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Leonard estaba de pie, con el rostro endurecido, frente al escritorio de su padre. El aire en el despacho era denso, cargado de ira. Detrás del enorme ventanal, el cielo comenzaba a teñirse de gris.

—No vas a hacerlo, ¿verdad? —preguntó el hombre, con la voz afilada, como un cuchillo lento hundiéndose—. No vas a arrastrar nuestro apellido al lodo.

Leonard no respondió. Sus ojos oscuros estaban fijos en el suelo, tenía la mandíbula tensa, las manos apretadas en los bolsillos. El silencio fue su única forma de resistencia.

—¡Contéstame! —bramó el hombre golpeando la superficie del escritorio con fuerza, haciendo que el vaso de cristal temblara—. ¿Estás dispuesto a renunciar a todo por ella? ¿Por ese capricho enfermizo?

—No es un capricho —murmuró Leonard, alzando por fin la vista—. Yo la amo.

Su padre se quedó en silencio un segundo. Luego rió. Pero no era una risa alegre. Era hueca, amarga, venenosa.

—¿Amor? Tú no sabes lo que es el amor. El amor no destruye familias. No arruina reputa
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