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Alonzo Wang caminaba por los pasillos del hospital con pasos pesados, sintiendo cómo cada fibra de su ser se tensaba con cada paso.Su rostro era una máscara de indiferencia, pero su mente era un torbellino.Cuando llegó frente a la sala de incubadoras, se detuvo. Su mirada se clavó en la diminuta figura que yacía dentro de la cápsula de cristal.Ahí estaba el bebé.Tan pequeño. Tan frágil. Tan amoratado que parecía más un ser a medio formar que un niño con una vida por delante.Se quedó inmóvil, observándolo como si fuera una criatura desconocida.No sintió ternura ni amor. No sintió el impulso de tocar el vidrio y susurrarle promesas de protección. Solo un abismo vacío dentro de él.«Debería sentir algo. Debería amarlo como un padre ama a su hijo.»Pero no podía.Respiró hondo y cerró los ojos con fuerza.Su mente lo llevó al pasado, a otro hospital, a otro niño en sus brazos. A la primera vez que cargó a Benjamín.Su hijo. Su niño hermoso, con sus mejillas sonrosadas y su risa suave
Alonzo rasgó el sobre con furia contenida. Kristal sintió que su mundo se desmoronaba.El terror la paralizó.—¡Alonzo, por favor, no lo leas! —suplicó, su voz temblorosa, su corazón palpitando con fuerza en el pecho.Pero era demasiado tarde.Sus dedos apretaban el papel con desesperación mientras él devoraba cada palabra con la mirada.Entonces, su rostro cambió.Se oscureció de una manera que jamás había visto. Su mandíbula se tensó, sus ojos se volvieron dos pozos de rabia pura.—¡Mentirosa! —bramó como un animal herido, su voz retumbando en las paredes—. ¡No solo me hiciste odiar a Roma con tus malditas mentiras, sino que ahora descubro que la verdadera zorra eres tú!Kristal retrocedió, aterrorizada.—Alonzo… —su voz se quebró cuando él se acercó con pasos amenazantes.El primer golpe la tomó por sorpresa.La fuerza de la bofetada la lanzó al suelo.Sintió un ardor punzante en la mejilla y un dolor profundo en el vientre. Su cicatriz de la cesárea protestó con una punzada aguda
Al día siguienteCuando Roma despertó, sintió la calidez del sol filtrándose por las cortinas.La luz dorada acariciaba su piel, pero lo que realmente la despertó fue la intensa mirada que la observaba con devoción.Abrió los ojos lentamente y encontró a Giancarlo inclinado sobre ella, su rostro sereno, pero con esa chispa de intensidad en la mirada.—¿Qué tanto me ves? —preguntó con una sonrisa somnolienta.Giancarlo le acarició una mejilla con la yema de los dedos, como si estuviera tocando algo frágil y precioso.—Lo hermosa que estás —murmuró con voz grave—. Eres la mujer más hermosa que he visto… Y bien, ¿qué antojo tiene mi amada esposa esta mañana?Roma parpadeó, desconcertada.La pregunta la tomó por sorpresa, y de inmediato, un recuerdo del pasado la golpeó como una bofetada helada.Cuando estuvo embarazada la primera vez, antes, jamás pudo expresar sus antojos. Si alguna vez lo intentó, Eugenia se burló de ella, diciendo que eran caprichos ridículos y falsos, una forma absurd
Giancarlo ajustó la corbata mientras salían del hospital.La mano de Roma descansaba sobre su brazo, pero su mente estaba en otro lugar.Desde que habían escuchado los latidos de su bebé, ella había sentido una mezcla de felicidad y ansiedad.—Debo ir a la empresa —dijo él, besando su sien con ternura.Roma asintió.—Y yo debo ir pronto a la empresa Misuri. Quiero delegar la dirección a otro CEO.—¿Quieres retirarte por completo?—Sí, quiero concentrarme en mi embarazo y en mi familia.Él sonrió.—Eso me parece perfecto, pero sé que hay algo más. ¿Qué es lo que realmente deseas hacer ahora?Roma entrelazó sus dedos con los de él y, con un suspiro, susurró:—Quiero ir al cementerio.El semblante de Giancarlo se suavizó.—¿Quieres hablar con Benjamín?Ella asintió.—Sí, quiero contarle sobre su nuevo hermanito.Él besó su frente con ternura.—Bien, me dejarás en la empresa y después los guardias te llevarán al cementerio.Roma le dedicó una sonrisa agradecida antes de subir al auto.***
