Capítulo 3: La Sombra del Pecador Inmortal

En el entrelazado de destinos y magia, cada elección resuena a través del velo de la realidad, tejiendo el tapiz de un mundo donde la libertad y el poder se encuentran en la encrucijada de lo prohibido y lo sagrado.

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Lunara:

—Eres el inmortal pecador que está encerrado dentro, ¿quieres engañarme para que te libere? —le dije mientras ella aprieta más mi cuello, sus dedos como garras de acero, su aliento un vaho helado que me erizaba la piel.

—Te aconsejo que no me compares con esos don nadies, mi paciencia es ilimitada. Date prisa y rompe la matrix Sylpharion, de lo contrario, te mataré ahora —me amenazó con una voz que parecía arrastrar las cadenas de mil almas condenadas.

Intenté safarme, golpeando su brazo con la desesperación de quien lucha contra la muerte misma. Yě Líng, el espíritu ancestral que habitaba en mi mente, me animaba a enfrentarla.

«Vamos, enfrentalo» —susurró con una voz que era como el viento entre los bambúes.

Con un movimiento rápido, pasé mi dedo índice sobre el hombro de ella, y ella bajó la mirada a mi dedo con un odio que parecía capaz de incinerar el mundo.

—Eres solo un inmortal pecador, no eres gran cosa —le dije, desafiante, aunque al encontrarse nuestros ojos, sentí la promesa de muerte en su mirada. Pero continué, alimentando la rivalidad entre nosotros—. Sigues hablando de ti como si fueras más poderoso que yo. Cualquiera en Sylpharion es más poderoso que yo. Además, hemos cambiado de cuerpo; si me matas ahora, te matas a ti mismo. Simplemente podemos morir juntos —alcé mi cuello, invitándola a terminar su trabajo, a rivalizar con la muerte.

El pecador me lanzó una mirada cruel, sus ojos dos abismos sin fondo.

—Me acabas de recordar —dijo con una voz profunda, llena de odio. Alzó dos dedos y, con un gesto, invocó una magia de color azul profundo. El aire a nuestro alrededor se cargó de electricidad, y su cabello se alzó como si estuviera vivo. Con un movimiento de tijera, cortó mi propio cabello hasta dejarlo en los hombros. Observé, horrorizada, la transformación que se operaba ante mí.

La tensión entre ambos se intensificaba con cada palabra, cada gesto cargado de un poder que amenazaba con desgarrar el tejido mismo de Sylpharion.

«¡Oh no!» —exclamó Yě Líng, su voz una mezcla de incomodidad y premonición. Ella ya sabía lo que iba a pasar, y yo, saliendo de mi asombro, lo miré con los ojos vidriosos.

—¡Mi cabello! —grité, observando los mechones caídos en el suelo, cada uno un recuerdo de la libertad que me había sido arrebatada.

—No lo olvides, ahora también estás en mis garras —me espetó el pecador, su voz destilando odio.

—No te voy a dejar escapar —le respondí, la ira hirviendo en mis palabras mientras comenzaba a jalar su cabello, forzando su cabeza a moverse al ritmo de mi furia.

—¡Te dejaré calvo hoy! —le grité, entre la ira y el dolor, mis berrinches escalando a tal punto que mis manos tiraban de su cabello con más fuerza, sollozando.

—¡Detente! —rugió él, molesto, pero yo no escuchaba, continuaba con mi tarea, arrancando su cabello.

—¿Cómo te atreves a ser tan presuntuosa? ¿Crees que no voy a romperte los brazos ahora? —me desafió, su mirada llena de un odio aún más profundo.

—¡Entonces te cortaré el cuello! —le repliqué, molesta, mientras seguía tirando de su cabello hasta tener mechones en mis manos.

—Te atreves a decir tonterías, parece que te quieres quedar sin lengua —me amenazó, su enojo palpable en cada sílaba.

—Si te atreves a tocar mi lengua, voy a... usar mi poder para destruir tu cultivo inmortal —lo desafié de nuevo, mi voz firme a pesar del peligro que enfrentaba.

