La traición. 2

Para Edneris la noche anterior había sido una de esas raras y buenas jornadas en las que la propina mínima era de cinco mil dólares, y Edneris había tenido la suerte de hacer tres bailes privados, uno para cada uno de sus admiradores más frecuentes del club.

El primero era un ingeniero de unos cincuenta años, divorciado y ya con nietos, iba cada jueves sin falta solo para verla bailar en privado, jamás le había faltado el respeto ni le había hecho insinuaciones incómodas; a veces, al terminar, le pedía que se quedara un rato más conversando mientras él bebía un vino costoso. Edneris, por su parte, solo aceptaba una botella de agua, era un cliente generoso, silencioso y, en cierto modo, casi inofensivo.

El segundo era un pastor casado, de unos cuarenta años, cuya presencia siempre le provocaba un malestar difícil de explicar, elegía siempre las mismas dos canciones, se sentaba con las manos entrelazadas, la miraba en silencio y luego le daba una propina considerable solo por verla mover las piernas, nunca intercambiaban más palabras de las necesarias, y Edneris procuraba no quedarse más de lo estrictamente pactado.

El tercero era quizá el más extraño, o el más normal, dependiendo de la perspectiva. Un programador técnico, también casado, con cuatro hijos y ojeras perpetuas, a veces iba solo, otras acompañado por su esposa, quien observaba cada movimiento con una mezcla de curiosidad y resignación, usaban a Edneris como una forma de escape, ella era, literalmente, su descanso de la paternidad.

Fueron al cine y, tal como lo había prometido, Edneris pagó las entradas y todo lo que se les antojó de la dulcería, trabajaba todas las noches de lunes a sábado y se sentía con derecho a darse un capricho de vez en cuando, sobre todo si era en compañía de sus dos mejores amigos, le hubiera encantado llevar también a Cloe, pero su hermana tenía clases esa tarde.

Al salir de la sala, mientras paseaban sin prisa por el centro comercial, pasaron frente a una joyería, Edneris se detuvo un momento frente a la vitrina, atrapada por el brillo discreto de un reloj plateado, era elegante, sobrio y tenía ese toque clásico que sabía que a Isaac le gustaría, su cumpleaños se acercaba y pensó que sería un regalo perfecto, sin pensarlo demasiado, entró a la tienda y lo compró.

Casi al salir del centro comercial, el ambiente relajado se rompió de golpe; se topó de frente con su madre, Fabiola, quien paseaba con varias bolsas colgando de los brazos "Compras de relajación", solía decir, aunque Edneris siempre lo vio como lo que era, un derroche innecesario en cosas que no necesitaba.

— Creí que estarías en la universidad. — comentó Fabiola, dándole un beso rápido en la mejilla a su hija, como quien cumple con una obligación.

— Los viernes salimos temprano. — respondió Edneris, con una leve sonrisa que se desvaneció apenas notó cómo su madre ignoraba por completo a sus amigos, se sintió incómoda; Fabiola nunca los había aprobado.

— Vamos por un café, tú y yo, hace mucho que no tenemos una plática de chicas. — dijo Fabiola con una sonrisa ensayada, sin siquiera mirar a Alice o Steve.

— No lo creo... — Edneris bajó la mirada, sabiendo exactamente lo que "una plática de chicas" significaba: críticas veladas, reproches disfrazados de consejos, y una lista interminable de cosas que según su madre estaba haciendo mal.

— Ed, nos vemos en el trabajo... — dijo Alice con un abrazo rápido — Se va a poner más intensa si la rechazas. — susurró en su oído.

— No me dejen. — murmuró Edneris con expresión de súplica.

— Nos vemos el lunes, bonita, gracias por todo... — añadió Steve, dándole un abrazo cálido — Solo piensa que estás en el paraíso, comiendo uvas en la mano de tu sexi suegro. — susurró con picardía, logrando sacarle una risa ahogada.

— ¿Tanto te despides de ellos? Ni que fuera la última vez que los vas a ver, deberías estar más pendiente de mí y no de esos dos. — espetó Fabiola, cruzándose de brazos.

— ¡Ya, mamá! — exclamó Edneris, rodando los ojos mientras caminaba junto a ella, Fabiola la observó de pies a cabeza con una expresión de desdén mal disimulada.

— ¿No tienes otra ropa para cambiarte? — preguntó con tono crítico.

— Es mi uniforme de enfermería, mamá, y aunque tuviera ropa de cambio, no tengo por qué hacerlo. — respondió, mirando su atuendo con resignación.

— Si hubieras estudiado finanzas, no tendrías que andar por ahí vestida con ese uniforme tan corriente, pareces ridícula con ese pijama celeste, ojalá no me cruce con ninguna de mis amigas, qué vergüenza que vean a una de mis hijas hecha un desastre. — murmuró Fabiola, mirando a su alrededor antes de entrar a la cafetería, como si temiera que alguien la reconociera.

— De verdad que no te entiendo... — respondió Edneris, con el fastidio marcado en la voz — Hay padres que estarían orgullosos de que sus hijas estudiaran enfermería y tú lo ves como si fuera una humillación. — le parecía mentira que las cosas fueran así con sus padres.

