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Fingir hasta que funcione
Fingir hasta que funcione
Por: MD WRITE
Capítulo uno: "Dos días después"

La habitación estaba sumida en un silencio asfixiante, de esos que pesan en el pecho y transforman el tiempo en una tortura. ¿Un silencio puede doler? Mi mente decía que no, pero mi corazón se empeñaba en contradecirlo. Las lágrimas seguían cayendo en cascada por mis mejillas, calientes al principio, hasta que se enfriaban al deslizarse por mi cuello. No había sollozos, solo una lluvia lenta y constante, como esas tormentas inesperadas que calan hasta los huesos.

El tic-tac del reloj de la pared resonaba con una insistencia desesperante, como si me retara a mirar la hora. Me resistí, pero al final mi mirada cedió.

“12:07 a.m.”

Dos días. Dos días desde que mi vida dejó de ser mía. Desde que mi compromiso con un desconocido fue anunciado, sellando mi destino con un nombre que apenas puedo pronunciar sin sentir náuseas.

Me encogí sobre la cama, abrazando con fuerza la fotografía que tenía presionada contra mi pecho. El marco de madera se clavaba en mis dedos, pero no aflojé el agarre. Tal vez esperaba que al exprimirla, los recuerdos felices de aquella imagen se filtraran en mi corazón. Lágrimas nuevas escaparon, implacables.

“Quisiera que alguien irrumpiera aquí con cualquier excusa absurda: que la boda se canceló, que todo esto fue un error... que puedo volver a ser libre.”

De nada sirve una mansión llena de lujos y empleados. De nada sirve una familia con apellido de peso. ¿De qué me sirve todo esto si no hay nadie que pueda salvarme?

Mis pensamientos se apretujaban, uno sobre otro, sofocándome. Mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta, pero había algo que tenía claro:

No quiero esto. No quiero casarme.

Un golpe suave en la puerta rompió mi espiral de desesperación.

—Señorita Min, la reunión está a punto de comenzar. —La voz tranquila de Kai, el asistente de mi padre, se filtró a través de la madera tallada de la puerta.

Me levanté con un suspiro pesado. El movimiento me costó, como si mi cuerpo se negara a cooperar. Dejé la foto sobre mis piernas juntas y la miré con una sonrisa amarga. Era de nuestra familia en el aniversario 28 de mis padres. Ellos siempre celebraban su amor “a lo grande”. Me preguntaba si era verdad, si alguna vez ese amor fue real.

—Los extraño así… —murmuré, con la voz rota, mientras deslizaba mis dedos sobre el cristal que protegía la fotografía.

Coloqué el retrato sobre la mesita junto a mi cama y miré mi reflejo en el espejo del tocador.

Destruida. Esa era la palabra que mejor me describía. Mi madre diría que estoy exagerando, que esto no es más que un matrimonio, un trámite. Pero para mí, era la prisión de toda una vida.

Fui al baño y encendí la tenue luz. El espejo me devolvió una imagen desalentadora: ojos hinchados, mejillas rojas y cabello enredado. Cepillé mi cabello lentamente, como si ese acto rutinario pudiera armar las piezas rotas de mi interior.

El frío del piso me hizo estremecer mientras caminaba hacia la puerta. Mi delgada pijama no ayudaba. Me detuve un instante frente a la entrada del estudio, esa gran sala donde las decisiones siempre parecían más importantes que las personas.

Empujé la puerta, decidida.

El aire pesado del lugar me envolvió. Frente a mí estaban los Pohl. La señora Grace, con su porte impecable, me observó con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Su cabello perfectamente peinado y su maquillaje meticuloso eran casi intimidantes. A su lado, Richard Pohl, serio y de expresión severa, parecía una estatua de mármol.

No había rastro de su hijo. ¿También lo habrían obligado a este matrimonio?

