El destino en muchas ocasiones tiene cosas planeadas para nosotros los mortales, llevándonos a caminos diferentes. La vida de Aisha cambió para siempre al día siguiente.
Se dirigió a su cita de todas las tardes en el restaurante de Amina. Pero en él no encontró a ninguna de las otras aprendices sino a los soldados del Valí quienes le impidieron la entrada bruscamente. Aisha gritó llamando a su amiga, así que la bayadera les suplicó que la dejaran despedirse. Quizás logró mover una fibra de compasión en los hoscos guardias que se lo permitieron.
—No te preocupes, Aisha, estaré bien. Pronto me encontraré en el paraíso al lado de Alá. Talvez me conviertan en una hermosa hurí. Sigue practicando, tienes talento.
Las dos amigas se abrazaron y se despidieron para siempre. Aisha nunca volvería a ver a Amina, a quien el Valí ambicionaba desde hacía años y tal parece que había decidido finalmente traicionar el último deseo de su padre.
Aisha regresó a su hogar compartiendo la noticia con Nasradán y sumida en llanto. El anciano sabio estaba tan indignado que ese día habló con todos los visitantes de la Biblioteca y a todos los fieles de la mezquita y con todos aquellos que se topó ese y los venideros días. Algo muy peligroso.
El Valí escuchó desde su trono los rumores de las prédicas del viejo Nasradán contra él. Era un hombre cruel y malvado, pero no era tonto, así que ignoró las sugerencias de su capitán de arrestar y ejecutar al sabio.
—No —dijo— llevar al viejo a juicio sería darle una vitrina para que me denigre más. Creo que hay una opción mejor. Ordena a tus hombres que lo maten, culparemos a algún criminal por su muerte y lo ejecutaremos en la plaza.
—Sí, señor.
—Ah, y una cosa —sonrió malévolamente el Valí—, su nieta, es muy hermosa. Tráemela viva.
Uno de los soldados del Valí había sido educado por el sufí Nasradán cuando era niño y guardaba aun un profundo cariño por aquel hombre, así que al enterarse de los planes del Valí corrió secretamente a advertirles.
Nasradán estaba muy angustiado al enterarse del destino oscuro que se cernía sobre su nieta, además de que se sentía culpable por provocarlo. Pero no sabía que hacer. Cuando Aisha llegó esa noche Nasradán y el soldado rebelde le contaron todo. Entonces Aisha rompió su palabra confesándole donde estaba yendo todas las noches y con quien.
Nasradán y Aisha, con ayuda del soldado rebelde, llegaron hasta las cuevas donde se ocultaba Omar. Sin embargo el lugar parecía desierto.
—Debe habernos visto llegar a lo lejos en nuestros caballos y escapó —aseguró el soldado.
—¡OMAR! ¡OMAR! —llamó Aisha desesperadamente. Pero no obtuvo respuesta y derramó amargas lágrimas.
—Rompiste tu palabra —le reclamó Omar emergiendo de entre un despeñadero cercano y apuntándoles con un arcabuz.
—¡No es lo que parece! —clamó Aisha, y procedió a explicarle la situación.
Omar comprendió y bajó el arma que colocó en su cinto.
—En dos días un barco del capitán Samir vendrá por mí en la costa. Si logramos llegar allí sin ser detectados, nos ayudarán a escapar.
Decidieron que era lo mejor. El soldado se quedó atrás ya que no tenía razones para dejar su puesto bien pagado pues no sospechaban de él pero les ayudaría haciendo que los hombres del Valí siguieran una pista falsa hacia la dirección opuesta asegurando que se la había dado un pordiosero de la plaza.
Entre tanto, Omar, Aisha y Nasradán escapaban por el desierto disfrazados de beduinos sobre camellos…
Omar fue bien recibido por Samir con quien le unía una entrañable amistad. Acepto llevar al anciano y a la adolescente a puerto seguro lejos de las malvadas maquinaciones del Valí.