La confrontación entre ambos alcanzaba un clímax emocional, cada palabra y acción cargada de una intensidad que resonaba a través de las antiguas piedras de Sylpharion.

—¿Te atreves? —preguntó él, su voz un cuchillo afilado por el odio.

—¿Por qué no? Mi cultivo inmortal está dañado de todas formas. Voy a destruir la tuya; no tengo miedo —respondí con desafío, mis ojos brillantes de lágrimas mientras me dejaba caer de rodillas al suelo, abrazando mis piernas y llorando por la pérdida de mi cabello, mi orgullo, mi identidad.

—No llores —dijo el pecador, intentando suavizar su tono, pero el veneno de su odio aún goteaba de cada palabra.

—Todo se ha ido... ya no puedo trenzar mi cabello, ya no puedo usar una horquilla, incluso tengo que quedarme en este pecaminoso cuerpo tuyo, inmortal  —continué, sollozando como una niña pequeña, mi dolor tan profundo como las raíces de los árboles milenarios de Sylpharion.

—Te dije que no lloraras  —insistió él, molesto, su mirada aún llena de desprecio.

Yě Líng, mi loba interior, gruñía con furia, deseando arrastrarlo por toda la torre, pero yo estaba demasiado ocupada en mi duelo para prestarle atención.

—No puedo pasar el examen inmortal, tampoco nunca podré volver al salón de los suspiros. Solo tengo 500 años, todavía soy tan joven... ¿Por qué mi vida es tan miserable? —sollozaba, mientras él solo suspiraba, frustrado por mi resistencia.

—Levántate —me ordenó fríamente.

—¡Devuélveme mi cabello!  —exigí, mi voz quebrándose en un sollozo descontrolado.

—¡Levántate! —gritó él, su paciencia agotada.

—¡Devuélveme mi cabello! —repetí, mi desesperación creciendo con cada palabra.

La magia de Sylpharion era caprichosa y poderosa, y en un instante, el pecador inmortal había restaurado mi cabello a su antigua gloria. Me levanté, secando las lágrimas de mi rostro con cuidado, aún con el corazón latiendo desbocado por la emoción del momento.

—Eres la primera persona en la historia que me amenaza —dijo él, su voz fría como el hielo de las montañas eternas, su mirada afilada y peligrosa.

—También eres la primera persona en la historia que me hace llorar como un hombre  —respondí, bajando la mirada para ocultar la tormenta en mis ojos—. No quiero quedarme en tu estúpido cuerpo por más tiempo. Es solo la matrix de Sylpharion; hoy la romperé  —declaré, pasando a su lado con una determinación que sentía arder en mi pecho.

—Para ti, cuando salgamos, vamos a encontrar una manera lo antes posible  —prometí, cada paso que daba resonaba con la promesa de libertad y venganza.

—Las personas del reino celestial siempre afirman ser honorables, pero cuando las cosas pasan, solo se preocupan por sí mismos. Todavía no me ayudas a romper este sello —me reprochó, su suspiro cargado de frustración y una amenaza velada.

Mi lucha interna, se intensificaba con cada palabra de Yě Líng, mi espíritu guía. La sabiduría ancestral chocaba con las reglas impuestas por la sociedad de Sylpharion, y en ese momento, me encontraba en una encrucijada entre el deber y la libertad.

—Solo soy una lykan. Si quieres que una lykan piense en estas cosas, entonces ¿por qué necesitamos a los soldados ángeles celestiales, emperadores celestiales y líderes de los lykans? Además, mi maestra dijo que robarse el trabajo es como matar a la madre; no puedo hacer estas cosas —dije, mi voz temblorosa, revelando la confusión y el conflicto que me atormentaban.

Yě Líng, con su sabiduría milenaria, intentaba abrir mis ojos a un mundo más allá de las restricciones.

«Puedes hacer mucho más de lo que piensas, niña, solo que te limitas a explorar más allá de lo permitido» —me instó Yě Líng.

«No me limito, solo sigo las reglas»  —respondí, pero ella solo bufa, claramente frustrada con mi obstinación.

