Tres desgarbados gatos negros lamían una mano inmóvil que sobresalía entre bultos de basura, en el inmenso basurero municipal de la ciudad. Su muñeca tenía marcas moradas a su alrededor, señal inequívoca de maniatamiento. La mano comenzó a moverse cuando uno de los gatos mordió el dedo índice. Había junto a ella, en el suelo, un documento de identidad con la foto de un joven que tenía por nombre "Alberto José Villanueva Contreras". La imagen era de un muchacho de unos treinta años de edad, de largo y cuadrado mentón, cejas gruesas y largas, ojos azules vivaces y cabello castaño engominado con perfectos rulos. El joven sonreía en la foto con picardía, acentuando sus mejillas coloradas y rellenas.
Tras el movimiento de la mano, un montón de desperdicios se movieron también, revelando algo vivo bajo éstos. Alberto emergió de entre la basura, desnudo, tirado en el suelo. Se veía demacrado con marcadas ojeras. Su cara estaba consumida como si hubiese sido privado de alimentos por varios días. Ya no tenía sus hinchadas mejillas. Su cara era larga y estrecha de cachetes chupados. Gemía y se quejaba como si padeciera de un insoportable dolor. Sus costillas y espinazo estaban bien marcados bajo su piel seca y pálida. Abrió sus dilatados ojos con dificultad, le ardían y pestañeaba para adaptarlos poco a poco a la luz del sol.
El muchacho se tocó sus costados y notó una herida abierta sangrante de 20 cm, en su lado izquierdo, y otra en el derecho. La sangre emanaba burbujeante y cantidades de moscas se posaban sobre ésta. Alberto se las sacudía pero los insectos voladores parecían multiplicarse, venían de todos lados emitiendo un coro de zumbidos.
El joven gritó al percatarse de la gravedad de su situación. Dos buitres sobre un montón de basura cerca de él lo miraban, como aguardando con paciencia su final para luego darse un banquete con él.
Se puso de pie sollozando, y haciendo un gran esfuerzo sobrehumano, como si tuviera que llevar en sus hombros el enorme peso de la muerte. Miró a todos lados y notó cómo, para él, todo el ambiente a su alrededor se movía de un lado a otro. Entre el remolino de objetos y colores observó que otros buitres comenzaron a llegar, y a aterrizar sobre la basura.
Alberto de pronto sintió que sus piernas perdieron la poca fuerza que tenían, y fueron incapaces de seguirlo sosteniendo. Entonces, pronunció a gritos el nombre de alguien, sosteniendo la voz en la última sílaba, y con un tono de odio mezclado con desesperación.
—¡Daniela!
Por fin se desplomó boca abajo sobre la basura. La mitad de su cara cayó sobre una bolsa de desperdicios cubierta de moscas. Lanzó un largo grito sostenido que le hizo doler la garganta hasta desgañitarse. Sus ojos se fueron cerrando porque sus párpados fueron ganando un peso que no podían soportar. Los buitres caminaron muy lento hacia él, como adivinando que en cualquier momento cerraría los ojos para siempre. Cuando ya sus párpados cubrieron su visión y no se abrieron más, las aves de rapiña aletearon y de un largo salto se posaron sobre su espalda. Le comenzaron a picotear la piel al ver que el hombre ya no reaccionaba.
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Daniela Montiel pensaba que caminaba erguida, pero no se daba cuenta que iba encorvada con los hombros encogidos. No podía evitarlo; después de toda una vida a sus veintidós años de edad, de caminar así, no era de esperarse que fuera fácil pasar de ser la chica tímida e insegura de siempre, a una mujer confiada en sí misma; sobre todo porque su principal problema aun iba con ella: Daniela era una chica obesa. Ella estudiaba medicina y sabía muy bien que por su altura de 1,68 metros, su peso ideal debía ser 59 kilos, y no los 93 kilos que portaba. Ella era muy nerviosa, sufría ataques de ansiedad constante por su timidez y eso la conducía a comer de forma desesperada. Era tan solitaria que quizá comer era su única forma de entretenerse y distraerse en su vida, además de estudiar, para olvidar su soledad. En el colegio siempre se mofaron de ella llamándola "barril viviente" o "patata gigante". En la escuela secundaria sus compañeros refinaron los insultos y la llamaban "bola de grasa". Tenía una gran papada que le hacía parecer como si tuviera dos mentones. Alguien le dijo que vestir de negro y con ropa ancha la haría lucir más delgada, y así vistió durante casi toda la universidad, un color nada favorable para su piel muy blanca y cabello rubio. Lo único que logró fue llamar más la atención sobre los rasgos físicos que quería disimular.
Fue cuando comenzó a enamorarse de un compañero de clases que decidió dar una cambio a su imagen con afán de que él se fijara en ella, pues en los casi 6 años de carrera universitaria, ellos apenas habían cruzado pocas palabras. Eso era increíble ahora que ella lo pensaba. Fue al salón de belleza y se puso en manos del estilista. Le recortaron el cabello en capas para darle volumen y se lo tiñeron de castaño oscuro para que hiciera resaltar sus ojos azules. Le sugirieron usar lápiz labial rosado pálido y una base de maquillaje que disminuyera el brillo de grasa en su cara. Cuando se vio al espejo, le gustó lo que observó; era una chica gorda bien maquillada, aunque sus grandes mejillas y doble mentón seguían ahí. Pero la oleosidad de su cara se había ido, sus ojazos azules destacaban y sus pestañas alargadas le daban un aire de picardía inocente. Además sus labios ahora parecían pétalos de rosa en primavera. Pero su papada seguía ahí, tal vez si agachaba la cara podía disimularla, pensó.
Fue a la tienda de ropa y le pidió ayuda a una de las vendedoras, pues supuso que ella sabría de buen vestir. La mujer le aseguró que el azul rey, el fucsia y el verde esmeralda eran los colores que más le favorecían. Además, le dijo que por la forma de su cuerpo de manzana, cuya mención la hizo ruborizar, le convenía usar vestidos poco ajustados. Debían estar ajustados un poco, pero solo sobre su cintura natural y hombros. Le recomendó usar suéteres y chaquetas largas, nunca optar por los cortos; y jeans ajustados con una blusa estilo túnica que le quedara algo suelta. La mujer le aseguró que usar una blusa que no le ajustara estaba bien, siempre y cuando la parte inferior se viera entallada.