Me senté en una silla lejos de todos, dejando que mis ojos vagaran hacia los rostros familiares: mi padre, firme y autoritario, y mi madre, siempre elegante, aunque sus manos temblorosas la traicionaban. Sofía no estaba allí; probablemente trabajando para mantener la imagen perfecta que siempre espera de ella.

—Tenemos una amenaza económica, y debemos tomar una decisión ahora. —La voz de mi padre cortó el silencio como una navaja.

Richard suspiró, pasándose la mano por la mandíbula. —La magnitud de esto es insostenible. Min Wines está cayendo demasiado rápido. Marion no solo quiere controlarnos, quiere destruirnos.

Marion Vil. El nombre se sentía como una maldición en el aire. El hombre que había fusionado nuestras empresas, solo para tomar ventaja de la rivalidad entre mi padre y los Pohl. Ahora, parecía que su ambición iba más allá de los negocios.

—Si unimos las empresas y las familias, podemos resistir. Marion no podrá monopolizar el mercado de lujo. —La voz de Grace resonó firme, aunque sus ojos buscaban apoyo en los de mi padre.

Mi corazón se encogió al escuchar a mi padre ordenar:

—Kai, prepara la boda lo antes posible. No podemos permitirnos fallar.

—Sí, señor. —Kai salió rápidamente, sin mostrar emoción.

Mi garganta se secó, y la habitación pareció dar vueltas. Sentí el peso de las cadenas que acababan de cerrar sobre mí. Mi vida había sido negociada.

Me quedé sentada, inmóvil. Mi mente repetía como un mantra: Esto no es justo. No es justo. No es justo.

Sabía que esta noche marcaría un antes y un después en mi vida. Pero lo que no sabía era que la tormenta apenas comenzaba.

Dos Días Atrás...

Bajé las escaleras con una mezcla de nervios y resignación. Sofía había sido insistente: “Tienes que bajar al estudio de papá. Es importante”.

Su tono me había inquietado, y la única idea que rondaba en mi mente era la más temida: el divorcio de mis padres. Aunque era una posibilidad que había considerado antes, no estaba preparada para enfrentarla.

El pasillo hasta la última puerta negra se sentía eterno. Pesada y monumental, esa puerta parecía la entrada a un destino que no deseaba enfrentar.

—Bienvenida, señorita —dijo Kai, abriéndola apenas me vio. Su gesto amable no me ofreció consuelo, pero le sonreí con cortesía mientras cruzaba el umbral.

Al entrar, la sensación de incomodidad me golpeó de inmediato. Todas las miradas se posaron en mí, como si evaluaran cada detalle de mi ser. Era un juicio silencioso, pero devastador.

Qué incómodo, pensé mientras buscaba un lugar para sentarme, esquivando los ojos que seguían clavados en mí.

La sala estaba llena de tensión. Mi madre, mi padre y el abogado de la familia estaban reunidos. Había algo solemne en la manera en la que mi madre respiró profundamente antes de hablar. Sentí que las palabras que iba a decir cambiarían mi vida para siempre.

—Lylah, cariño… —dijo con una dulzura que me resultó extraña, casi inquietante. Su uso del diminutivo no era algo común en ella.

Algo está mal.

—Sabes que las cosas han estado difíciles para nuestra empresa últimamente —continuó. Su tono era suave, pero estaba cargado de preocupación.

Asentí, aunque mi estómago se contrajo. Sabía que los problemas económicos de la empresa eran graves, pero no hasta el punto de que mi madre lo abordara así. Algo más estaba ocurriendo.

—Si no solucionamos esto pronto, miles de trabajadores perderán sus empleos. Estamos al borde de la quiebra, y nuestros socios están a punto de retirar sus inversiones —hizo una pausa, buscando mis ojos, como si quisiera asegurarse de que comprendía la gravedad del asunto—. Nos iremos a la ruina, Lylah. Como empresa y como familia.

La última frase resonó en mi mente. Era la primera vez en más de cuarenta años que la prestigiosa Min Wines enfrentaba una situación tan crítica. Y aunque todo eso sonaba desolador, nada me preparó para lo que dijo después.