Roma había estado escuchando todo desde el cuarto de baño, y cuando aquella voz se volvió tan familiar, su corazón se detuvo por un instante.Abrió la puerta sin pensarlo, sus ojos se abrieron como platos al ver la escena frente a ella.Kristal, semidesnuda, caminaba hacia Giancarlo sin el menor atisbo de vergüenza.Sus pasos eran lentos, pero decididos, y la mirada que tenía, fija en él, era de desesperación.Roma sintió un escalofrío recorrerle la columna. No era solo la furia que esa imagen le causaba, sino una sensación mucho más profunda y desgarradora.—No puede ser... —murmuró Roma para sí misma, mientras su estómago se retorcía de incomodidad.Ella no dijo una palabra, solo entrecerró los ojos, mirando con intensidad a Kristal.Sabía que esa mujer estaba dispuesta a llegar tan lejos porque estaba al borde de la desesperación, un estado que podía llevar a cualquier cosa, incluso a lo inimaginable.Kristal intentó acercarse a Giancarlo, como si esperara que él la recibiera con l
Casi al anochecer, Kristal llegó al hospital con el rostro desencajado, la mente nublada por la angustia.Cada paso que daba hacia el lugar donde su hijo luchaba por su vida parecía pesarle más que el anterior, como si la gravedad de la situación la estuviera aplastando.La sala de espera era fría, vacía, reflejando la soledad que sentía en su pecho.Se sentó en una de las sillas, esperando el momento en que pudiera ver a su hijo.El reloj parecía burlarse de ella, su tic-tac resonaba en sus oídos, más implacable que nunca.Finalmente, la dejaron verlo, aunque no de la manera que ella había imaginado.Le informaron que su hijo, debilitado por el tratamiento, no podría ser tocado.Solo podía verlo a través del cristal, un muro frío que separaba sus corazones. El médico la miró con pesar.—El niño está muy débil, señora, no podrá cargarlo. Solo puede verlo a través del cristal. Su sistema inmune está extremadamente delicado —le dijo, la voz grave, sin consuelo.Kristal asintió, pero en
Casi a la medianoche, Alonzo Wang sostenía el vaso en la mano, observando las fotografías de Benjamín en silencio, mientras las imágenes de su hijo lo atormentaban como fantasmas de un pasado que nunca pudo recuperar.El alcohol corría por sus venas, pero no lo aliviaba. A cada sorbo, el dolor de su corazón crecía, como si el vacío que sentía nunca pudiera llenarse.El teléfono sonó, rompiendo la pesada quietud de la habitación. Con una mano temblorosa, Alonzo levantó el auricular, sin siquiera mirar el número.—¿Quién habla? —su voz sonaba ahogada, como si una gran carga pesara sobre su pecho.La respuesta del otro lado fue fría y distante.—Señor Wang, hablamos desde el hospital. Es sobre su esposa Kristal Wang. Su hijo acaba de fallecer… y ella…Alonzo interrumpió la llamada con un grito sordo.—¡Kristal ya no es mi esposa! ¡Y ese bastardo no es mi hijo! Si no saben qué hacer con él, ¡lancen su cuerpo a la fosa común! ¡Déjenme en paz! —gritó, y luego, con un movimiento brusco, colg
Los ojos de Roma se abrieron con rapidez, su corazón palpitaba frenéticamente en su pecho.Los gritos, agudos y desgarradores, resonaban en sus oídos como si su mente estuviera atrapada entre la pesadilla y la realidad.Se quedó inmóvil por un segundo, atrapada en la confusión, pero pronto supo que lo que estaba escuchando no era parte de su sueño. Era real.El aire a su alrededor parecía cargarse de tensión, y, en ese preciso momento, el sonido de los gritos se intensificó. Algo terrible estaba sucediendo.Roma se levantó de la cama con prisa, el terror se apoderó de su ser.—¿Roma? —La voz de Giancarlo la alcanzó, su tono entre preocupado y confundido.—¿Escuchas? ¡Algo malo está pasando! —respondió ella, la desesperación invadiendo sus palabras.Giancarlo intentó detenerla, pidiéndole que volviera a la cama, pero Roma no pudo quedarse quieta. La necesidad de entender qué estaba sucediendo la empujó fuera de la habitación.—¡Roma!Ella no lo escuchó, ya estaba descendiendo las escal