El primer día luego de su cambio llegó a la universidad muy nerviosa, con sus jeans ajustados y blusa ancha. Todo el mundo se le quedaba mirando al paso de su marcha. Ella miraba el frente y podía ver de reojo que era observada, pero tuvo miedo en reparar el gesto de sus observadores. No sabía si la expresión de ellos era de admiración, burla o compasión.
Al final del pasillo hizo algo que nunca se había atrevido a hacer; saludó a Ricardo mirándolo directo a los ojos, muy cerca de él, soportando el estremecimiento en su cuerpo que su proximidad le provocaba. Lo hizo cuando él se encontraba en el pasillo de la escuela de medicina, reunido con sus amigos igual de apuestos que Ricardo, según la opinión general de las chicas, e igual de vanidosos. El grupo de muchachos la miró de arriba abajo, todos con el ceño fruncido.
—Hola —dijo ella sosteniendo el sonido de la última sílaba con un tono amistoso, con una media sonrisa, y pestañeando rápido, sin quitar la mirada de sobre Ricardo.
Ninguno de los muchachos respondió nada, y solo asintieron con la cabeza. A Daniela le dio la impresión que ellos apretaban la boca. La chica pensó que fue mala idea, y que la miraban como si se tratara de un bicho raro. Ella se dio media vuelta y se retiró hasta cruzar la esquina del pasillo cerca de donde estaba el grupo de Ricardo. Allí se detuvo y aguzó el oído para ver si era capaz de escuchar la reacción de Ricardo sobre su nueva apariencia.
—Bueno, por lo menos ya no parece la sirvienta de la casa —dijo Bruno uno de los chicos, soltando una carcajada.
—Puede que ya no dé vergüenza que te vean en la calle con ella, pero aún está muy lejos de conseguir un novio que se parezca a alguno de nosotros —añadió Tobías—. Pobre, debe estar desesperada. Ya no debe aguantar su virginidad.
Y lo que más le dolió fue el comentario de Ricardo:
—Era una vaca bien vestida, pero una vaca al fin.
Lo que él dijo provocó en ella una sensación de tirón fuerte del estómago. Quiso regresar y caerles a bofetadas a todos, pero sin que ellos pudieran defenderse. Darles en la cara hasta que sus rostros quedaran destrozados, pensó que la haría sentir mejor. Nada había valido a la pena; su nuevo peinado, su cambio de estilo al vestir, nada.
Caminó por el pasillo hacia la salida. Ahora sí se fijó como la miraban los demás. Era la misma mirada que tenía Ricardo y sus amigos. La veían como si se tratara de una vaca gorda bien vestida tratando de imitar a una mujer elegante. Sentía que la veían como una gorda fea que estaba desesperada por vestirse bien, para ocultar su gordura y fealdad, en un intento desesperado por encajar en el mundo. En su cabeza retumbaban las palabras de Tobías: "...pero aún está muy lejos de conseguir un novio que se parezca a alguno de nosotros". Se aguantó las ganas de llorar hasta que salió a la calle, y anduvo derramando lágrimas sobre sus mejillas por todo el camino a su casa. Al llegar allí, todo el rímel manchaba en líneas sus cachetes.
—Maldita sea, soy una gorda y eso no lo puedo cambiar con maquillaje ni con ropa bonita —se dijo de forma amarga ya frente al espejo del baño en su casa, como si se recriminara así misma una culpa que no era suya—. ¿Por qué me tocó ser gorda? ¿Por qué la delgadez tuvo que ser el ideal de belleza en el mundo?
Al día siguiente Daniela regresó a la facultad de medicina, vistiendo su anterior atuendo de playera negra con pantalón de mezclilla ancho, y agachando su cabeza para esconder su papada. Iba abrazando sus libros y cuadernos sobre su pecho, como si fueran su escudo. Los otros estudiantes que caminan por el pasillo parecían no verla, pues la tropezaban y empujaban a cada momento.
Ella vio a lo lejos a Ricardo entre la multitud, cuya altura le permitía ver su cabeza sobresalir entre la gente. El muchacho conversaba con una chica, y ambos no paraban de sonreírse mientras lo hacían. Daniela contempló los pómulos grandes, mentón saliente y los hombros anchos del joven. La muchacha con la que hablaba era Teresa, una morena voluptuosa de estrecha cintura. Daniela ansiaba con todas sus fuerzas estar en el lugar de aquella hermosa chica.
La obesa joven se mordió los labios hasta arrancarse un pequeño pedazo de pellejo y el ardor la hizo detenerse. Era como si quisiera que aquel dolor físico la ayudara a solapar el dolor emocional que le provocaba ver a Ricardo y a Teresa conversar, reír y hasta besarse en la boca mientras ambos cerraban los ojos. Ricardo mordió levemente a Teresa en los labios, y ella lo disfrutó evidentemente, pues soltó una larga carcajada que Daniela, con su labio roto y ardiendo, escuchó. Una leve acidez burbujeaba en su voluminosa barriga.
Al terminar de besarse, ellos notaron que Daniela los veía a la distancia. Los dos la miraron de arriba abajo arrugando la nariz, como si algo les oliera mal. Luego Ricardo y Teresa se miraron entre ellos. El muchacho le susurró algo al oído y Teresa se carcajeó de nuevo mientras veía a Daniela.