«Niña, a veces debemos romper esas reglas para ser libres, o siempre serás un pájaro enjaulado que no hace algo solo porque unas tontas reglas se lo impiden» —me retó Yě Líng, su tono un poco molesto.

«Sean tontas o no, se hicieron para seguirlas y ser mejores» —repliqué con confianza, aferrándome a la estructura que me había definido toda mi vida.

«Niña, espero te des cuenta muy pronto que las reglas solo te limitan a tu verdadero tú» —dijo Yě Líng con tranquilidad, sus palabras resonando en mi mente como un eco distante.

El pecador inmortal observaba la escena, su mirada intensa y calculadora.

—Pequeña Espíritu de lobo, tienes algunos rasgos de la secta Sizulux —comentó, como si pudiera ver a través de mi alma.

—Suficiente, no me molestes —le dije, mi paciencia agotada, mientras me dirigía hacia la salida. Colocando mis manos lado a lado, intenté encender mi poder, pero este solo parpadeaba. Alcé las manos, intentando romper el sello, pero lo único que logré fue que mi magia solo parpadeara, un reflejo de mi propia incertidumbre.

Mi frustración  era palpable en cada intento fallido de liberarme del sello que me ataba a un cuerpo que no era el mio. Yě Líng, mi loba interior, me advierte que detuviera mis esfuerzos inútiles, pero mi determinación era más fuerte que cualquier advertencia.

«Detente, no lo lograrás»  —insistió Yě Líng, su voz una mezcla de preocupación y sabiduría antigua.

«Debo intentarlo una vez más» —respondí, mi ceño fruncido en concentración mientras sacudía mis manos y las alzaba hacia el cielo, liberando un grito de desafío. Pero nada sucedía, y con un movimiento brusco, mis manos brillaron con una luz intensa que me lanzó por los aires. En una maniobra desafortunada, aterricé cerca de los pies del pecador, mi rostro contra el suelo frío y duro de la torre.

Levanté la cara, tocándome la frente con una mano y quejándome como una niña pequeña. Mis manos se apilaban una sobre la otra, mi barbilla descansando sobre ellas mientras fruncía el ceño y me lamentaba.

—No sé cómo usar tu cuerpo —le dije al pecador, quejándome de la extrañeza de la situación.

—¿Cómo podría haber una persona tan estúpida en este mundo?  —respondió él con una molestia evidente en su tono.

—¿Tienes alguna idea? Solo sabes dar órdenes a la gente —repliqué, aún sintiendo el dolor del golpe que me había dado.

El pecador se giró, dándome la espalda mientras reflexionaba.

—Olvida lo que dije, realmente no puedo contar con una perdedora como tú. Todo tiene su causa; debemos haber hecho algo que hizo que cambiáramos de cuerpo. Ahora, si repetimos lo que estábamos haciendo antes de cambiar, tal vez podamos cambiar de nuevo  —dijo, pensativo.

Yě Líng interrumpió mis pensamientos con una urgencia que me sorprendió.

«El beso, el beso hizo que cambiaran de cuerpo» —dijo, y tenía razón. Cuando caí en la torre y las esferas me empujaron, nos besamos, y luego nuestro beso...

«Yě Líng, era mi primer beso y me tuvo que haber pasado esto. Estoy perdida en la desgracia»  —me quejé mentalmente, sufriendo por la ironía del destino.

Sailius:

En el palacio de la fuente de Sylpharion, la noche se desplegaba como un manto de misterio y promesas. Sailius, con la serenidad de quien conoce el poder que reside en sus venas, recorría los pasillos con una calma que contrastaba con la agitación que se respiraba en el aire.

—Mi señor, estás de vuelta. El señor Róng Yè está aquí, él está esperando adentro  —me informó Chuān Lǐng, su voz un susurro de lealtad y alegría contenida.

