— Mi querida Dinora ¿Y qué me dices tú? —le preguntó Carlos, acentuando su tono de sarcasmo, acompañado con un guiño de ojo.
—No puede ser verdad —gimoteó Dinora. Su corazón se sacudía con fuerza en su pecho, pese a su debilidad.
—Di mi nombre. —Carlos se acercó a la mujer, para que pudiera verle el rostro mejor.
—Carlos. —Y rompió a llorar
—Si se trata de una venganza, esto sobrepasa por mucho lo que nosotros le hicimos a ustedes —jadeó Enrique. Su nerviosismo no le permitía respirar con facilidad—. Esto es un delito.
—Aposté con Carlos, para ver quién acertaba el tiempo que podrías vivir sin hígado y riñones. Y sobre el tiempo que Dinora podría vivir sin… muchas cosas.
Martha les señaló a la pantalla del televis
Tres desgarbados gatos negros lamían una mano inmóvil que sobresalía entre bultos de basura, en el inmenso basurero municipal de la ciudad. Su muñeca tenía marcas moradas a su alrededor, señal inequívoca de maniatamiento. La mano comenzó a moverse cuando uno de los gatos mordió el dedo índice. Había junto a ella, en el suelo, un documento de identidad con la foto de un joven que tenía por nombre "Alberto José Villanueva Contreras". La imagen era de un muchacho de unos treinta años de edad, de largo y cuadrado mentón, cejas gruesas y largas, ojos azules vivaces y cabello castaño engominado con perfectos rulos. El joven sonreía en la foto con picardía, acentuando sus mejillas coloradas y rellenas.Tras el movimiento de la mano, un montón de desperdicios se mo
Daniela comenzó a trabajar en la clínica el día siguiente de haber conocido el resultado del concurso. Tenía su propio consultorio, era más pequeño que el del director, pero para comenzar le pareció que estaba más que bien. En la mañana, apenas tenía unas horas en la clínica cuando se encontró con la primera situación de emergencia. Varios paramédicos llevaban de prisa, sobre una camilla, a un niño obeso que convulsionaba, mientras expulsaba una espesa espuma por la boca, a borbotones. Daniela corrió junto a la camilla, a cuyo lado también iba Liliana una joven enfermera.—Doctora Montiel, este es un niño de diez años, que consumió un potente destapador de cañería. Se presume que llevaba varias horas inconsciente en su casa, cuand
Muchas personas salían y entraban por las puertas del edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad Central, aquella tarde en que Daniela se atrevió caminar por el corredor usando una blusa bastante ceñida a su torso, sin ningún bléiser o chaqueta sobre ella. Siempre había usado algo para cubrirse su despampanante silueta de estrecha cintura y voluminoso busto, pero esta vez no. Era mitad de semestre, de su primera temporada ya como profesora titular de la carrera de medicina, en la materia de Sistema Endocrino, correspondiente al último año de la carrera.Nadie era inmune a su encanto, y no podían evitar verla a su paso: los hombres cayendo en su embrujo, y las mujeres con envidia. Ese mismo efecto lo producía ya dentro del salón de clases, cuando impartía la materia de pie sobre una pequeñ
Alberto apenas lograba ver que en la habitación, junto a la mesa de operaciones, reposaban varios instrumentos quirúrgicos, pero cuyo uso no conocía: aspirador quirúrgico, mesa instrumental, cajas de instrumentos, bisturí eléctrico, soporte de sueros, carro de anestesia, lámparas móviles, monitor de signos vitales, entre otros.Frente a Alberto, Daniela vestida con uniforme quirúrgico verde. Ella inexpresiva, lo miró por algunos segundos. Él trató de verla de forma fija, pero su cabeza se tambaleaba de un lado a otro. El muchacho intentó hablar pero solo podía balbucear.Daniela lo maldijo con la voz de su mente, y con la misma lo culpó de haberse convertido en lo que era ahora. Cuánto deseaba no estar en esa situación en ese momento. Daría todo por cambiar su vida; porque en la universidad él se hubiese fijado en ella; por te
Daniela se hallaba dentro del confesionario de la capilla parroquial, preparándose mentalmente para ser atendida por su hermano. Daniel abrió la ventanilla y la miró. De inmediato supo que algún problema la acongojaba cuando vio su semblante de angustia. Daniela entrecruzó los dedos de su mano. Sería la primera vez que se confesaba luego de haber hecho su primera comunión a los doce años. —Ave María Purísima —dijo Daniel. —Sin pecado original concebido —respondió con sus manos en plegaria. —Cuéntame lo que te preocupa —Recuerdo cuando mamá, que en paz descanse, nos regañó por la muerte de aquella paloma, la que mataste con tu fonda —le dijo. —Lo recuerdo —le respondió de hombros encogidos, aún lamentando aquel error fatal. La mente de ambos se fue a ese momento de sus vidas. Ambos tenían diez años de edad. En el atardecer, en el patio de la casa, cubierto de una grama de intenso verdor, la alegre niña saltaba la cuerda, mie