La chica obesa bajó la mirada, se dio la vuelta y se retiró avergonzada, deseando en aquel momento que la tierra se abriera y se tragara a Ricardo y a Teresa. Salió del edificio y se sentó en la banca de la parada de autobús a esperar el transporte público. Mientras lo hacía, miró a todos lados, buscando quién sabe qué, y entonces notó algo que nunca en su vida había considerado, pero que siempre había estado allí. Frente a ella iban y venían parejas de enamorados muy parecidos en cuanto a contextura física: Una mujer gorda tomada de la mano de un hombre gordo; una mujer de fuertes rasgos afroamericanos, nariz ancha, cabello crespo y piel muy oscura, tomada de la mano con un hombre también de marcados rasgos afroamericanos; un hombre de piel clara iba con un mujer de piel clara; una chica con grandes dientes salientes y su rostro lleno de acné iba de la mano con un chico de gran nariz en forma de gancho con una protuberancia en su espalda que parecía una joroba. Frente a ellos pasó otra pareja tomada de la mano, ella era alta y esbelta de tal vez 1,75 metros; piel blanca, rubia, cuerpo de reloj de arena, llevaba una licra que dejaba ver su abdomen marcado, y él era de espalda ancha, hombros torneados, brazos musculosos, quijada prominente, muy alto de casi dos metros. Venían del gimnasio, era evidente por sus atuendos deportivos. Ellos se giraron para ver a la pareja del chico de la joroba y la chica con dientes y acné, y ambos rieron.
Daniela se quedó un rato viendo alrededor, esperando encontrar una pareja mixta tomada de la mano: un hombre gordo con alguna chica esbelta, un chico rubio con una mujer afroamericana, lo que fuera, pero de nuevo pasó una pareja de gordos frente a ella, luego una pareja de atléticos y otra vez una pareja de gordos.
—¿Y la belleza interior es lo que importa? —susurró con desdén, y una mujer sentada a su lado se giró a verla.
El salón de clases estaba repleto de estudiantes sentados en sus pupitres. Daniela ocupaba el suyo de siempre en la primera fila frente al escritorio del profesor. Ricardo y Teresa ocupaban los últimos puestos uno al lado del otro.
El señor Peter, el profesor, estaba de pie junto a su escritorio, con varias hojas de papel en sus manos.
—Antonio Pérez —dijo el hombre extendiendo una de las hojas.
Un joven se levantó de su pupitre y caminó hacia él, tomó el papel, y luego regresó a su asiento, arrugando la cara mientras veía el contenido de la hoja.
—María Sánchez —continuó el hombre llamando.
La joven caminó hacia él, tomó la hoja que le ofreció, y luego regresó a sentarse.
—Daniela Montiel.
Daniela pasó a tomar la hoja de su examen ya evaluado, y Peter le sonrió en el momento que le entregó el papel. Luego le dijo una leve palmada en su espalda. Daniela le devolvió una sonrisa rodeada de rubor en sus mejillas.
—Excelente como siempre, doctora—dijo Peter, provocando que Daniela regresara a su pupitre con aquella sonrisa de oreja a oreja.
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El estacionamiento de la facultad de medicina estaba solitario ya en la noche. Había solo tres autos en todo su espacio. Cinco jóvenes estudiantes, en la entrada del lugar, estaban viendo hacia uno de los autos que tenía vidrios polarizados subidos. Sin embargo, a través de los cristales, los chicos lograban apenas ver las siluetas de una pareja besándose. Tobías y Bruno estaban entre aquel grupo de fisgones. Se trataba del carro del profesor Peter.
—¿Con quién estará el profesor Peter? —se preguntó Tobías, sin esperar que alguien le respondiera
—Tal vez no tiene dinero para el hotel. —Rió Bruno
—Deben pensar que nadie los descubriría —dijo otro de los chicos.
—Qué bueno que Ricardo perdió las llaves de su casa aquí en la facultad y nos pidió venir con él a buscarlas, de lo contrario nos hubiésemos perdido este show —añadió Tobías.
En seguida, todos sacaron sus smartphones, apuntaron el foco de las cámaras hacia el auto de Peter y comenzaron a grabar la escena.
Ricardo les llegó por la espalda y los sorprendió en el acto de voyeurismo.
—Encontré las llaves de la casa. Las encontró el conserje —dijo.
Miró hacia el auto siguiendo la mirada de los chicos con sus smartphones apuntando al vehículo, y se enteró del acontecimiento.
—¿Qué hacen? ¿Ven una obra de teatro pornográfica? —preguntó el muchacho.
La puerta del conductor se abrió, y el señor Peter salió despeinado y con la corbata suelta. Los muchachos se sobresaltaron cuando la puerta del copiloto se abrió y divisaron a la distancia a la chica que lo estaba acompañado, saliendo del auto.
Todos los jóvenes quedaron boquiabiertos y miraron a Ricardo.
—¡Teresa! —gritó el muchacho.
Ricardo caminó hacia ellos con su rostro enrojecido y su yugular palpitando con fuerza al igual que su la vena de su sien, que parecía iba estallar de un momento a otro.
Al llegar al auto ya Peter estaba tan pálido como una de las hojas blancas del examen, y Teresa no sabía si correr, meterse en el auto o inventar una excusa, que en aquel momento no le venía a la mente, "¿cómo justificar aquello?".
—No tengo excusa....—Apenas Peter pronunció esas palabras, vio venir el puño de Ricardo en medio de sus ojos, y luego lo segundo que pudo ver fue el piso de cemento del estacionamiento, sobre el cual caía su propia sangre en gotas.
—¡Perra, zorra, mujerzuela! ¿No podían por lo menos irse a otro lado? ¡¿Les daba morbo el peligro de ser descubiertos?! Con que ibas a cuidar a tu mamá enferma esta noche ¿no?
Teresa trató de hablar, pero ninguna palabra salía de sus labios, era como si los nervios le hubiesen paralizado su aparato fonador. Con su mano temblorosa abrió la puerta del vehículo y entró en él, cerró la puerta, y se agachó para intentar que nadie la identificara como protagonista de aquel escándalo, pero para el momento ya había por lo menos cincuenta personas en la entrada del estacionamiento, con las cámaras de sus smartphones enfocadas hacia el lugar de los hechos.
Peter levantó su cabeza sin mirar a Ricardo, ni a ninguna persona. Se oprimió la nariz con sus dedos para detener la sangre saliente, cuidando de no hacer contacto visual con el muchacho.
—Reconozco que lo tengo merecido —fue lo único que dijo, para luego entrar al auto y arrancar.