El barco arribó a las costas de la exótica India, en ese entonces bajo dominio del Imperio mogol. Musulmanes también pero separados del Imperio otomano y por tanto, donde Nasradán estaría seguro. El Sultán mogol le debía algunos favores a Samir así que se le encontraría en la concurrida ciudad de Calcuta un hogar como director de la biblioteca local, si bien Nasradán debería aprender la lengua local, ya hablaba sánscrito y pali, idiomas en que estaban escritos la mayoría de valiosos textos.
Pero conforme se asentaba en lo que sería su nuevo hogar Nasradán pudo reconocer la tristeza en los ojos de Aisha y entender las intenciones en su corazón. Lo que le partió el propio.
—Quieres irte con ellos ¿cierto? —le preguntó. Aisha se mordió el labio, pero asintió. Nasradán suspiró.
—Sé que hubieras esperado más de mí que ser una pirata pero…
—Estoy tan orgulloso de ti como el primer día que te encontré en medio del desierto siendo cargada por un camello. Recuerda que siempre seré tu abuelo y te amaré igual.
Nasradán y Aisha se abrazaron, tras lo cual se despidieron y Aisha partió con los piratas convirtiéndose así en miembro de la tripulación y siendo entrenada bajo la tutela (y los ocasionales amoríos) de Omar.
Y los años pasaron. Samir fue convertido en corsario del Imperio otomano lo que significaba que tenía la venia del Sultán siempre que no atacara embarcaciones turcas o de sus aliados, siendo sus blancos predilectos los españoles. Recién después de una brutal contienda naval sobrevino su nueva misión.
—¿Rumbo, Capitán? —preguntó Omar a Samir mientras veían los últimos vestigios de los barcos destruidos hundirse lúgubremente entre las aguas saladas y burbujeantes cercanas a las costas mediterráneas.
—¿Rumbo, Capitán? —preguntó el contramaestre, un negro tunecino de dos metros.
—Hacia España —anunció—, al encuentro con los mudéjares.
La flota pirata atravesó por medio de intrincados recovecos y sinuosos acantilados hasta llegar a una secreta costa en la ladera escondida de las inescrutables montañas andaluces. Era de noche pero un fuego les alertaba la presencia de sus aliados desde las arenas de la playa, así que anclaron cerca y bajaron en buen número dentro de sus lanchas cargando pesadas cajas.
—Salam —dijo el capitán Aruj bajándose de la lancha y ayudando a arrastrar la lancha hasta la playa donde lo esperaban varios moros.
—Wa’alaykum assalam —respondió uno de los mudéjares desde la playa para luego estrecharle el brazo al pirata. —Me alegre volverle a ver capitán Aruj.
—Igualmente, Mulá —respondió cortésmente el bucanero— les hemos traído lo prometido —y al decir esto dos de sus hombres, uno negro como el ébano pero muy musculoso y además ataviado con turbante blanco, y el propio Omar, cargaron una de las cajas hasta la arena y la abrieron de un golpe dejando salir provisiones de alimentos, medicinas y, sobre todo, una amplia gama de armas. —Que Alá los ayude en su lucha contra los infieles.
—Ishalá —respondió quien parecía ser el líder mudéjar. Nuevas lanchas traficando las clandestinas provisiones llegaron hasta la costa, en una de las cuales viajaba Aisha.
—¿Hay pasajeros?
—Sí —respondió el Mulá señalando hacia una veintena de familias musulmanas que esperaban nerviosas cerca de la orilla y sosteniendo sacos donde guardaban sus escasas pertenencias.
—Pues que suban. No tenemos muchos lujos pero estarán cómodos mientras los llevamos a Túnez.
Entonces algunos de los piratas ayudaron a las mujeres, niños y ancianos a abordar los botes rumbo a los navíos, así como daban palabras de aliento a los hombres jefes de las familias.
—Mulá, talvez estas personas puedan ayudarme a rescatar a mi hermana —murmuró un joven muchacho al oído del clérigo, este lo acalló con un gesto manual.
—No sigas importunando con eso. Estos valientes hombres ya han hecho más que suficiente.
Pero las palabras del joven llegaron hasta oídos de Aisha quien, curiosa, pregunto:
—¿Qué le sucedió a tu hermana?
—Fue tomada prisionera por el Marqués de Vorja, el señor feudal de nuestra morería y su destino es incierto. Nadie sabe lo que le pasa a las mujeres que se lleva el Marqués porque nunca regresan.
