Brad Kurt estaba sentado junto a la ventana del motel, con la mirada fija en el aparcamiento empapado de lluvia. Como era más fácil permanecer despierto que abandonar un sueño profundo, se había asignado a sí mismo la primera guardia. Los sucesos del día que siguieron al fallido intento de recuperar a la hija del comandante le pesaban en los párpados. No ayudó en nada que el letrero de neón de afuera iluminase los miles de millones de gotas de lluvia con colores hipnotizantes.No podía permitirse el lujo de quedarse dormido. El informe de que Shahbaz Wahidi había eludido a los agentes que lo seguían, significaba que un terrorista andaba suelto, libre para atacar a Kamila. Estaba seguro de que el atentado contra su vida iba a ocurrir durante su discurso en los medios de comunicación, pero la estricta seguridad debió de haber disuadido a cualquier posible verdugo. Se frotó ambas manos sobre su cara vigorosamente en un intento de despejarse. Su decisión de convocar a la HRT no había sido
Notando que había omitido su título de agente especial, Mike bajó los brazos y aceptó su firme apretón de manos.—Maddox —dijo el primer agente—. Mira quién es el conductor. —Levantó una bengala para que su compañero pudiera ver el interior.Michael Maddox hizo una mueca de dolor y miró hacia otro lado. —Shahbaz Wahidi. —Golpeó a Mike con una mirada sombría—. Podría habernos sido útil.—No quería matarlo —dijo Mike, experimentando muy poco remordimiento—. Se estaba escapando. Tenemos que volver con Kamila. —En ese mismo momento, detectó el aullido de sirenas que venían de ambas direcciones.—Puede estar tranquilo —dijo Michael, traicionando sus antecedentes militares—. No intente nada.—Llame a su otro hombre —insistió Mike—. Dígale que no arranque la caravana.—Ya le oí —dijo el agente, buscando su teléfono—. No se preocupe. La policía local iba de camino cuando nos fuimos.«Eso es porque yo los llamé», pensó Mike, exasperado. La ansiedad le hizo subir la presión arterial. Odiaba se
Con un clic que hizo saltar a Kamila, la puerta de la habitación trasera se abrió. Una cuerda navegó por el aire y aterrizó a sus pies.—Ata al perro o lo mato —demandó el terrorista, cerrando de nuevo la puerta de golpe.Kamila miró la cuerda como si fuera una serpiente. ¿Quizás podría usarla para bloquear la puerta? Pero no, esta se abría hacia adentro. ¿Para qué más podría utilizarla?El gruñido salvaje de Terry atrajo su mirada hacia sus colmillos desnudos y su nuca erizada. No se parecía en nada al perro que ella conocía. Podía oír la voz de Mike en su cabeza, instándola a que dejara que el perro atacara. Terry era su única arma. Mike lo había entrenado bien, y el terrorista claramente lo temía.Pero no podía hacerlo. Ella simplemente no podía dejar que el leal Terry fuera apuñalado por su culpa. Lágrimas de frustración brotaron de sus ojos mientras pasaba la cuerda a través de la anilla de su collar y lo aseguraba a la base de una silla atornillada. Los nudos eran tan buenos com
Kamila se aferró al cuello de Mike con tanta fuerza, que habría podido estrangular a un hombre más pequeño. Contempló con asombro la belleza del paisaje. ¿Cómo pudo ocurrir una experiencia tan horrible aquí, en este lugar tan hermoso?Los altos árboles formaban un dosel de todas las sombras de verde; el cielo más allá era de un azul profundo y brillante. Ni siquiera el hedor de la gasolina podía superar la pureza del aire fresco de la montaña o el olor familiar del hombre que amaba. La llevó sin decir palabra dejando atrás a Hebert, que entró en la caravana. Cruzó al otro lado de la carretera y la depositó sobre una roca.—Déjame ver —dijo, inspeccionando el hilo de sangre de su cuello que ya comenzaba a secarse. Después arrancó una tira de la parte inferior de su camiseta.—Ni siquiera lo siento —le tranquilizó ella, sorprendida por el temblor desconocido de sus dedos mientras le tocaba el cuello.Mike estaba obviamente conmocionado, sus ojos vidriosos reflejaban todas las cosas que