—Tráeme el vino de llama verde que he traído de regreso del mar más septentrional. Él no es bueno en otras cosas, solo le gusta el buen vino. Vamos —le instruí, con la autoridad que me confería mi posición. Con un gesto fluido y lleno de significado, llevé mi brazo izquierdo hacia atrás, rozando mi columna vertebral en un abrazo fantasmal, mientras mi brazo derecho se mantenía elevado, como si sostuviera el peso de los secretos que guardaba la noche.

Chuān Lǐng asintió y se retiró, su reverencia un eco de la oscuridad que se cernía sobre la habitación. La penumbra era apenas interrumpida por el suave resplandor de las linternas que flanqueaban la gran puerta abierta, y la brisa nocturna danzaba con las cortinas de seda, susurrando historias de tiempos antiguos.

El espacio en el que me encontraba era un santuario de tradición y elegancia, con elementos que evocaban un estilo asiático, posiblemente coreano. La cama, un trono de descanso, estaba adornada con almohadas decorativas y dispuesta con meticulosa atención al detalle. Sobre ella, un cuadro capturaba la esencia de la serenidad que impregnaba el lugar, y las linternas dentro de la habitación proyectaban una luz tenue que prometía confort y calma.

Cuando Chuān Lǐng regresó con el vino de llama verde, su reverencia fue un preludio a su partida. Sonreí brevemente mientras me acercaba a la pintura que colgaba sobre la cama, un paisaje de montañas y árboles tradicionales que me llamaba, susurrando promesas de aventuras desconocidas. La tela translúcida que me envolvía brillaba con un resplandor etéreo, como si estuviera impregnada de magia.

Al tocar el marco de la pintura, una oleada de luz cegadora brotó desde el punto de contacto, envolviéndome en un torbellino de colores y sensaciones. Era el comienzo de algo extraordinario, un presagio de los eventos que estaban por desencadenarse en el reino de Sylpharion.

La luz que emanaba de la pintura era un portal, una puerta hacia lo desconocido que Sailius no podía ignorar. La intensidad de su brillo lo envolvía, y por un momento, el mundo físico se desvanecía, dejándolo flotando en un vacío de posibilidades infinitas. La sensación era liberadora, un escape de las cadenas de la realidad hacia un reino donde todo era posible.

En el país de los lykans, la música flotaba en el aire, una melodía que emanaba de una figura solitaria en un barco. La celebración en el pabellón del agua, Líng Yún Gé, estaba en su apogeo, pero Sailius se mantenía aparte, su presencia ausente entre los festejos.

—Hay una celebración de regreso victorioso en el pabellón del agua, Líng Yún Gé es muy animado, pero te niegas a ir. ¡Qué arrogante! —le dije a Róng Yè, el señor de los lykans, con una sonrisa que ocultaba mi verdadero sentir.

—Soy solo un mero inmortal, no tengo que ir. Tú, el protagonista de esta celebración del regreso victorioso, no asistes. ¿No tienes miedo de que Wèi Chuán Qí te culpe? —respondió Róng Yè con una calma que contrastaba con la energía de la fiesta.

Nos sentamos, y el silencio se extendió entre nosotros mientras él reflexionaba. La confesión que se avecinaba pesaba en mi alma como una losa.

—Cuando el sello fue reforzado hoy, una joven inocente cayó en la torre Sylpharion. No pude salvarla; perdí una vida, pero mi hermano y los demás no tenían alguna respuesta a eso en absoluto —confesé, la frustración de la impotencia marcando cada palabra.

Róng Yè me miró, su expresión inmutable.

—Como se esperaba, esos hipócritas del reino celestial. Por eso nunca quiero beber o hablar con ellos, tú lo sabes —dijo, y yo solo pude inclinar la cabeza hacia atrás, mirando hacia el cielo en busca de respuestas que sabía que no encontraría allí.

—Yo también prefiero estar con este lago solitario y montaña vacía. Preferiría tomar una copa contigo —le dije, alzando la botella de vino en un brindis silencioso a la soledad compartida.

El vino de llama verde brillaba en la penumbra, y mientras lo servía, la luz de la luna se reflejaba en su superficie, prometiendo un momento de paz en medio de la tormenta que se avecinaba.

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