—Pues cuenta con mi ayuda.
El muchacho la observó con una sonrisa cortés pero a la vez escéptica. ¿Una mujer? ¿Qué podía hacer?
—Si te quedas acá —le dijo Omar— pues deberé hacerlo yo también.
—Sabes bien que no necesito tu ayuda —desdeñó ella con tono firme.
—No, pero ellos sí y dos espadas son mejores que una.
Aisha silenció sus réplicas.
—Nosotros debemos ir a reunirnos con los emisarios del Sultán —les dijo el capitán Samir— aunque desearía poder ayudarles.
—No se preocupe, Capitán —respondió Omar estrechándole la mano— parta sin demora que ya nos las arreglaremos.
—Bien. Dentro de exactamente un año estaremos de regreso a esta costa así que espero verles para poder llevarles de vuelta.
—Con la ayuda de Alá así será, hasta pronto.
Y dicho esto Omar y Aisha se separaron de los piratas berberiscos que regresaron a sus embarcaciones.
—¡Muchas gracias! —exclamó el muchacho— ¿Cuáles son los nombres de a quienes debo agradecer su ayuda?
—Yo soy Omar y ella es…
—Mi nombre es Aisha.
—Bien, chico —le dijo Omar mientras caminaban hacia las carretas que transportaría las provisiones y el arsenal traído por los piratas berberiscos para los rebeldes mudéjares— ahora explícanos bien la situación…
Andalucía, España, 1567 (diez años antes).La Reconquista había acontecido hacía muchos años ya y el tiempo en que los musulmanes gobernaban la mayor parte de España estaba prácticamente olvidado. Recuerdo incómodo de esta época eran los mudéjares, campesinos musulmanes muy pobres dedicados casi completamente a la agricultura y al servicio de señores feudales que los explotaban cruelmente. Aunque por algún tiempo se les permitió practicar su religión, hablar su lengua y preservar sus costumbres mientras se mantuvieran rigurosamente aislados de la población hispana católica, en las mentes de los poderosos se fraguaba ponerle fin a esto.Abdul, de entonces 11 años, creció en una de las denominadas morerías andaluces al lado de sus padres y hermana menor. Como los otros mudéjares, vivían en rudimentarias caba
Los rebeldes mudéjares se refugiaron en las inescrutables montañas andaluces, viviendo en sus entrañas cavernosas o entre los claros de sus boscosos y tupidos parajes. Abdul fue bien entrenado por Humeya en persona quien le enseñó a usar la espada y la cimitarra, a disparar con las armas de fuego y con arcos y ballestas, así como el combate cuerpo a cuerpo.Ambos forajidos se encontraban sumidos en un duelo de esgrima utilizando sus características cimitarras bajo la luz de la luna llena. Rodeándolos se localizaban los aguerridos camaradas que conversaban ante la fogata, otros cuantos oraban y algunos se dedicaban a entrenar disciplinadamente. Sólo los vigías se mantenían alertas y previsores, al menos hasta que llegara el momento de ser sustituidos.El tintineante entrechocar de los sables y la prestancia en la que ambos se desenvolvían llamó la atención
—Tras ello me dediqué a investigar sobre el Marqués —afirmó mientras recorría los senderos boscosos con sus dos nuevos aliados— y parece que el Marqués ya desde hace muchos años solía recolectar muchachas jóvenes entre sus vasallos, pero nadie sabe qué les hace, sólo que nunca se les vuelve a ver.—¿Y esto no ha provocado la ira popular? —preguntó Aisha molesta.—Usualmente secuestra gitanas, judías, moriscas o mendigas. Mujeres que no le importan a las autoridades, cuidándose de nunca tocar una mujer cristiana, mucho menos de la nobleza.—Bueno —adujo Omar— habrá que ponerle fin a la maldad del Marqués.Pero algo les interrumpiría en su misión. Súbitamente tres cuerdas brotaron de entre los arbustos que los franqueaban terminadas en un lazo y los
