Luciana no durmió esa noche. La nota que el camarero había dejado seguía en su mano, doblada cuidadosamente, como si el papel ardiera. No había firma, pero no la necesitaba. Conocía esa caligrafía. Esas palabras. Esa contención disfrazada de distancia.Alexander estaba allí.Y había venido por ella.No para interrumpir. No para exigir. Solo para mirar desde lejos, como si ver que ella brillaba fuera suficiente. Pero ¿era suficiente para ella?⸻A la mañana siguiente, Lisboa se despertó con cielo despejado. La ciudad tenía ese aire suspendido entre historia y presente. Las calles empedradas, los tranvías antiguos, los balcones con ropa tendida y flores vivas. Todo parecía invitar a la decisión.Luciana salió del hotel sin rumbo fijo. Caminó hasta perder la nocíon del tiempo. En su bolso llevaba la carta de Elena, su cuaderno y la nota. No había vuelto a leerla, pero cada palabra estaba grabada en su mente.Estás lista para tu segunda historia.Ese “segunda” la había golpeado más fuerte
Lisboa despertó bajo una lluvia ligera. Desde la ventana del hotel, Luciana observaba cómo las gotas desdibujaban el contorno de la ciudad. A su lado, Alexander dormía con el rostro relajado, como si por fin hubiese encontrado algo de paz. Habían dormido juntos, pero no se habían tocado más allá del beso de la noche anterior. No había prisa, no había necesidad de hablar demasiado. Ambos entendían que algo había cambiado.Luciana se sentó frente a su cuaderno y comenzó a escribir. Ya no desde la rabia o el abandono, sino desde la reconstrucción. Las palabras fluían con una claridad que no recordaba haber sentido antes. Había una historia que necesitaba ser contada. Y por primera vez, no tenía miedo de ser ella quien la dijera.Cuando Alexander despertó, la encontró escribiendo con la concentración de alguien que ha sobrevivido a una tormenta. Sonrió y se acercó en silencio.—¿Lo leíste todo? —preguntó ella sin levantar la vista.—Varias veces —respondió él. Su voz tenía ese tono profun
La mañana siguiente al mensaje en el espejo, Lisboa parecía haber cambiado de piel. El cielo estaba plomizo, y el bullicio habitual de las calles se sentía lejano, como si el mundo entero contuviera la respiración. Luciana se despertó antes que Alexander, con el corazón latiendo fuerte, pero no de miedo: de certeza. Algo había cambiado. Algo se había roto para abrir paso a otra cosa.Bajó al lobby con su cuaderno bajo el brazo, vestida con ropa sencilla, sin maquillaje. Mientras pedía un café, escuchó su nombre.—¿Luciana Ferrer?Una mujer de mediana edad, con una carpeta en la mano, se le acercó con discreción.—Soy reportera de El Faro Literario. Me han dicho que estás escribiendo una novela basada en un archivo perdido de Elena D. ¿Es cierto?Luciana la miró fijamente. No respondió de inmediato. El eco de las palabras escritas con lápiz labial rojo aún le vibraba en la memoria.“Algunas historias no deben contarse.”Respiró hondo y respondió con serenidad:—No es una novela. Es un
Oslo los recibió con un cielo blanco y silencioso. Las calles parecían hechas de cristal, y el aire cortaba como un bisturí. Luciana observaba por la ventanilla del taxi los edificios elegantes, el reflejo del invierno sobre los ventanales y los rostros apurados de los transeúntes. Se sentía como si hubiese entrado en una versión paralela de su propia vida.A su lado, Alexander tomó su mano, sin decir nada. Era un gesto simple, pero en él habitaba toda la certeza del mundo.El hotel era sobrio, elegante. Les dieron una suite con dos ambientes. La organización del Congreso de Literatura y Verdad había cubierto todos los gastos, e incluso habían incluido seguridad adicional tras la exposición mediática que había generado su historia.Luciana se sentó frente a la ventana con una taza de té humeante. Alexander la observaba desde el umbral de la puerta del dormitorio, como si temiera interrumpir su silencio sagrado.—Parece que al fin llegamos al lugar donde nos atrevimos a contar todo —di
