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VIII. SONRISAS FINGIDAS

Pasaba de medio día cuando los golpes en mi puerta me obligaron a despertar y a salir de la cama.

—Abre la puerta, María —escuché la que parecía la voz de Señor.

Soportando el dolor de cabeza atravesé un departamento que me mataba con su claridad a cada paso que daba, y los golpes en la puerta me hacían incomodar mucho más. 

—Voy, ya voy —dije.

Mi respuesta a los llamados de la puerta era casi suplica implorando silencio. 

Abrí la puerta y, en efecto, era Señor quien estaba delante de mi puerta, él y dos de los hombres en que más confiaba y que siempre estaban junto a él.

—Te ves terrible —dijo después de entrar a mi departamento como si fuera su casa, yo solo le miré sin contestar a su halago.

—¿A qué vino, Señor? —pregunté y él sonr&iacut

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