La lluvia golpeaba con insistencia los ventanales de la mansión Volkov. La noche se vestía de sombras largas, como si supiera que algo prohibido estaba por suceder entre esas paredes. Leonard se escabulló entre los jardines, con su abrigo empapado, y el corazón en llamas.No podía más.Desde que lo habían echado de la casa, desde que lo habían amenazado y habían encerrado a Anya, no había dormido una noche entera. Su alma lo llevaba de regreso a ella, como si su cuerpo supiera que solo en su cercanía podía respirar otra vez.Forzó la puerta trasera, la que conocía desde niño. Cada rincón de esa mansión era parte de su historia… y de su desgracia.Subió las escaleras en silencio. El pasillo estaba oscuro, pero no necesitaba luz para saber dónde estaba ella. Su habitación. La misma desde que era niña. Desde que ella llegó a su mundo y lo cambió todo. Apoyó la mano en la puerta cerrada. Dudó un segundo. Pero su pecho ardía.—Anya —susurró, apenas un aliento.Desde dentro, ella lo escuchó
El silencio que siguió fue espeso, cargado.Igor respiró hondo, conteniendo algo entre los dientes, algo que no dijo.—¿Y qué más has recordado?Alessandro lo miró, perplejo.—Nada más. Solo… esa certeza.Su padre asintió, seco, apoyándose contra el respaldo. Guardó silencio unos segundos más antes de hablar:—Eso es suficiente para ahora.—¿Para qué?—Para causar un desastre. Así que no la verás, es mejor que esa niña se mantenga lejos de ti. No puedes verla, Alessandro —dijo finalmente, su voz grave como el trueno que retumbó a lo lejos.—¿Por qué no?—Porque ella ya no puede ser parte de tu vida. Porque si te acercas a Anya, arrastras a esta familia a la ruina.—¿Qué estás diciendo?—Estoy diciendo que los Volkov no son nuestros aliados, ni nuestros amigos. Son una amenaza. Han deshonrado nuestra sangre, desafiado nuestros pactos. Ella es hija de ese enemigo. Y tú… —hizo una pausa, con la mirada clavada como una lanza—. Tú no tienes idea de quién eres, de quién fuiste antes de caer
La noche caía espesa sobre Moscú, tan oscura que parecía tragar los edificios y calles bajo su manto silencioso. El aire estaba impregnado de esa extraña calma que precede al caos, aunque nadie lo sabía aún.Nikolai Volkov, como de costumbre, iba en su camioneta blindada, flanqueado por dos vehículos de seguridad. No era tonto, y mucho menos confiado. Desde que los rumores sobre Alessandro y los Petrov se habían intensificado, no salía sin al menos ocho hombres armados. Aun así, esa noche cometió un error: tomó una ruta que no había sido revisada por su equipo. No por descuido… sino por costumbre. Una zona que siempre había sido segura. O eso creía.—¿Qué tan lejos estamos de la casa segura? —preguntó Nikolai desde el asiento trasero, mientras observaba su teléfono sin mucha atención.—A diez minutos, jefe —respondió el conductor—. Nadie nos sigue.Pero sí los seguían.Justo cuando la camioneta principal dobló en una curva, la explosión retumbó como un trueno. La parte trasera del pri
Lilia regresó a su habitación. Buscó su teléfono y no lo encontró… ¿quién lo había tomado? Sus ojos recorrieron la habitación, buscando algo que pudiera ayudarla.La lámpara de su mesa de noche parpadeó ligeramente, y allí, al fondo, junto a una pila de libros, algo pequeño llamó su atención. Se acercó rápidamente y lo tomó en sus manos: un teléfono celular. La respiración de Lilia se aceleró. No se habían dado cuenta de que ese teléfono había quedado allí. No podía creerlo. Este debía ser un teléfono de Nikolai, quien debía haberse olvidado de él. La esperanza se encendió en su pecho como una chispa en la oscuridad. Pero ¿cómo usarlo sin ser descubierta?Primero revisó el dispositivo con manos temblorosas, buscando un mensaje que indicara que alguien estaba pendiente de ella. Nada. Su corazón latió con más fuerza. Tenía que arriesgarse. Sabía que, en esos momentos, su única opción era conectar con alguien fuera de esa casa, alguien que la pudiera ayudar a escapar, alguien que podría s