Kamila intentó animarse. Aquí estaba, disfrutando de una comida a domicilio en su propia casa de Georgetown, con los dos hombres que más amaba en el mundo. Estaba rodeada de comodidades, pero el impactante anuncio de Mike de que regresaba al ejército le había robado su tranquilidad.Hizo a un lado su taza de sopa tom yum y se dirigió a su padre.—¿Cuándo tienes que volver? —La idea de que los dos la dejaran al mismo tiempo amenazaba con hundirla en la desesperación.—No voy a volver —contestó él—. He renunciado a mi mando, cariño.Kamila lo miró con los ojos abiertos como platos. —¿Tú qué?—Trabajaré en el Pentágono, voy a asesorar al Presidente y al Estado Mayor Conjunto. Espero que no te importe si me quedo aquí mientras busco mi propia casa.Ella observó a Mike y vio cómo removía sus tallarines pad thai. —Por supuesto que no. —Al menos no la iban a abandonar del todo—. Espero que no lo hayas hecho solo por mí, papá.—No, no. —Stanley imitó el gesto de Mike—. Le he dado treinta añ
El Centro Médico del Ejército Walter Reed era un hospital gigantesco, de buen gusto, con amplios y brillantes pasillos y obras de arte modernas. Pero aun así olía como un hospital, recordándole a Kamila las ocasiones en que había acompañado a su madre a sus tratamientos. «Ahora soy más fuerte», se recordó a sí misma.Sin embargo, cuando llamaron a la puerta de Spellman, no pudo sofocar su aprehensión. Miró a Mike, pero no vio miedo, solo firmeza.—Adelante —dijo una voz firme.Mike entró en un apartamento diseñado para pacientes que necesitaban rehabilitación a largo plazo. Le había advertido que Spellman había perdido varios miembros, aunque Kamila no estaba preparada para lo que vio: un joven tan terriblemente mutilado, que su visión era más que espantosa. La reconstrucción y la cirugía plástica le habían dado un rostro, pero no era simétrico.—¡TT! —exclamó con un ceceo que indicaba daño en el paladar—. Mierda, ¿eres tú? —preguntó dejando a un lado el mando de un videojuego.—Sí, s
—¡Michael! Kamila sonrió sorprendida al hombre parado en la puerta de su casa.—¿Cómo estás? —Su piel color moka se había oscurecido con el sol de agosto, haciendo que sus ojos gris-verdosos fueran aún más sorprendentes.—Estoy genial. ¿Qué estás haciendo aquí?—Iba a dejar esto en tu buzón cuando escuché tu música.—Sí, estaba haciendo ejercicio. —Hizo un gesto en dirección a su ajustado traje de yoga—. ¿Quieres entrar?—Solo si no te interrumpo —dijo con una rápida mirada.—No, ya he terminado. —Ella dio un paso atrás para dejarlo entrar—. Es verano —añadió encogiéndose de hombros—, así que tengo mucho tiempo libre. —Eso era algo positivo, ya que le había sido imposible concentrarse en el aula, con su corazón y la mente a medio mundo de distancia.—Hola, Terry. —Michael se detuvo en la entrada para saludar al perro, que se le acercó moviendo la cola con entusiasmo.—¿Puedo ofrecerte un trago? ¿Té helado?—Claro.Lo dejó en la sala de estar para traerle un vaso alto de la cocina.—Bo
Mientras subía los escalones, el recuerdo familiar de la frente de Mike contra su pecho la asaltó casi cada vez que subía los escalones de su casa. Pero esta noche, tal vez debido a la confesión emocional de Michael sobre su anhelo por la muerte de su esposa, le picaron los ojos. Metió la llave en la cerradura y encontró la puerta abierta.Detrás de ella, el motor de Michael rugió y retrocedió. Al entrar, su padre salió de la sala de estar. Al ver su expresión demacrada, sintió que la sangre escapaba de su rostro. —¿Qué ocurre?Él se acercó lentamente y puso sus manos sobre sus hombros. —Es Mike —dijo sombríamente—. Está herido.Las llaves se le cayeron al piso de madera. —¿Cómo de herido? —Su voz era apenas un susurro.—No lo sé. Recibí la noticia hace una hora. Fue alcanzado por un artefacto explosivo casero.—Oh, Dios. —Le vino a la mente una visión de Mike con el aspecto de Anthony Spellman.—Lo están transportando a Lanstuhl, Alemania.Unas manchas oscurecieron su visión. El p