscó mi barriga. “Es el momento” pensé, con una mezcla de terror y felicidad. Había llegado el día.
El hospital era ahora nuestro hogar, un lugar de luces frías y pasillos interminables que parecían envolver cada segundo de nuestras vidas.Desde el momento en que Amy llegó al mundo, había estado bajo el cuidado constante del personal médico, monitoreada cuidadosamente debido a las complicaciones relacionadas con mi preeclampsia y su salud delicada.Aunque ya habían pasado dos semanas desde mi cesárea, aún no había dejado el hospital. Los médicos insistían en que necesitaba tiempo para recuperarme completamente antes de regresar al mundo exterior, pero la recuperación física era solo una pequeña parte de lo que enfrentaba. Mi mente estaba obsesionada con Amy, con cada detalle, cada sonido, cada movimiento.Desde el primer día, Amy había estado en el cunero, junto a otros recién nacidos que eran vigilados constantemente por las enfermeras. Podía visitarla, pero solo a través del cristal que separaba a los bebés de los padres. Era una barrera necesaria, destinada a protegerlos, pero ca
Las luces del hospital eran las mismas cada día, brillantes y frías, un recordatorio constante de la lucha que Amy y yo habíamos enfrentado desde el momento en que llegamos aquí.Durante las primeras semanas de su vida, Amy había sido monitoreada cuidadosamente, sus pequeños pulmones trabajando para recuperar la fuerza que necesitaban. Cada vez que los médicos se acercaban a mí con actualizaciones sobre su estado, mi corazón se detenía. A veces eran buenas noticias: su fiebre estaba bajando, su oxígeno se estabilizaba. Pero otras veces, los reportes eran más cautelosos, llenos de términos médicos que no entendía por completo pero que hacían que la preocupación creciera en mi interior.En la unidad de cuidados intensivos neonatales, Amy parecía tan pequeña bajo las luces tenues y rodeada de cables y máquinas. El cristal que nos separaba era una barrera impenetrable, un recordatorio de lo frágil que era su estado. Los días transcurrían lentamente, llenos de horas de espera, oraciones si
Tomar decisiones drásticas nunca es fácil, especialmente cuando esas decisiones van en contra de los sueños que has perseguido durante toda tu vida. Para mí, renunciar a la universidad no fue simplemente un cambio; fue una ruptura con lo que había imaginado para mi futuro. Era como si estuviera dejando atrás no solo mis estudios, sino también una parte de mí misma, de la mujer que había trabajado incansablemente para llegar hasta allí.La idea comenzó como un pensamiento pasajero, algo que intentaba ignorar mientras me encontraba cuidando de Amy en las noches y lidiando con el peso de los gastos acumulados. Pero con el tiempo, ese pensamiento se convirtió en una realidad ineludible.La universidad, con sus horas de clases, sus proyectos y su exigencia constante, ya no era compatible con la vida que tenía ahora. Mis prioridades habían cambiado. La beca, que una vez había sido mi salvavidas, ahora era insuficiente para sostenernos, especialmente con las deudas del hospital y los gastos