Ricardo con sus ojos llorosos, solo se quedó allí viendo al auto alejarse, con una sensación en sus entrañas que nunca había sentido, era frio y calor a la vez, como hielo y fuego alternándose. En aquel momento deseó con todas sus fuerzas que el auto de Peter chocara y tanto él como Teresa murieran destrozados. Los otros jóvenes se acercaron a Ricardo y le dieron inútiles palmadas en la espalda, con intención de hacerle notar que contaba con ellos.
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Ricardo lloraba tirado en la cama de su enorme habitación. Había solo una lámpara de escritorio alumbrando. Todo el lugar estaba en penumbras. La cama era de agua, había un gigantesco televisor pantalla plana, una computadora de último modelo, una alfombra persa, escritorio de roble entre otros lujos.
Un hombre de gesto severo entró sin tocar a la puerta. Se detuvo con sus brazos cruzados en el umbral. Era canoso, esbelto, de unos 60 años de edad. Miró con desprecio al muchacho y luego observó sobre la mesa del escritorio unas hojas de exámenes ya calificados, todos con notas reprobatorias. Hasta ese momento Ricardo yacía con los ojos cerrados echado sobre la cama, con una botella de cerveza en su mano.
—Para ser mi hijo, me decepcionas. Es de perdedores sufrir por alguien más, sobre todo por amor —dijo el hombre, y Ricardo abrió los ojos. El muchacho le mostró una mirada desenfocada y desconcertada, parecía estar tratando de darse cuenta de lo que sucedía.
—El amor propio debe ser más importante que el amor a los demás. Creí que eso lo habías aprendido de mí —añadió el hombre canoso.
—Esperaba tu apoyo incondicional de padre, en esta etapa depresiva —respondió con la lengua engolada, sintiéndola muy pesada—. Pero no, el poderoso señor Andrés Villanueva, quiere que todos actuemos como hechos de piedra. Doctor perfecto.
—¡Estás ebrio! Deberían ser las mujeres quienes lloren por ti, no tú por ellas. En fin, no sigo perdiendo el tiempo aquí. Solo quiero recordarte del trato que hicimos ¿recuerdas? Pues sigue en pie. Abriré una nueva clínica en cuya dirección estarás tú, pero con la condición de que logres graduarte con altos honores. Si esta tonta depresión evita que te gradúes con honores, te verás obligado a comenzar desde cero tu vida laboral, tal vez en un hospital público, pues si no cumples tu parte del trato, no solo no dirigirás la nueva clínica, sino tampoco te permitiré poner un pequeño consultorio en ella. "Los débiles se merecen lo peor" —dijo tajante, sin pestañear y casi sin respirar.
—No podía esperar menos del dueño y director de una de las clínicas más importante del país, con una devoción enfermiza por la excelencia —dijo con sarcasmo
Andrés salió de la habitación luego de dirigirle una mirada de desprecio. La puerta había quedado abierta. Ricardo se levantó de la cama con un arrebato de ira, y cerró la puerta con fuerza, generando un fuerte sonido seco. Se quedó de pie mirando hacia ella, esperando que su padre regresara para regañarlo por tal acción, pero no lo hizo.
El chico caminó hacia el escritorio, se sentó frente a éste, tomó un libro de anatomía, lo abrió e intentó concentrarse en su estudio; pero en la página con la fotografía de un corazón abierto, vio el rostro de Teresa, y luego en su mente se materializó la imagen de ella saliendo del auto del profesor Peter. Tomó su smartphone de sobre el escritorio y revisó una noticia en una página Web, cuyo titular rezaba: "Escándalo sexual en la facultad de medicina de la Universidad Central. Profesor despedido y alumna expulsada".
Colocó el smartphone sobre la mesa, suspiró muy profundo con su vista puesta en el piso, pero viendo en su mente el rostro de Teresa. Apretó el libro de anatomía en sus manos y estuvo a punto de romperlo, pero se sosegó, respiró profundo, de nuevo lo abrió y puso todo su empeño en leerlo con atención. En ese momento decidió que la mala jugada de Teresa no podía detenerlo en su afán de ser director de la clínica que su padre le regalaría.
*******
Algunos días después, Daniela caminaba por el pasillo de la escuela de medicina, resignada a pasar otro típico viernes como siempre; de su casa a las clases y de las clases a su casa. El corredor estaba lleno de estudiantes que la tropezaban sin miramientos. Se detuvo al ver a Ricardo a lo lejos. Él estaba conversando con Tobías junto a la puerta del salón de clases. El chico vio que Daniela lo observaba. En principio, él la vio a ella con el mismo gesto de nariz arrugada de siempre, pero luego su semblante cambió y él sonrió. Daniela se asombró, se giró para ver si aquella sonrisa le era dirigida a alguien parado tras su espalda. Efectivamente la amistosa expresión era para ella, la gorda Daniela. Tobías entró al salón de clases luego que Ricardo le susurrara algo y entonces éste caminó hacia Daniela. La chica se tomó el tiempo para detallarlo mientras se aproximaba. No podía creerlo, le seguía sonriendo a ella mientras caminaba. "¿Y si mejor salgo corriendo?" "¿y si viene a burlarse de mí?" "¿pero y si al fin vio lo hermoso de mi interior y quiere ser mi amigo?". Miles de ideas frustrantes pasaban por la mente de Daniela, que la hacían dudar y sentirse más insegura que nunca. Al final respiró profundo y solo se dejó llevar. Sentía que su estómago y los dedos de sus pies le temblaban. No eran mariposas lo que sentía, era ganas de que Ricardo ya estuviera cerca de ella.
Sobre aquella indecisión y ese ataque de "nervios alegres" como ella lo llamó, conversaron ella y Ricardo en un cafetín días después. El lugar se veía descuidado, mesas y paredes sucias. Los mesoneros mal vestidos, con sus ropas arrugadas, sin afeitar y despeinados. Lucía como un cafetín en los últimos suburbios de la ciudad. Ambos parecían estarlo pasando bien, sentados a la mesa; ella tomando un mocachino, y él un café negro. El chico rió cuando Daniela le confesó haber estado tan nerviosa que pensó en salir corriendo aquel día que la invitó a tomarse ese café.