—Hemos encontrado una solución —dijo al fin, como si le costara soltar las palabras—. El hijo mayor de los Pohl, Daylon, ha aceptado casarse contigo.

Mi mundo se detuvo.

—Cuando lo hagan, se activará la herencia que tu abuela te dejó, y con ese dinero, podremos salvar nuestras empresas.

Me quedé inmóvil, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Las palabras rebotaban en mi cabeza como un eco interminable. ¿Casarme? ¿Daylon Pohl? ¿Herencia? Esto tiene que ser una broma.

Mi padre intervino, su tono más autoritario que nunca:

—Es la única forma de salvar nuestra empresa, Lylah. No hay otra opción.

—¿No hay otra opción? —repetí, incrédula, mientras un torrente de emociones comenzaba a inundarme. Rabia, incredulidad, tristeza.

Miré a Sofía buscando apoyo, pero su rostro era una máscara de indiferencia. Por supuesto, pensé. Ella no iba a intervenir. Ella siempre estaba del lado de ellos.

Entonces, como si una chispa se encendiera en mi cerebro, una solución me pareció evidente.

—¡Casemos a Sofía! —dije con firmeza, casi triunfal, mirando a todos en la sala. Ella es la mayor, la responsable. Es lo lógico.

—¡Ah, no, no, no! —respondió Sofía rápidamente, levantando las manos como si se estuviera defendiendo de un ataque—. Yo no puedo casarme.

—Eres la mayor, Sofía. Es tu responsabilidad. Tú deberías casarte con ese tal Daylon.

—Estoy saliendo con Yun —soltó, con un tono teatral y una mirada desafiante—. ¡Nos casaremos pronto!

—¿Yun? —repliqué, incrédula. Su mejor amigo. Claro. Todo era una excusa para salir ilesa. La miré con el ceño fruncido mientras ella se encogía de hombros, fingiendo culpa.

Me puse de pie de golpe. La indignación hervía en mi pecho.

—¿Cómo pueden hacerme esto? —mi voz salió temblorosa, cargada de rabia y desamparo—. ¿Cómo pueden decidir mi futuro sin siquiera preguntarme?

Las lágrimas comenzaron a caer. Era un torrente incontrolable que ardía en mis mejillas. Mi madre dio un paso hacia mí, pero retrocedí antes de que pudiera abrazarme.

—Lylah, cariño… Lo estamos haciendo por ti. Para asegurarnos de que tengas un futuro seguro.

Me reí, amarga, casi histérica.

—¿Un futuro seguro? —mi voz temblaba, cargada de sarcasmo—. ¿Casada con un hombre que ni siquiera conozco? ¿Eso es lo que quieren para mí?

Mi padre se levantó entonces. Su figura imponente llenó la sala.

—¡Lylah, basta! —rugió. Su voz resonó como un trueno—. No hay más que hablar. Te casarás con Daylon Pohl. Y punto.

Mi corazón se detuvo. Mi padre rara vez gritaba, pero cuando lo hacía, su palabra era ley.

Lo observé abrir la puerta dispuesto a irse, pero antes de salir, se giró hacia mí.

—No hay opción, Lylah. Haz lo que se te ha dicho.

El estruendo de la puerta al cerrarse fue como un golpe que retumbó en mi pecho.

Me derrumbé en el sofá, llorando desconsoladamente. Era oficial: mi vida no me pertenecía. Todo había sido decidido por ellos.

Incluso mientras las lágrimas seguían cayendo, una parte de mí entendía la verdad. No importaba cuánto protestara. Al final, siempre sería lo que mi padre dijera.

Porque esa era la regla. La única regla en esta familia:

Si papá lo dice, se hace.

Me casaré con un desconocido… Y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

Por esto detesto los negocios de mi familia: siempre estaban antes que todo y todos. Al parecer, podían encontrar una solución para la quiebra inminente de las empresas, pero no para la salud emocional de su hija menor. Prioridades, ¿verdad?