—¡Despiértate ya! —le dijo una mujer que lo zarandeaba de un lado a otro. Abdul se despertó aturdido y semidesnudo bajo las sábanas. Se encontraba sobre la cama y dentro de un carruaje gitano. Quien lo empujaba era su amante, Milena, una guapa gitana de 20 años y de cabello castaño largo y rizado, que ataviada con una blusa blanca y una larga falda roja, así como un grueso cinturón y un chaleco. Se conocieron meses atrás cuando él la salvó del maléfico Marqués de Vorja.—¿Qué sucede? —preguntó él.—Pues que unos soldados españoles andan preguntando por ti.—¿¡Por mí!? —respondió Abdul alarmado y alertándose de inmediato.—Bueno, no por ti específicamente, no eres tan importante, pero andan preguntando si hay moros dentro
En la ciudad de Granada se iba a realizar una ejecución pública en nombre del Rey para ajusticiar así a los monfíes rebeldes, uno de los últimos reductos de moros insurrectos que habían sido sofocados. El verdugo preparó los tétricos cadalsos donde serían ahorcados al salir el sol.El carcelero que los custodiaba era un sujeto gordinflón y feo, de barba a medio cortar y chimuelo. Se recostaba a tomar vino de una botella todo el día en una mesa al lado de las celdas donde estaban hacinados y amontonados los moros.—¿Es usted el celador? —le preguntó una voz femenina. El adormilado guardia levantó la mirada de mala cara, como siempre, pero al ver a la hermosa mujer frente suyo, que tenía un atractivo traje de odalisca dejando ver sus rebosantes y redondos pechos, los hombros descubiertos y el cabello suelto se quedó allí, absorto,
Una persona fuerte no es aquélla que tira al suelo a su adversario. Una persona fuerte es la persona que sabe contenerse cuando está encolerizada.Mahoma Dos flotas se enfrentaban mutuamente en una encarnizada batalla naval. Uno de los bandos lo conformaban los navíos reales de España y consistía en cinco buques de guerra fuertemente armados con cañones y acabados de fina hechura que enfrentaban con saña a cuatro galeones pertenecientes a piratas berberiscos. Desde los acantilados de la costa era posible ver como las fuerzas de ambos combatientes se disparaban ruidosas balas de cañón que astillaban los cascos y cubiertas o destrozaban los fuselajes de sus naves rivales.Dentro de los barcos piratas podía verse a los aguerridos marineros confrontando a sus enemigos en medio del terrible bombardeo. Pesadas balas de cañón irrumpí
Nasradán era un viejo y sabio místico. Un derviche sufí que gustaba de realizar extensas caminatas por el desierto para meditar quietamente en las inmediaciones abrumadores y solitarias de antiguas civilizaciones y de las interminables dunas arenosas entre cuyo silencio le parecía escuchar a Alá.Esa ocasión, al realizar sus oraciones de la tarde postrándose de cuerpo entero como estaba prescrito, a sus ancianos oídos llegó el llanto de una criatura. El místico se levantó del piso, se cubrió mejor del candente sol con la capucha que utilizaba sobre su turbante de manta, y se asió fuertemente de su largo bastón para poder caminar con relativa facilidad hacia el origen del ruido.Cerca de un verdoso oasis desértico donde cristalina agua emergía de un pozo y una serie de ramajes y árboles frutales productores de dátiles recubrían
Aisha volvía todos los días a su hogar antes de ser descubierta, pero ese día se distrajo cuando en la plaza central se escuchaba el bullicio de una multitud hablando y los soldados otomanos vociferando. Aisha se coló entre la multitud y observó a los solados que sostenían a un joven de unos veinte y tantos años encadenado. Era un muchacho apuesto y simpático, de rasgos árabes y una bien recortada barba de candado. El capitán de la guardia imperial, un viejo y curtido turco de larga barba y un ojo cicatrizado, dio una declaración a todo volumen:—Este hombre es Omar Ahmed Mahmud Ibn Farad, conocido simplemente por el nombre de Omar el Aventurero, afamado bandido y pirata. Por orden del Valí de Bagdad y la autoridad investida en él por el Sultán del Imperio Otomano, se le condena a cien latigazos y cadena perpetua en las mazmorras.Aisha escuchó los