La noticia llegó como un relámpago seco, atravesando la pesada atmósfera de la mansión Volkov con una violencia silenciosa.El primero en enterarse fue uno de los antiguos escoltas de Nikolai, un leal silencioso que logró escapar del ataque. Sangraba por la pierna y tenía el rostro amoratado, pero su voz era firme cuando se presentó en los pasillos oscuros de la casa Volkov, exigiendo hablar con el jefe.—Nos emboscaron. No fue un ataque cualquiera. Lo estaban esperando. Fue Igor.La mención del nombre heló la sangre de todos. Igor Petrov. El viejo lobo que se creía muerto en vida, pero que, como una sombra rencorosa, había salido de su exilio con sed de venganza. Nadie pronunció palabra durante unos segundos. Solo se escuchaba la respiración agitada del guardia herido, la vibración muda de una furia colectiva que comenzaba a despertar.—¿Dónde? —preguntó el padre de Nikolai.—Cerca del paso sur. Cerraron las salidas. Mataron a cuatro. A mí… me dieron por muerto.Una maldición baja cr
Mientras avanzaban hacia el refugio temporal en las afueras de Moscú, Alexei descolgó su móvil. Las llamadas fueron pocas, pero certeras. Antiguos contactos, hombres que solo hablaban con silencios o con balas. Nadie se atrevía a decir demasiado, pero una frase se repetía: el cuervo ha construido una jaula en las ruinas.—¿Qué significa eso? —preguntó Sofía.Alexei la miró. No respondió de inmediato. Cerró el móvil y sus dedos tamborilearon sobre el volante con una calma que solo presagiaba tormenta.—Hay un sitio —explicó—. Una base vieja, un complejo militar abandonado de los años soviéticos. Subterráneo. Laberíntico. Imposible entrar sin un mapa y un ejército.—¿Y Nikolai podría estar ahí? —Lilia casi no podía respirar.—Si yo fuera Igor y quisiera que nadie encontrara a mi rehén... sí. Lo tendría allí.…Esa misma noche, en otra parte del mundo de sombras que gobernaban los Volkov, el padre de Nikolai, recibía la misma información.—Maldito traidor... —escupió, golpeando el escrit
El patriarca de los Volkov llegó al lugar justo antes del amanecer. Un hangar oxidado. Iba en una camioneta negra, blindada, con tres de sus hombres más leales: Gavril, Petr y Sergei. Todos armados, en silencio, con el rostro cubierto por el reflejo frío del acero.Cuando se bajaron, el aire tenía olor a sangre seca y pólvora.—Esperen —dijo en voz baja, levantando una mano. Dio dos pasos sobre el terreno húmedo, sintiendo el crujido del metal bajo sus botas. Las puertas del hangar estaban semiabiertas, una de ellas torcida por una explosión reciente.No era el primero en llegar.Adentro, el rastro era claro: manchas oscuras de sangre en el suelo, cuerpos inertes, cartuchos vacíos, fragmentos de vidrio y metralla, casquillos desperdigados como migajas de guerra.—Aquí ya pasó algo —murmuró Petr, empuñando su rifle con más fuerza.Él no respondió. Caminaba entre los restos como un lobo viejo husmeando un territorio que ya había sido tomado. En una de las esquinas encontró un puñado de
Lilia no recordaba la última vez que había dormido bien. Las noches en la mansión Romanov eran demasiado silenciosas. Demasiado distintas a las que compartía con Nikolai, incluso cuando la oscuridad de él parecía tragarla entera.Ahora, lo extrañaba. No a su monstruo, sino a su hombre.Aquel que se acostaba tarde por cerrar negocios, pero que en la madrugada la tomaba por la cintura como si temiera que desapareciera en su sueño. Aquel que la besaba la espalda con cuidado, como quien se arrodilla ante algo sagrado. Aquel que, pese a todo, aprendió a amarla como no sabía hacer ningún otro ser humano.Y, aun así, ahí estaba ella. Sola. En una cama extraña. Escuchando los latidos del dolor.El corazón se le oprimía con cada hora que pasaba sin noticias. No sabía dónde estaba él. Si estaba vivo. Si lo torturaban. Si recordaba su rostro. Si pensaba en su hijo.Si aún la amaba.La herida se abrió sola. Y sangró.Entró en una pequeña sala de lectura. La luz del atardecer teñía las paredes con