Daniela de pronto notó que era más el tiempo que Ricardo pasaba con su cabeza gacha, que con ella erguida. Era como si quisiera hundir su cara en la taza de café. Él miraba inquieto a todos. A ella le parecía que el muchacho mostraba cierto temor a que alguien conocido por él, lo viera, pero ella prefirió no preguntarle qué le ocurría.
—Ya tenemos varios días saliendo...me gusta estar contigo...Me gustaría que fueras mi novia —dijo él de una forma demasiado directa y sin ningún preámbulo. Una pareja de novios cerca de la mesa, no pudo evitar oír aquella declaración, y comentaron en susurros lo fría e inexpresiva de la misma. Parecía que se la había aprendido de memoria. Daniela también pensaba que había sido algo seca, nada parecida a las películas románticas que le gustaba ver, pero a ella poco le importó.
—Me haces tan feliz, claro que acepto —respondió con una gran sonrisa que le hizo estirar su papada, de la cual Ricardo no pudo retirar su vista por unos segundos.
—Solo te pido que me entiendas que por ahora, y hasta la graduación, nuestra relación debe ser un secreto, porque mi padre se opone a que tenga novia, desde que Teresa me hizo lo que me hizo, y caí en depresión y baje mis calificaciones. Él me dijo que me nombraría director de una nueva clínica que él abrirá, si consigo graduarme con honores. Si lo logro, tú podrías trabajar conmigo, ser la subdirectora.
Daniela lo notó preocupado y ansioso.
—Te ayudaré a graduarte con honores mi amor. Y no me importa que me ofrezcas trabajo en esa clínica, lo que me importa es que seas feliz.
Daniela no dudó en ayudarlo con sinceridad. No le importaba la clínica en verdad. Ella se sentía en deuda con él. Ricardo, un chico apuesto, siendo novia de una chica fea como ella, era algo para estar en deuda, y se sentía con la obligación de retribuirle, de esforzarse al máximo por hacerlo feliz, de pagarle el favor de ser su novio. Debía hacerlo, ya que percibía estar en desventaja con las mujeres bonitas que, en su lugar, no se esforzarían tanto por mantener a Ricardo junto a ellas. El único atractivo que Daniela sentía poder ofrecer, era su total devoción y abnegación por Ricardo.
Daniela lo miró en sus labios carnosos, rogándole con sus ojos un beso. Ricardo reconoció la intensión en esa mirada y la besó en la frente. Ella se sintió algo burlada, pero quiso creer que Ricardo no fue intuitivo para percibir su deseo de un beso en los labios.
—En la universidad no deberemos hablar en público de forma tan cariñosa, será como si fuéramos un par de compañeros de clases más.
—Entiendo amor, de mi parte no tendrás problemas —dijo recostando su cabeza sobre el hombro de Ricardo, y éste de nuevo miró a todos lados.
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Los días formaron semanas y las semanas meses. A Daniela aquellos tiempos se le fueron muy rápido. Cada instante que pasaba con Ricardo era invaluable y siempre estaba con una sonrisa, no podía evitarlo, incluso cuando no estaba con él, ella sonreía al recordarlo. Era como si su vida ahora sí tuviera sentido de verdad. Él era el motivo por el cual se levantaba todas las mañanas con mucho ánimo, aunque no hubiese dormido bien. Era la razón por la que tarareaba alguna canción romántica mientras se cepillaba los dientes; por la que se exfoliaba la piel de su rostro para lucirla hermosa ante él. Ricardo era por quién soñaba despierta y sentía que el mundo era maravilloso.
Daniela era de las personas que pensaba que la felicidad total no existía, sino únicamente los momentos felices, y ella los estaba teniendo con él. Uno de esos instantes memorables para ella, fue cuando Ricardo le entregó un ramo de flores en la puerta de su casa, como preámbulo a una salida nocturna. Para la chica era la primera vez que un hombre lo hacía, era la primera vez que la trataban como una dama, como siempre había querido ser tratada.
Al día siguiente, Daniela comenzó todo el proceso de ayuda que prometió a su novio y además continuaron con sus salidas románticas. Ricardo y ella estaban en el salón de clases, repleto de estudiantes. Se encontraban presentando un examen. Daniela, sentada junto a él, le estaba soplando las respuestas con susurros. En otra oportunidad, Ricardo y Daniela cenaban en un restaurante de baja categoría, de iguales condiciones poco elegantes que el cafetín donde se hicieron novios. Él, de nuevo incomodo, miraba a todos lados mientras Daniela la acariciaba la cara, y lo contemplaba como si se tratara del tesoro más valioso.
Cuando fueron a la playa una tarde, a Ricardo le pareció que ella lucía más gorda de lo que parecía, pues con su traje de baño de una pieza destacaban sus imperfecciones; había dos rollos de grasa alrededor de su cintura.
Ambos se sentaron sobre la arena, bien apartados de la gente. Ricardo de nuevo se la pasó el tiempo mirando a todos lados. Se puso una gorra que tenía en la mano y se bajó la visera sobre su cara, para tratar de cubrir la mayor parte de sus facciones. Daniela acercó su rostro al de él y lo besó en los labios. Ricardo se dejó besar mientras arrugaba la nariz y mantenía los ojos abiertos, sin dejar de mirar de reojo para ver si era observado por alguien. Vio a Daniela que tenía sus ojos cerrados, entregada al momento. La chica abrió sus párpados y le extrañó ver que Ricardo tenía los ojos abiertos y aquel gesto que a ella le pareció de desagrado. Ella frunció el ceño, estaba desconcertada, pero prefirió no preguntarle a Ricardo el motivo de aquella mueca, y así evitar romper la magia del momento, la que ella por lo menos sí sentía.
Una noche, en la habitación de su casa, Daniela se mantenía muy afanosa escribiendo en el computador. Tecleaba sin parar y escribía casi tan rápido como las ideas llegaban a su mente. Miró el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla, eran las 3:00 de la madrugada. Estaba sola. Se frotaba ya sus ojos enrojecidos enmarcados en dos oscuras ojeras. Un largo bostezo se escapó de sus labios y, aprovechando su soledad, lo dejó escapar con todo el esplendor de su boca bien explayada.
