Capítulo 3
Aunque yo fuera joven, hermosa y con buen cuerpo, para él no era más que otro ser humano, sin alguna distinción. Sin embargo, cada vez que me examinaba con sus manos, yo cerraba los ojos con fuerza y sentía cómo el calor se apoderaba de mis mejillas. Al marcharme, no podía decir si lo había imaginado o si era producto de que la calefacción estuviera demasiado alta, pero juraría que las orejas de Sebastián también se habían puesto un poco rojas.

—Ángel, ¿podemos parar en el área de servicio más adelante? Necesito ir al baño —la voz de Mariana me devolvió bruscamente a la realidad.

Mordí ligeramente mi labio e intenté mover la pierna, pero los dedos de Sebastián se aferraron con más fuerza. Bajé la mirada, escondiéndome tras mis pestañas, sin atreverme a moverme más. Cuando el coche se detuvo, Mariana insistió de inmediato en que Ángel la acompañara al baño. Ángel miró hacia atrás, incómodo, pero Sebastián se apresuró a intervenir con voz grave:

—Está dormida.

Ángel pareció aliviado al instante.

—Entonces acompañaré a Mariana al baño, volvemos enseguida.

Sebastián respondió con un simple «mmm», tras lo cual oí cómo la puerta se abría antes de cerrarse con fuerza, y las risas se alejaron hasta que todo quedó en silencio.

—Camila —dijo Sebastián de repente, levantando la manta que cubría mis piernas—. ¿No tienes calor? Estás sudando.

Agaché aún más la cabeza, sin atreverme a mirarlo, y tomé la botella de agua apresuradamente, intentando disimular mi vergüenza. Pero Sebastián me la quitó de las manos.

—No bebas tanta agua fría. ¿Ya olvidaste mis indicaciones médicas?

No sé de dónde saqué el valor, pero de pronto levanté la mirada hacia él.

—Doctor Vega, parece que su habilidad médica es bastante ordinaria.

—¿Por qué dices eso? —preguntó, frunciendo ligeramente el ceño.

—Seguí sus indicaciones, tomé la medicina, cuidé mi alimentación… pero aún me duele.

Su ceño se frunció aún más.

—¿Todavía te duele?

—Incluso ahora siento un poco de dolor. —Presioné mis labios y levanté ligeramente mi barbilla—. ¿Quizás necesito otro examen, doctor Vega?

No muy lejos, a través de la ventana, Mariana se aferraba del brazo de Ángel. Estaban tan pegados que ni el aire cabía entre ellos. Él, ocasionalmente le pellizcaba la mejilla o le acariciaba el cabello, como si fueran una pareja. Al ver esto, sentí cómo el resentimiento y la ira que venía estado conteniendo me quemaban el pecho, por lo que, desesperadamente, busqué una salida.

Sin saber por qué, tomé directamente la mano de Sebastián.

—O tal vez el doctor Vega podría cumplir con su deber médico… y examinarme ahora mismo.

Justo cuando su mano estaba por tocar mi pecho, Sebastián actuó más rápido que yo, y, rápidamente, sus dedos largos y fuertes sujetaron mi nuca. Con un ligero movimiento, me atrajo hacia él.

—Camila —murmuró, mirándome desde arriba, obligándome a alzar el rostro para encontrar su mirada—. No me provoques aquí.

—¿Te estoy provocando? —pregunté, sosteniéndole la mirada con valentía, sin retroceder—. ¿O es que el doctor Vega tiene tan poca ética médica que observa fríamente mientras su paciente sufre...?

Antes de que pudiera terminar, Sebastián se quitó las gafas y me besó. Ese aroma suyo, ligeramente amargo, como a antiséptico, parecía impregnar cada centímetro de su piel y me envolvió por completo. Abrí los ojos, sorprendida, instintivamente intenté apartarlo, pero su mano me sostuvo con más fuerza. Dejé escapar un pequeño jadeo, y él aprovechó para profundizar el beso.

El oxígeno empezó a escasear, y, poco a poco, comencé a sentirme mareada. Primero se me aflojaron las piernas, luego todo el cuerpo. Era como si mis huesos hubieran desaparecido, dejándome completamente sin fuerzas. Sebastián sujetó mi mandíbula, besándome cada vez más profundamente, hasta que sentí un hormigueo en la base de mi lengua. Sin darme cuenta, mis manos se aferraron a su camisa, arrugándola por completo, mientras nuestras respiraciones se entremezclaban, desordenadas, y las lágrimas brotaban de mis ojos, sin que pudiera contenerlas.

Entonces Sebastián se detuvo de golpe. Yo seguía mirándolo, aturdida, como si le suplicara con los ojos que no se detuviera. Él sonrió levemente y limpió con su pulgar la humedad que se había acumulado en la comisura de mis labios.

—No tan rápido, Camila.

—¿Mmm? —murmuré, mirándolo, confundida. Mi mente aún no regresaba del todo.

Sebastián volvió a inclinarse, dándome un breve y suave beso en mis labios, ahora ligeramente hinchados. Y, apoyando su frente contra la mía, su voz resonó profunda y con una sensual ronquera.

—Faltan treinta kilómetros. Te complaceré… cuando lleguemos.
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