Edneris Morrison ha vivido toda su vida en Portland, Oregón. Su madre estaba embarazada de ella cuando la familia se mudó desde Idaho, buscando un nuevo comienzo después de que su padre perdiera su empleo tras la bancarrota de la empresa de bienes raíces donde trabajaba. Ya tenían una hija, Evelyn, la primogénita, quien se convirtió en la hermana mayor cuando Edneris llegó al mundo. Con dos bocas que alimentar y un futuro incierto, Alberto —el padre— decidió invertir los últimos ahorros que quedaban en el banco para crear su propia empresa de bienes raíces. Contra todo pronóstico, el negocio prosperó. Tres años después, con la empresa en su mejor momento, la familia celebró una nueva noticia: Fabiola, la madre, estaba embarazada de nuevo. Esta vez sería otra niña, a la que decidieron llamar Cloe.
La familia Morrison parecía una más del montón, pero no lo era. Las tres hermanas tenían personalidades completamente distintas, lo que causaba los típicos roces entre hermanas. Evelyn, la mayor, quería mandar siempre: ser la primera en los juegos, acaparar lo mejor y llamar la atención. Edneris, en cambio, no se dejaba imponer. No necesitaba esforzarse para destacar, y cuando Evelyn se ponía mandona, simplemente la ignoraba. Cloe, la menor, quedaba atrapada entre ambas, y solía obedecer a Evelyn por miedo a que la dejara de hablar. Tenía un carácter dulce, algo sumiso y buscaba complacer a todos.
Edneris no pasaba desapercibida, sus grandes ojos almendrados, adornados por largas pestañas azabache, contrastaban con su largo cabello negro que caía hasta más allá de sus caderas. Su mirada ámbar, heredada de su abuela paterna, la distinguía de sus hermanas, quienes compartían el marrón oscuro de su madre. Era eso lo que siempre llamaba la atención, aunque no de la mejor manera. Tras cada cumplido por su apariencia venía una burla sobre su sobrepeso, la comparaban con un cerdito por sus mejillas rosadas y redondeadas, y aunque lo decían con una sonrisa, dolía. Durante años, desde la infancia hasta la adolescencia, fue objeto de críticas constantes, sus compañeros de clase la molestaban con apodos crueles, e incluso Evelyn contribuía con burlas en casa.
Cansada de escucharse a sí misma prometer que no le importaba, tocó fondo. A los quince años, cuando el verano llegó y las clases terminaron, decidió que era momento de un cambio, usó sus ahorros, se inscribió en un gimnasio y, acompañada por su madre —escéptica al principio—, visitó a una nutrióloga, el proceso fue duro, pero se mantuvo firme.
Al regresar al instituto, nadie la reconocía. Ni sus profesores. Ella no buscaba atención, pensó que al bajar de peso se volvería invisible, pero no fue así, los chicos que la habían molestado empezaron a invitarla a salir, las chicas que la ignoraban ahora querían que se sentara con ellas. Edneris no olvidó, disfrutó rechazarlos a todos y quedarse con su pequeño grupo de amigas, las "nerds" para el resto del mundo, pero sus aliadas más fieles. A los dieciséis, lo único que le importaba era aprobar sus exámenes de admisión universitaria, había sido adelantada un año en el colegio y soñaba con estudiar enfermería, sin embargo, sus padres tenían otros planes: querían que siguiera los pasos de Evelyn, quien estudiaba finanzas, para que un día trabajara con su padre.
Pero Edneris no era de seguir caminos ajenos, se inscribió en la Universidad de Portland para estudiar enfermería, durante todo su primer año, sus padres hicieron de todo para disuadirla: le amenazaron con reducirle la mensualidad y finalmente se la retiraron por completo, querían una segunda hija graduada en finanzas, no una enfermera. Las discusiones fueron constantes, hasta que Edneris tomó la decisión de irse de casa antes de cumplir los diecinueve, aquella Navidad, por primera vez, la mesa familiar estuvo incompleta.
Necesitaba dinero, y para no convertirse en una carga para su amiga, con quien compartía apartamento, aceptó un trabajo como bailarina de belly dance en un club nocturno, nunca imaginó bailar para hombres, pero el sueldo era alto y la dueña del local, una mujer firme, pero justa, le sugirió usar antifaz o velo para preservar su identidad.