En la pantalla del ordenador había desplegada una hoja de Microsoft Word en blanco, que antecedía a un largo trabajo académico. Daniela tecleó el título de la obra en medio de la hoja: "El trasplante de riñón", y en la esquina inferior derecha escribió el texto: "integrantes: Daniela Montiel y Ricardo Villanueva. Al mismo tiempo que Daniela se desvelaba en terminar aquel largo y difícil trabajo de investigación, asignado por el profesor para ser elaborado en equipo de dos miembros, Ricardo dormía plácidamente en la cama de su habitación, en su mansión.
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Algunos meses después, se llevaba a cabo un fastuoso acto de grado en el aula magna de la Universidad Central; la consecución de una gran meta para muchos. El lugar estaba repleto de graduandos y de sus invitados, todos sentados frente a una gran tarima. Sobre ésta había una larga mesa detrás de la cual se hallaba sentado un grupo de profesores, eminencias universitarias, vestidos con togas negras. A estas vestimentas estaban asidas cintas de colores, que indicaban sus diferentes grados académicos obtenidos. Todos los jóvenes graduandos usaban también con orgullo sus togas y birretes. Algunos pocos tenían además estolas color blanco sobre sus pechos, que los distinguía del resto por haber logrado graduarse con mención honorífica; Ricardo llevaba una, y la lucía con una pose muy erguida y de mentón levantado. Daniela estaba allí vistiendo una toga y birrete todo en blanco sentada en su asiento, con hombros encogidos. Era la única que vestía por completo de ese color.
Ricardo subió a la tarima luego de que el rector de la universidad mencionara su nombre. Recibió el título, miró entre el público a su padre, quien le devolvió una mirada de ceño contraído, mientras se mantenía de brazos cruzados. Daniela sonriente lo aplaudió muy conmovida, chocando con fuerza sus palmas sin parar hasta que la ardieron, como si el éxito de Ricardo fuera el suyo propio. Luego del acto de grado cada uno de ellos en sus casas celebró su graduación en una fiesta privada con sus familiares. Ricardo le había asegurado a Daniela que al día siguiente haría pública su relación de noviazgo. No lo haría esa noche para evitar un posible enojo de su padre que echara a perder la celebración, rabieta que era muy probable. Daniela aceptó esperanzada de que al otro día serían libres para amarase sin ocultar su relación.
Después de la graduación Daniela supo que las cosas no serían como ella lo esperaba. Pasaron varios días sin que ella y Ricardo se vieran. La chica lo llamaba constantemente a su celular, pero siempre estaba apagado. Cada vez que marcaba su número, y esperaba oyendo el tono de repique, el corazón le latía con todas sus fuerzas y rogaba al cielo que en esa oportunidad su amado sí respondiera, pero siempre respondía la contestadora, y ella lanzaba maldiciones con la voz de su mente. También llamaba al teléfono de la casa de Ricardo, pero quien respondía siempre le decía que no estaba, hasta un día que la mujer de servicio le dijo que había salido de viaje al exterior y que no sabía cuando regresaría.
Daniela tenía una confusión de emociones, rabia, tristeza e indignación, que se desbordaban por sus ojos ahora llenos de lágrimas. La piel de su rostro se enrojeció cuando colgó el teléfono, pero esta vez no por el rubor de su timidez. Los labios se le resecaron y se los mordía para que el sufrimiento físico ahogara al sufrimiento emocional. Tenía un conflicto entre su razón y sus emociones, y no sabía a cuál permitir ganar. Su mente le decía que Ricardo la había engañado, usado para graduarse con honores, pero sus emociones, con una desesperada esperanza, le decían que todo debía tener una explicación lógica, que Ricardo no podía ser tan canalla. Aguantó las ganas de llorar y fue como si sus lágrimas saldas se acumularan en su garganta, porque se le hizo un nudo en ella.
Ricardo estaba ya embarcado en el avión que lo llevaría a España por una larga temporada. Mientras aguardaba el despegue revisó en su smartphone su cuenta de la red social Aebook. En el buscador de la misma colocó el nombre de Teresa Domínguez y le arrojó el resultado "cuenta eliminada". De su chaqueta extrajo otro smartphone que estaba apagado, lo encendió y vio en su pantalla el texto: "345 llamadas perdidas de Daniela Montiel".
El muchacho bufó con desdén, apagó el smartphone y de nuevo se lo guardó en su chaqueta. Pensó que nunca se libraría de aquella gorda, y en que le gustaría poder borrarla del mundo con solo chasquear los dedos.
*******
Daniela estaba en su habitación, sentado en una silla frente a su computadora apagada. Tenía su cabeza ladeada hacia su izquierda, con sus ojos entrecerrados. Despeinada y con su pijama arrugada, se mostraba indecisa de qué hacer en el momento. Encendió su computadora y revisó la cuenta de la red social Acebook de Ricardo. Observó la foto del perfil de él donde se encontraba en la playa, sonriente. Daniela suspiró mientras lo veía y experimentó un retorcijón en su pecho, como si le hubieran tirado con fuerza del corazón.
Ella activó la opción de imprimir, y a los pocos segundos salieron de la máquina impresora diez imágenes del rostro de Ricardo en hojas de papel.
—¡Maldito, maldito, maldito, maldito! —gritaba con furia, apretando los dientes, y mirando las fotos, al tiempo que las rompía una a una en varios pedazos. Su cara se enrojeció—. Quiero verte muerto, necesito verte muerto. No puedo ser feliz mientras sepa que tú eres feliz sin mí, al lado de otra. No voy a poder ser feliz si tú vives —dijo jadeando como si la rabia le generara un gran esfuerzo físico y luego comenzó a gimotear.
Gente entraba y salía por las puertas de un gran edificio blanco, que tenía una placa de metal en su entrada con la inscripción: "Clínica El Pilar". En su consultorio, el doctor Peter se hallaba sentado frente a Daniela con el escritorio entre ambos. La chica tenía una actitud serena y una leve sonrisa mientras oía hablar a Peter.