Estaba harta. Comenzar una discusión no era lo más inteligente, pero vamos, ¿qué más podía hacer? ¿Quedarme callada? no estaba en mi ADN. Además, ¿casarme tan pronto? Ni siquiera he logrado mantener una planta viva, ¿cómo esperan que maneje un matrimonio?

—Kai puede encontrar soluciones a tus órdenes, pero nadie puede buscar otra que no sea casarme con alguien que no conozco —solté, alzando la voz mientras el silencio llenaba la sala. Mi padre me miró con recelo, claramente rezando porque no dijera una palabra más.

—El tema ya está cerrado. ¡Eres mi hija, Lylah! —me gritó, en ese tono "final del universo" que siempre usaba. —¡No actúes como si no me importaras! —su voz se quebró un poco, pero siguió gritando. Qué teatral.

—No es momento para pelear. Todos estamos un poco alterados —mi madre intervino con su tono de paz mundial, agarrando la mano de mi padre como si eso pudiera calmarlo. Spoiler: no lo hizo.

—¿No hablar del tema? ¿Por qué se comportan como si estuvieran en una mala telenovela? —mi voz se salió de control, junto con mi paciencia. En mi cabeza ya visualizaba un portazo dramático al salir.

—¡¿Por qué te sigues comportando como una niña?! —gruñó mi padre, golpeando la mesa con un gesto digno de película. —Lylah, tienes 23 años. El mundo no es tu burbuja de fantasía. ¡Hago esto para protegernos, para protegerte!

Ah, sí, ahí estaba: el clásico discurso de "eres inmadura" mezclado con "yo sé lo que es mejor para ti". Un combo infalible.

—Pues no lo hagas más —respondí firme, cruzándome de brazos. —Ya no quiero que me protejas de esa forma.

Mi padre suspiró, claramente agotado de lidiar conmigo, y arrojó unas llaves a la mesa con un gesto de frustración.

—Los señores Pohl han comprado un departamento. Vivirás ahí con tu esposo —anunció, señalando las llaves como si acabara de lanzar la bomba del año.

¿Es en serio? ¿Vivir con él? ¿Esto era mi vida ahora? ¡Dios, dame paciencia porque fuerza ya no tengo!

—Es un apartamento amplio y cómodo. Lo elegí personalmente —dijo mi madre con la serenidad de quien no acaba de destruir la vida de su hija. —Sabemos que es difícil para ambos, pero debe verse real ante los ojos de todos. Así avanzaremos rápidamente.

La señora Grace, madre de Daylon, intervino con su diplomacia imbatible:

—Mi hijo es un buen hombre y está al tanto de todo. Te pido disculpas por esta situación.

¿Disculpas? ¿Qué sigue, una tarjeta de "Lo sentimos por forzarte a un matrimonio por contrato"? ¡Perfecto para las fiestas!

Kai entró abruptamente, haciendo que todos voltearan. Su entrada fue tan ruidosa que hasta mi padre, que estaba en modo dictador, se sobresaltó.

—Ya estamos trasladando las cosas de la señorita Lylah a su nuevo hogar —anunció, tan tranquilo como quien habla del clima. —Solo faltan las llaves para instalar todo.

¿Mis cosas? ¿Qué cosas? Miré a mi padre, que con toda la calma del mundo tomó las llaves de la mesa y se las entregó. ¿Cuándo hicieron todo esto, mientras yo dormía?

Salí corriendo hacia mi habitación, esquivando como ninja a un grupo de personas que llevaban cajas y muebles. Cuando llegué, me congelé.

Vacío.

Mi cuarto estaba completamente vacío. Ni ropa, ni zapatos, ni libros. Incluso las cortinas parecían más desoladas. Mi cama estaba ahí, pero sin rastro de que yo alguna vez existí en ese espacio.

Lágrimas ardieron en mis ojos, pero las limpié con un gesto rápido. Era oficial. Me iba a casar. Y no había vuelta atrás.

Querida yo,

Se jodió todo.

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