Las primeras dos semanas fueron un tormento. Aunque el club era elegante, sus valores chocaban con los principios religiosos que su padre le había inculcado, pero esos mismos valores él no los aplicaba. La noche en que lo vio entrar al club con dos amigos casi le da un infarto, no bailó esa noche y aceptó el descuento en su sueldo, a partir de entonces, mandó al diablo los valores que no le eran propios. Sacó provecho de las clases de baile que había tomado y, en dos meses, se convirtió en la estrella del lugar, tomaba clases extra por las tardes y bailaba por las noches, las propinas eran generosas, el sueldo aún más y la dueña del club no solo la mimaba, sino que le asignó seguridad para evitar que alguien se propasara, Edneris no era una prostituta, era una bailarina.
Al iniciar su segundo año de universidad, fue elegida para acompañar a su profesor a una charla para alumnos de primer año, allí conoció a Isaac Thompson; un joven de dieciocho años, de cabello castaño ondulado, ojos marrones y una sonrisa que no le quitó de encima en toda la charla. Después de eso, Isaac la buscó, le habló y, tras unas cuantas salidas, le pidió que fuera su novia, no era su primer novio, pero Isaac era distinto: romántico, atento, un verdadero caballero. Cartas, chocolates, flores, parecía un cuento de hadas, sin embargo, Edneris decidió ocultarle su trabajo, no por vergüenza, sino porque sabía que Isaac tenía ideas muy conservadoras al respecto.
Isaac había sido criado por su padre y sus abuelos. Owen Thompson fue padre a los trece años, tras un encuentro irresponsable con una joven que, tras dar a luz, dejó al bebé en la puerta de su casa y desapareció para siempre. Owen, ahora adulto, era encantador, más aún que su hijo, con su físico cuidado, ojos verdes y un característico lunar de canas en la frente, era carismático y elocuente, apoyaba completamente la relación de su hijo con Edneris y, al saber que Isaac quería vivir con ella, les ofreció uno de sus apartamentos, le pareció una decisión apresurada, pero les concedió el espacio.
Lo que Edneris no imaginaba era que esa convivencia traería consigo decisiones difíciles, secretos, y una verdad que tarde o temprano saldría a la luz.
Edneris guardaba sus lapiceras en el estuche de pelito gris, aún con las manos temblorosas, acababa de exponer frente a toda la clase, sola, mientras los demás lo hacían en grupos de cinco, no era castigo, ni tampoco un acto de crueldad por parte de los profesores, en realidad, la estaban preparando.Ese semestre, los docentes decidieron que Edneris haría sus exposiciones por cuenta propia, no porque no la quisieran, al contrario, sino porque veían en ella algo excepcional, con un promedio sobresaliente en todas las materias, sabían que tenía potencial para conseguir uno de los codiciados lugares en el hospital más prestigioso de Portland. Solo unos pocos estudiantes lograban entrar ahí para realizar su servicio social, y sus profesores querían darle todas las herramientas posibles para destacar, incluso, una de sus maestras solía decir que, si seguía a ese ritmo, no le tomaría mucho convertirse en jefa de enfermeras.Guardó primero su cuaderno de apuntes y antes de meter el estuche,
Para Edneris la noche anterior había sido una de esas raras y buenas jornadas en las que la propina mínima era de cinco mil dólares, y Edneris había tenido la suerte de hacer tres bailes privados, uno para cada uno de sus admiradores más frecuentes del club.El primero era un ingeniero de unos cincuenta años, divorciado y ya con nietos, iba cada jueves sin falta solo para verla bailar en privado, jamás le había faltado el respeto ni le había hecho insinuaciones incómodas; a veces, al terminar, le pedía que se quedara un rato más conversando mientras él bebía un vino costoso. Edneris, por su parte, solo aceptaba una botella de agua, era un cliente generoso, silencioso y, en cierto modo, casi inofensivo.El segundo era un pastor casado, de unos cuarenta años, cuya presencia siempre le provocaba un malestar difícil de explicar, elegía siempre las mismas dos canciones, se sentaba con las manos entrelazadas, la miraba en silencio y luego le daba una propina considerable solo por verla move