—Fuiste una estudiante brillante Daniela, hacía años no había tenido una estudiante de tanta excelencia como tú —dijo el hombre.
Daniela intentaba mostrar modestia y humildad, pero muy en el fondo sabía que merecía tales halagos y más.
—Gracias, de verdad significa mucho para mí su reconocimiento —respondió con un tímido tono de voz.
—También me pareces una persona muy madura, fuiste una de las pocas personas que no me juzgó por aquel escándalo... —dijo bajando la cabeza
—Con todo respeto doctor, pero es su vida, y en la vida de los demás nadie debe opinar.
Peter levantó la cabeza, resopló y retomó la palabra.
—Por eso, te ofrezco concursar por un puesto de médico internista en esta clínica. ¿Qué me dices?
Una gran sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el rostro de la chica.
Daniela pasó las siguientes semanas preparándose para todo el proceso del concurso, y así optar al cargo de médico internista. Se tuvo que desvelar hasta altas horas de la madrugada, estudiando por varios días para poder abarcar todo el material necesario, pese a no haberlo dejado todo para última hora. Era mucho el contenido para leer, y muy poco el tiempo del que disponía.
Hojeó las últimas páginas de su libro de anatomía en su habitación, cabeceando sobre el escritorio. Bostezó y bebió de su taza de café. Revisó su reloj de pulso y, al ver que era ya las 2:50 am, decidió dejar la jornada de estudio hasta ahí.
Dos días más tarde, Daniela se encontraba en un salón de clases presentando la prueba escrita de conocimientos generales, acompañada de otros postulantes. El aula estaba repleta de personas sentadas en los pupitres. Logró que su concentración estuviera dedicada exclusivamente al examen, pero solo por la motivación de esperar alguna vez volver a ver a Ricardo y que la encontrara convertida en un gran médico en ejercicio, para que él se sintiera orgulloso de ella. Sea como fuera, ese incentivo le resultó positivo para sus fines.
El día siguiente, a eso de las tres de la tarde, la doctora Montiel se desenvolvía magistralmente en un auditorio sobre una tarima, presentando una exposición. Usaba un videobeam cuya proyección en una pantalla en la pared mostraba imágenes de las partes del corazón, y ella las explicaba con gran pericia. Un grupo de cinco médicos que fungía como jurado calificador la observaba con atención, entre ellos se encontraba el director de personal de la clínica El Pilar.
La tercera fase del concurso era una entrevista privada con el jurado calificador en la oficina del director de personal de la clínica. Daniela conversaba con ellos de forma amena, y los miembros del jurado le preguntaron por sus datos familiares, anécdotas como estudiante de medicina y acerca de cualquier aspecto que midiera su grado de vocación en la profesión. La doctora respondía muy desenvuelta, sin titubeos y sin ningún signo de inseguridad.
En los pasillos de la clínica El Pilar había un grupo de personas viendo unas hojas de papel, que contenía una serie de listas de nombres, colgadas en una cartelera. Daniela se abrió paso entre la gente y vio una de las listas que llevaba por título: "Resultados del concurso por el cargo de Médico Internista". Todo su cuerpo se estremeció cuando vio el nombre de "Daniela Montiel" de primero por sobre la hilera de los otros nombres. Sus ojos quedaron abiertos hasta más no poder, y leía una y otra vez su nombre sobre el papel. No podía dejar de sonreír y no tenía intención de intentar evitarlo.
Daniela salió del mar de personas y tropezó con el doctor Peter quién llevaba rato observándola.
—¡Aprobé! ¡Gané el concurso! —exclamó, brincando como una niña emocionada cuando le obsequian su regalo más deseado en navidad.
—Felicidades, colega —le dijo Peter.
Daniela le brincó encima sin pensarlo, lo abrazó y él correspondió al abrazo.
Andrés el padre de Ricardo caminó por el pasillo y se topó con Peter y Daniela conversando. Daniela se sorprendió al verlo, lo reconoció enseguida.
—Daniela, quiero presentarte al doctor Andrés Villanueva, el director y dueño de la clínica —dijo Peter—. Doctor ella fue mi más brillante alumna, y acabamos de saber que ha ganado el concurso por el puesto de médico internista, con una excelente calificación.
Daniela se sintió turbada al tener frente a ella al padre de Ricardo. Lo había visto en la graduación de lejos. De cerca notaba el gran parecido físico entre padre e hijo, que la hacían revivir los momentos felices y desgraciados con Ricardo. Ignoraba que esa clínica fuera propiedad del padre del muchacho. Entonces se dio cuenta que en el poco tiempo que fueron novios, Ricardo no le habló mucho de su vida familiar. Era como si el destino quisiera ponerle a su ex novio de nuevo cerca de ella. Extrañaba tanto a Ricardo que pensó que aquello era una señal del cielo.
—Pues bienvenida, joven, me alegra saber que contaremos con recurso humano de excelencia. —Andrés le extendió la mano, y ella la tomó—. Yo creo que usted me parece conocida, disculpe —dijo el doctor Andrés entrecerrando los ojos al verla.
—Debe ser porque... yo estudié con su hijo.
—Ah claro, usted es la joven que se graduó vistiendo la toga toda de blanco, la felicito por eso. Mi hijo no alcanzó tal nivel de excelencia, pero también se graduó con honores. Ricardo está de viaje por Europa de vacaciones y cuando regrese se pondrá al frente de su propia clínica como director.
Un joven de unos veinticinco años de edad los interrumpió, cuando llegó a ellos y se dirigió a Andrés.
—Papá ya estoy aquí —dijo el muchacho.
El joven aparentaba unos veintiséis años de edad, de largo y cuadrado mentón, cejas gruesas y largas, ojos azules vivaces y cabello castaño engominado con perfectos rulos. Tenía mejillas coloradas y rellenas. Era de casi dos metros de altura, su padre le llegaba al hombro. Llevaba una playera ceñida a su atlético torso. Tenía su mano puesta en su estomago y una leve mueca de dolor en su cara.
—Alberto, por lo menos saluda —le dijo su padre—. Él es mi otro hijo, Alberto.
