HERIDAS QUE NO CIERRAN

El vehículo se sacudía violentamente al avanzar por la carretera encharcada. La sirena, un lamento desgarrador, cortaba la noche mientras la lluvia martillaba el techo metálico con furia insistente. Dentro, el ambiente era denso, cargado de urgencia y miedo. El aire olía a sangre, a sudor y a plástico estéril.

Alessa yacía en la camilla, el cuerpo apenas contenido por las correas. Su pecho se alzaba de forma errática bajo la sábana térmica, y cada exhalación empañaba la mascarilla de oxígeno con un débil velo de vaho. El monitor cardíaco pitaba sin cesar, como un metrónomo que marcaba los latidos de una pesadilla.

Parpadeó, solo una vez. Y allí estaban: las uñas perfectamente pintadas de rojo de su madre abriéndole la boca a la fuerza. «Tómalas, Alessa. Serás libre… y nos liberarás a todos.»

La voz era un susurro que arañaba desde el pasado. El sabor sintético a menta falsa de las pastillas se mezclaba con el de sus lágrimas calientes.

—Presión bajando a 80/50 —gritó un paramédico, mi
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