Sin euda

El reloj marcaba las doce del mediodía.

El bullicio propio de un salón de clases lleno de estudiantes jóvenes y hormonales le despertó de su plácido sueño. Uno de sus compañeros se río de él, otro recogía sus cosas a toda velocidad. Era viernes, un viernes soleado y con una brisa refrescante, un día ideal, en sus jóvenes mentes, para ir al parque a embriagarse, jugar barajas y reírse de los demás. Sin embargo, ese día él no los acompañaría.

—¡Cartagena! —Escuchó que le llamaban—. ¿Vas a acolitar en esa nota?

—Sí, mija. —Respondió, desperezándose—. Vamos a comprar unas papas y de uvas a donde esos manes.

El sol le hirió los ojos cuando salieron del salón. Un río de estudiantes circulaba por el patio central, concentrados en sus conversaciones, satisfechos porque por fin era viernes. Un nuevo semestre comenzaba y los ánimos y ansias de hacer las cosas bien todavía se respiraban en el aire. Su compañero se posicionó a

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