El cielo de Oslo amaneció cubierto de una bruma densa, como si presintiera lo que estaba por suceder. Luciana se había acostumbrado a esa atmósfera helada, al silencio ordenado de la ciudad y a los gestos cautelosos de quienes sabían demasiado. La conferencia del día anterior había dejado una estela que no solo cruzaba fronteras literarias, sino también fronteras de poder.En la mesa del desayuno, Alexander hojeaba su portátil con el ceño fruncido. La pantalla mostraba una notificación prioritaria: “Weighing Vargas acaba de llegar a Oslo. Reuniones confirmadas con miembros del Círculo Editorial Europeo.”Luciana sintió un cosquilleo en la nuca.—Él está aquí. ¡No puede ser!Alexander cerró el portátil con calma aparente.—Está aquí por nosotros. O por el libro.—Vargas no se mueve por curiosidad. Si vino, es porque tiene una intención clara.⸻Weighing Vargas era una figura conocida en la elite editorial: multimillonario, mecenás de causas selectivas, fundador de colecciones privadas
El amanecer en Oslo tenía un silencio que cortaba. Luciana se despertó con la sensación de que algo había cambiado mientras dormía. Alexander ya no estaba en la cama. Lo encontró frente a la ventana, con el teléfono en la mano y el rostro tenso. El sol apenas iluminaba la alfombra de nieve que cubría la ciudad, y su silueta contra la luz parecía la de un hombre esperando una guerra.—¿Pasó algo?Alexander giró con lentitud. En sus ojos había oscuridad contenida.—Acaban de filtrar partes del manuscrito.Luciana se irguió, desnuda entre las sábanas.—¿Qué partes?—Las que nombran a los financiadores de Nemesia. Incluyeron citas textuales. Está por todas partes. Twitter, foros privados, incluso un canal de Telegram.Luciana sintió una mezcla de miedo y furia.—¡Vargas!Alexander asintió.—O alguien de su entorno. Tal vez fue su forma de demostrar que tiene el poder, incluso cuando no lo dejamos controlar la narrativa.Luciana se puso de pie, caminó hasta la mesa y tomó su cuaderno.—No
El silencio que Alexander guardó después de que Luciana mencionara la llamada de Camila no fue inmediato. Fue construido. Deliberado. Como quien mide cada segundo antes de detonar una bomba. Luciana lo miraba de pie frente a él, sin parpadear. Esperando. Temiendo.—¿Qué es lo que no me dijiste?Alexander desvió la mirada hacia la ventana, donde el reflejo de ambos se recortaba sobre la nieve del amanecer.—Es algo que tenía que contarte… pero no sabía cómo. Porque no se trata solo de mí.Luciana cruzó los brazos.—Entonces cuéntalo ahora. Antes de que se convierta en otra traición.⸻Alexander se sentó. Luciana permaneció de pie. La habitación parecía contener la respiración con ellos.—Cuando publiqué mi primera novela, “La Noche de las Ausencias”, fue un éxito porque había algo auténtico en ella. Pero eso que llamaban “autenticidad”… venía de un archivo. Uno que no era mío.Luciana frunció el ceño.—¿Estás diciendo que la historia era robada?Alexander negó con la cabeza.—No robada
Luciana no había olvidado el video.Podía hablar con Alexander, reconstruir la confianza, planear confrontaciones con Camila o preparar el lanzamiento de su libro, pero el recuerdo de esa imagen suya—dormida, desnuda, grabada sin su consentimiento—la seguía como una sombra adherida a la piel. Cada vez que cerraba los ojos, lo revivía: la vulnerabilidad expuesta, la violencia del silencio, la certeza de que había sido profanada sin siquiera ser tocada.Esa noche, no podía dormir. Se levantó, cruzó la habitación oscura y encendió su cuaderno. Escribió una sola frase:“Me miraron como si no fuera yo. Me robaron hasta el sueño.”Alexander la observaba desde la cama. Después del perdón, después del acuerdo para seguir juntos, había espacio para otra cosa: venganza. Justicia. Reparación.—No podemos dejarlo así, Lu —dijo con voz ronca desde la almohada.Luciana lo miró, sin responder. Volvió a escribir.“La venganza es una palabra masculina. La justicia, femenina. Yo elijo la segunda.”⸻Al