Alberto estrechó la mano de Peter y luego extendió la mano a Daniela, a quien miró de arriba abajo, como si la hubiese visto antes, y abrió más los ojos cuando ella le dijo su nombre.
—¿Daniela Montiel? —repitió el muchacho, como si la hubiese recordado de algún lado, mientras le estrechaba la mano.
Daniela supuso que Ricardo le había hablado de ella en algún momento, y a juzgar por su mirada de asco y burla, no debieron haber sido cosas buenas las que le mencionó su ex novio.
—Papá, disculpa pero no aguanto el dolor —dijo apretándose el estómago.
—Bien yo debo retirarme a atender a mi hijo, quien de nuevo sufre una indigestión por estar comiendo porquerías de hamburguesas en la calle. Con permiso, y Peter, encárgate de empaparla con todos los detalles de su nuevo lugar de trabajo —dijo Andrés.
—Pierda cuidado —le respondió Peter—.
Andrés se retiró, caminó por un largo pasillo y el personal médico, enfermas, doctores y limpiadores, que encontraba al andar, le abrían paso, y hasta parecía que le harían reverencia. Alberto giró su cabeza para echarle una última y rápida ojeada a Daniela. Ella pensó que tal vez él le diría a Ricardo que ella estaba trabajando en la clínica. Quizá a él le molestaría, pero para ella significaba mucho que él la recordara, y que supiera que seguía cerca de él.
—Te llevaré a conocer toda la clínica —le propuso Peter.
Mientras comenzaba a caminar por los interiores del centro médico, guiada por Peter, Daniela pensó en renunciar a sus planes de trabajar allí; pero fue solo por un momento. Luego se repitió así misma que aquella era una señal de cielo, la cual indicaba que su destino y el de Ricardo era estar juntos. Además, si se quedaba trabajando en la clínica, de alguna forma, a través de Andrés Villanueva, ella estaría cerca de Ricardo, y había una mayor probabilidad de que pudiera volver a verlo cuando él regresara de Europa.
Daniela comenzó a trabajar en la clínica el día siguiente de haber conocido el resultado del concurso. Tenía su propio consultorio, era más pequeño que el del director, pero para comenzar le pareció que estaba más que bien. En la mañana, apenas tenía unas horas en la clínica cuando se encontró con la primera situación de emergencia. Varios paramédicos llevaban de prisa, sobre una camilla, a un niño obeso que convulsionaba, mientras expulsaba una espesa espuma por la boca, a borbotones. Daniela corrió junto a la camilla, a cuyo lado también iba Liliana una joven enfermera.—Doctora Montiel, este es un niño de diez años, que consumió un potente destapador de cañería. Se presume que llevaba varias horas inconsciente en su casa, cuand
Muchas personas salían y entraban por las puertas del edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad Central, aquella tarde en que Daniela se atrevió caminar por el corredor usando una blusa bastante ceñida a su torso, sin ningún bléiser o chaqueta sobre ella. Siempre había usado algo para cubrirse su despampanante silueta de estrecha cintura y voluminoso busto, pero esta vez no. Era mitad de semestre, de su primera temporada ya como profesora titular de la carrera de medicina, en la materia de Sistema Endocrino, correspondiente al último año de la carrera.Nadie era inmune a su encanto, y no podían evitar verla a su paso: los hombres cayendo en su embrujo, y las mujeres con envidia. Ese mismo efecto lo producía ya dentro del salón de clases, cuando impartía la materia de pie sobre una pequeñ
Alberto apenas lograba ver que en la habitación, junto a la mesa de operaciones, reposaban varios instrumentos quirúrgicos, pero cuyo uso no conocía: aspirador quirúrgico, mesa instrumental, cajas de instrumentos, bisturí eléctrico, soporte de sueros, carro de anestesia, lámparas móviles, monitor de signos vitales, entre otros.Frente a Alberto, Daniela vestida con uniforme quirúrgico verde. Ella inexpresiva, lo miró por algunos segundos. Él trató de verla de forma fija, pero su cabeza se tambaleaba de un lado a otro. El muchacho intentó hablar pero solo podía balbucear.Daniela lo maldijo con la voz de su mente, y con la misma lo culpó de haberse convertido en lo que era ahora. Cuánto deseaba no estar en esa situación en ese momento. Daría todo por cambiar su vida; porque en la universidad él se hubiese fijado en ella; por te
Daniela se hallaba dentro del confesionario de la capilla parroquial, preparándose mentalmente para ser atendida por su hermano. Daniel abrió la ventanilla y la miró. De inmediato supo que algún problema la acongojaba cuando vio su semblante de angustia. Daniela entrecruzó los dedos de su mano. Sería la primera vez que se confesaba luego de haber hecho su primera comunión a los doce años. —Ave María Purísima —dijo Daniel. —Sin pecado original concebido —respondió con sus manos en plegaria. —Cuéntame lo que te preocupa —Recuerdo cuando mamá, que en paz descanse, nos regañó por la muerte de aquella paloma, la que mataste con tu fonda —le dijo. —Lo recuerdo —le respondió de hombros encogidos, aún lamentando aquel error fatal. La mente de ambos se fue a ese momento de sus vidas. Ambos tenían diez años de edad. En el atardecer, en el patio de la casa, cubierto de una grama de intenso verdor, la alegre niña saltaba la cuerda, mie
— Mi querida Dinora ¿Y qué me dices tú? —le preguntó Carlos, acentuando su tono de sarcasmo, acompañado con un guiño de ojo.—No puede ser verdad —gimoteó Dinora. Su corazón se sacudía con fuerza en su pecho, pese a su debilidad.—Di mi nombre. —Carlos se acercó a la mujer, para que pudiera verle el rostro mejor.—Carlos. —Y rompió a llorar—Si se trata de una venganza, esto sobrepasa por mucho lo que nosotros le hicimos a ustedes —jadeó Enrique. Su nerviosismo no le permitía respirar con facilidad—. Esto es un delito.—Aposté con Carlos, para ver quién acertaba el tiempo que podrías vivir sin hígado y riñones. Y sobre el tiempo que Dinora podría vivir sin… muchas cosas.Martha les señaló a la pantalla del televis