Revisé por última vez mi aspecto en la ventanilla del coche. Revisé que el vestido rojo de terciopelo luciera bien, que los guantes blancos se ajustaran bien a mis brazos, y que el brillo labial siguiera en su lugar. Antes de tomar la mano de Gustave, cubrí la espalda descubierta del vestido con un chal blanco. —Tengo un regalo para ti —dijo, sacando una caja pequeña del auto. Al abrirla, vi que se trataba de una ostentosa horquilla para el cabello; hecha de diamantes en forma de flequillos que descendían por el pelo, junto con una especie de diadema, elaborada con pequeños rubies rojos. A juego con la horquilla, Gustave me colocó un largo collar de perlas blancas en el cuello. Sonrió. —Ahora eres absolutamente hermosa. Sonreí apenas. —Gracias, Gus. Cuando verifiqué mi aspecto, tomé el brazo de Gustave y juntos entramos al teatro. Esa noche era la premier de una gran obra teatral, un musical famoso, pero totalmente desconocido para mí. Naturalmente, estaría presente la crema y
Miré los pequeños diamantes de 18 kilates adornando la sortija dorada en mi dedo; era grande, hermosa, y seguramente única. Apreté el puño, sintiendo el oro y el peso de esa joya. —¿Te gusta? —inquirió, ignorando lo pálida que estaba. Después de tan inesperado anuncio, el coctel continuó. Y ahora, solo Gustave y yo permanecíamos en un rincón. —¿Por qué dijiste que estuvimos juntos en el extranjero? —le pregunté, evadiendo su propia pregunta. Él me acarició el cabello, rozando la horquilla en mi peinado. —¿Te molesta, Caramel? —inquirió suavemente—. Solo preparo todo, para cuando se revele la existencia del niño. No queremos que hablen de más, y supongan cosas. ¿Era realmente así? Si lo había hecho por mí, no podía reclamarle más. —Gustave, con el compromiso, no quisiera pensar que una boda... Sin oírme en absoluto, me acorraló en una esquina del salón. Mirándome con fijeza, apoyó una mano en mi mejilla. Nos miramos, él embelesado, y yo queriendo escapar. —Caramel, me gustas m
En algún punto del sexo, cambiamos de posición. Tenía la cabeza en los cielos, más allá de mi control y cualquier remordimiento. El alcohol inundaba mi sangre, y todo lo que hacía estaba fuera de mi control. Empujándolo del pecho, lo hice sentarse sobre la silla, solo para colocarme a horcajadas sobre sus piernas. Le aparté algunos cabellos del bronceado rostro, mientras nos mirábamos con los labios entreabiertos. Sonreí como una tonta. —¿Lo he sorprendido de nuevo, mi señor? Acaricié su mandíbula con las uñas, suspirando cerca de su boca. —¿Temía que pudiera hacer todo esto con Gustave? —le dije, llevando mi mano a su entrepierna, solo para tomarlo y acariciarlo con destreza. Él medio gruñó, disfrutando la noche tanto como yo. —Estando ebria, eres demasiado buena —aceptó sujetando mano por la muñeca—. Mucho mejor que cualquier prostituta, es como si fueses una ninfómana por naturaleza. Que me llamara adicta al sexo, insaciable y depravada, me llenó de un extraño orgullo. Me h
¿Lo adivinaría? ¿Desentrañaría mis ebrias palabras y llegaría a mi mansión exigiendo ver a su hijo? Nerviosa como nunca, mecí a mi bebé sobre mis piernas. Lo miré abrir sus rosados labios y bostezar, mirando con sus grises ojos todos los colores y texturas de la habitación; todo era nuevo para él, un descubrimiento a cada minuto. —Las empleadas comienzan a cuchichear sobre el origen del bebé —comentó a mis espaldas, erizándome la piel—. Han creado rumores, preguntándose de quién es el hijo oculto de Madame Campbell. Mantuve los ojos en mi hijo, incluso cuando Gustave se acercó y posó una mano en mi hombro. Sabía que debería sentirme horrible, culpable por haberle sido infiel la misma noche de habernos comprometido. Pero esa era exactamente mi vergüenza: no sentirme culpable. —Y por supuesto, las críticas, les gusta hablar sobre la clase de mujer que debes ser, como para haber dado a luz a un hijo, siendo una dama de alta clase soltera. Contuve el aliento, observando los ojos de
