Un perdón sincero.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Sebastián una vez que estuvieron en su vehículo, alejándose rápidamente del hospitalario antes de que alguien notara la ausencia del paciente y diera la alarma.

—Continúa por ahí —señaló Anderson con voz débil, mientras extraía del bolsillo de su chaqueta un frasco de pastillas para el dolor que la enfermera, en un último gesto le había proporcionado antes de despedirse.

Con manos temblorosas, logró abrir el recipiente y tragó dos comprimidos sin agua, esperando que aliviaran pronto el dolor que sentía en cada uno de sus huesos maltratados.

—Ahora me tomas como tu chófer —reprochó con un tono que mezclaba irritación y resignación, mientras seguía las indicaciones de Anderson y giraba en la dirección señalada.

—Señor Arteaga, créame que, si pudiera manejar, tomaría el volante y no iría a esta lentitud —replicó Anderson con una sombra de humor negro en su voz quebrada, enfatizando que la situación actual no era precisamente su elección prefer
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