Capítulo8
—¡Ah, sí! —se limitó a responder María, visiblemente sorprendida.

Mientras tanto, Laura examinaba la habitación desconocida.

Todo lo que veía era completamente gris: las paredes, el suelo, e incluso la cama eran de esa tonalidad.

Aunque la habitación era simple y elegante, también tenía un toque de lujo.

Laura suspiró aliviada, se puso las pantuflas y se dirigió al baño.

Una vez allí, observó que aquel pequeño cuarto estaba decorada en los mismos colores que la habitación: suelo gris y bañera blanca. En definitiva, nada sorprendente.

Después de llenar la bañera con agua caliente, se sumergió en ella, lo cual le proporcionó un poco de calidez a su cansado cuerpo.

Suspiró de nuevo, recostándose en la bañera con los ojos cerrados.

No salió de la bañera, hasta que no sintió que el agua se había enfriado. Se puso de pie y se colocó el albornoz que había dejado a un lado, colgado de un costoso perchero.

El albornoz era bastante grande, por lo que, a pesar de su metro sesenta y ocho de altura, este le llegaba hasta sus pies.

Al salir del baño, le echó un vistazo a la cama de matrimonio y se acercó al sofá, donde decidió recostarse y cerró los ojos.

Su intención solo había sido dormir una siesta, pero, por el contrario, se había quedado profundamente dormida.

Mientras Laura dormía en el sofá de la habitación, Diego se encontraba en la planta baja, en el momento en el que se oyó que alguien llamaba a la puerta, por lo que se apresuró a abrir.

Del otro lado, se encontraba Alejandro, quien le entregó dos bolsas, con la frente sudada.

Diego tomó las bolsas y cerró la puerta de un golpe, sin permitir que Alejandro pudiera decir absolutamente nada. Acto seguido, se encaminó hacia la planta superior, con ambas bolsas en las manos.

Al llegar a la habitación, comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave, por lo que la abrió con un ligero empujón de la mano.

Fue entonces cuando vio a la chica acostada en el sofá, con la cara sin maquillaje; parecía tan limpia.

Profundamente dormida, la joven no parecía tan fría como durante el día; parecía tan inofensiva.

Diego levantó la comisura de los labios, mientras se adentraba sigilosamente. Colocó las dos bolsas en un lugar al alcance de Laura, y luego se retiró en silencio, tras lo cual se dirigió a su estudio.

Esta vez, en lugar de encender la computadora, Diego tomó los documentos sobre Laura y los revisó una vez más.

Cuanto más leía, más le dolía el corazón.

«Es una chica tan hermosa, ¡pero ha sido cruelmente maltratada!»

—Laura, a partir de ahora, yo te protegeré. Solo necesitas seguir floreciendo con tu belleza —murmuró Diego.

Permaneció en el estudio hasta las diez de la noche.

Cuando regresó a la habitación, sus pasos eran tan ligeros como una pluma.

Diego, descalzo, acercó suavemente una silla junto a Laura y apoyó una mano en su barbilla, tras lo cual se dispuso a observar la dulce joven que dormía en el sofá con una sonrisa ligera.

Cuando su mirada cayó sobre el amplio albornoz de la chica, sus labios se curvaron involuntariamente hacia arriba.

Laura frunció el ceño, pero ese gesto solo hizo reír al hombre.

Laura abrió los ojos de repente, y su rostro reveló una profunda expresión de sorpresa, al ver aquel apuesto rostro tan cerca del suyo.

Se levantó rápidamente, encontrándose con la profunda y oscura mirada del hombre.

—¿Dormiste bien? —preguntó Diego con indiferencia.

Laura asintió incómoda, mirando su albornoz, con el rostro ligeramente sonrojado.

—En el baño... solo había este albornoz —se explicó con nerviosismo—. No me puse el tuyo a propósito...

Con una sonrisa, Diego señaló dos bolsas que había dejado junto a ella.

—Son para ti. Ve y cámbiate.

Laura asintió y, al levantarse, tropezó y se inclinó hacia adelante.

A punto de caer, extendió la mano instintivamente, pero, al segundo siguiente, cayó en un abrazo cálido y desconocido.

Diego sujetó ágilmente la delicada cintura de la chica, atrayéndola hacia sí. Observó el rostro sonrojado y los ojos nerviosos de Laura, y no pudo evitar reír suavemente.
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