Antes de que Isabela saliera de su conmoción, yo me di la vuelta y corrí al piso superior, con el llanto de mi bebé inquietándome el corazón. Cuando llegué a mi habitación, Kary ya lo tomaba en brazos y lo mecía con energía, intentando tranquilizarlo. Al verme entrar, de inmediato se acercó. —Lo siento, Madame. Se despertó con los gritos. Sin dudarlo tomé a mi bebé de sus brazos, y comencé a arrullarlo con suavidad. Paseé por la habitación, tratando de calmarlo. —Tranquilo, pequeño... No pasa nada. La escuché entrar, antes de voltear y mirarla. Pero Isabela no me veía a mí, sino al bebé que cargaba. Aun parecía sorprendida, más que eso, impresionada. Kary se colocó a mi lado, mirando a Isabela con los ojos bien abiertos. —Un niño... —murmuró Isabela, sujetándose al marco de la puerta. Estaba cada vez más pálida. —Un hijo secreto, ¿me equivoco? Este niño es lo que ocultas dentro de estos muros. Me sentí atrapada, mientras los ojos ausentes de Isabela subían lento, hasta que vo
La mano de Gustave raptó a mi cintura, mientras los ojos de mi marido se posaban en mi mirada. Pareció sorprendido al verme de repente, pero inmediatamente se mostró molesto e intrigado. ¿Estaba pensando en mis palabras de esa noche? ¿Se estaba preguntando cual era aquel secreto que ambos compartíamos? Yo aparté la vista de él en cuanto Isabela se abrazó su costado. —Señor Martin, parece que tenemos planes similares para esta noche —dijo con ánimo, aunque observándome a mí. Mi prometido asintió, devolviéndole una cordial sonrisa. —Así es, señorita Bianchi. A propósito, que magnifico auto tiene, señor Riva —dijo, mirando a mi esposo con supuesta admiración. Él asintió, aun mirándome, preguntándome en silencio acerca de aquella noche. —Gracias, es parte de la nueva colección de Mercedes. Lo adquirí en una subasta en Berlín hace algunos meses. Sin poder contenerme, mi atención volvió a él. ¿Mi esposo había estado en Berlín, igual que yo? Sin saberlo, habíamos estado en la misma su
Bajé los ojos hacia mi bebé, dormía plácidamente con los labios un poco abiertos. La mano de Rafael acarició mi mejilla, luego descendió por mi cuello y clavículas, hasta rozar de nuevo la cabeza de mi hijo. —Confiésalo, Dulce. Di que este niño es mío. Apreté ligeramente los labios, deseando no decir nada. Sin embargo, ¿quedaba otra salida? Resignada, alcé los ojos y los clavé en los de mi esposo. —¿Puedes... llevarnos a casa primero? Hace frio aquí. Rafael me miró un momento, y por fin notó que no traía más abrigo que ese delgado vestido de satín negro. Entonces asintió y apoyando una mano en mi espalda baja, me llevó hasta su importado auto alemán. Mientras me ayudaba a entrar y me ponía el cinturón de seguridad, le dijo a mi chofer: —Esperé a la señorita Karina y llévela a casa de Madame Campbell. No esperé al idiota de Gustave Martin. El chofer asintió, mirando cómo me iba con alguien que no era mi prometido. Durante el viaje, yo no dije nada, y Rafael tampoco, solo n
Al día que siguió, desperté con multitudes de periódicos y revistas esperándome. Cayeron como lluvia sobre mí, y en todas ellas aparecíamos Gustave y yo en el restaurante, con el pequeño bulto que era mi bebé. En todas esas notas, mi nombre resaltaba en grandes letras, junto a la frase: Próximo matrimonio e hijo secreto. — “Tuvieron un hijo en el extranjero y lo mantuvieron en secreto” —recitó Kary para mí, colocando un puñado de periódicos en mi cama—. “La famosa Madame Campbell y el señor Gustave son padres de un bebé varón”. Hizo una pelota con el periódico y me lo arrojó a las piernas. —¿Sabe que ahora está obligada a casarse rápido con ese idiota? —inquirió enfadada. En ese momento, entró una mujer de servicio con mi bebé en sus brazos. A pesar de la situación, sonreí y estiré los brazos, acogiéndolo en mi pecho. De solo sentir su calor y respirar esa fragancia de bebé en su piel, me sentí mejor, mucho mejor. Él era todo para mí, absolutamente todo. —Quiero ponerle un nombr