— Perdóname por no querer que tu destino sea limpiar babas y excremento de desconocidos... — se giró a mirarla con desdén — Tienes una mente brillante y la desperdicias así, pudiste tener un futuro prometedor en la empresa de tu padre, esa inteligencia nos habría servido para llevar el negocio a otro nivel. — sin esperar respuesta, Fabiola caminó con paso firme hasta una de las mesas más alejadas del local, buscando privacidad como si fuera una celebridad huyendo de los paparazzi.

— Esta conversación ya la hemos tenido mil veces, mamá, y no pienso repetirla. — dijo Edneris, dejándose caer en la silla, harta de tener que justificarse otra vez.

— Ojalá Cloe recapacite antes de terminar el primer año, esa tontería del arte y diseño no la llevará a ninguna parte, pobrecita, va a morirse de hambre. — añadió con desdén, y chasqueó los dedos para llamar a la mesera como si fuera su sirvienta personal.

— ¿Qué les sirvo? — preguntó la joven con una sonrisa amable, ignorando el tono altanero.

— Un americano y una tarta de manzana. — ordenó Fabiola sin mirarla.

— Yo no quiero nada, gracias. — dijo Edneris, cruzando los brazos.

— Pide lo que quieras, hija, yo invito, sé que con lo que ganas como mesera no te alcanza ni para un café. — dijo Fabiola, con una sonrisa venenosa.

— No quiero nada, muchas gracias. — dijo Edneris con una sonrisa amable hacia la mesera, antes de volver su mirada, esta vez mucho más fría, hacia su madre.

— No me mires así, hija, con esos ojos tan grandes que parece que me vas a fulminar, solo quería que te dieras un gustito, algo lujoso por una vez. — respondió Fabiola, encogiéndose de hombros con fingida inocencia.

— No necesito tu caridad, mamá, gano lo suficiente para darme mis propios gustos. — contestó Edneris, reclinándose en la silla con los brazos cruzados, dejando claro que no pensaba caer en el juego.

— Ay, qué delicada te has vuelto... — bufó Fabiola, acomodando las bolsas de sus compras en la silla de al lado — Solo intento apoyarte y tú te lo tomas como si te estuviera insultando. — parecía que su madre no se daba cuenta de lo que hacía.

— ¿Eso llamas apoyo? — murmuró Edneris, apretando la mandíbula.

— En fin... — continuó Fabiola, ignorando el comentario — Anoche tuvimos una cena en casa con Larisa y Héctor... — hizo una pausa dramática — También invitamos a Isaac, estuvimos hablando de cosas importantes. — Edneris parpadeó, confundida, antes de fruncir el ceño.

— ¿Invitaste a mi novio sin siquiera avisarme? — pregunto incrédula.

— Tú nunca quieres venir, siempre pones como excusa el trabajo... — replicó Fabiola con tono indiferente — El chico es muy dulce y sus abuelos encantadores, fue una velada encantadora. — sonrió con suficiencia.

— ¿Y aún te preguntas por qué nunca quiero ir? — la incomodidad comenzaba a convertirse en enojo.

— Porque eres una dramática, simplemente... — dijo Fabiola, alzando una ceja y apretando los labios en una mueca forzada — A tu padre le encanta Isaac, es un muchacho inteligente, educado, tiene futuro, después de la cena, estuvimos conversando, porque hay una situación. — en ese momento, la mesera regresó con el café y la tarta de manzana, interrumpiendo la tensión justo cuando comenzaba a escalar.

— ¿Qué situación? — suspiró Edneris, preparándose para lo peor, con su madre, las noticias nunca eran buenas.

— Hace unas semanas, Evelyn me confesó que se enamoró de Isaac... — Fabiola dejó caer la bomba como si hablara del clima — Tu padre y yo lo hablamos con calma y llegamos a la misma conclusión; deberías terminar con él y dejar que tu hermana tenga una oportunidad, la pobre no ha encontrado a ningún buen hombre y con Isaac harían una pareja preciosa... — siguió hablando como si Edneris no fuera su hija — Además, es tu hermana mayor, su felicidad debería estar por encima de la tuya, tú aún puedes conseguir a otro chico. — Edneris se quedó con la boca abierta, mirándola sin poder creer lo que acababa de escuchar.

— ¿Me estás jodiendo? — preguntó, entre atónita e indignada.

— Te hablo muy en serio... — respondió Fabiola con total frialdad — Tú no te mereces a ese muchacho, sus abuelos tampoco te quieren, por cierto, pero a Evelyn la adoran, es elegante, sofisticada y tiene buena presencia, tú deberías entenderlo. — Edneris sintió cómo el enojo le subía hasta el pecho.

— Gracias por decírmelo, lo primero que haré será hablar con Isaac y decirle que no vuelva a aceptar ni una sola de tus invitaciones si yo no estoy presente, como madre, eres una desgracia, por eso prefiero mantenerte lejos de mi vida, todo lo que yo tengo, tú lo quieres para Evelyn, como si yo fuera un accidente. — apretó los puños con furia, estaba conteniendo su lengua.

— Ponte en el lugar de tu hermana... — insistió Fabiola, sin inmutarse — Tiene veintiséis años, ya no es una niña y aún no encuentra a un buen hombre, se enamoró de tu novio porque es justo lo que siempre soñó, tú puedes conseguirte a otro, ahora pásame el azúcar, que a mi café le falta dulzura. — Fabiola tomó la taza con calma, como si acabara de hablar de algo trivial, Edneris, por dentro, sentía el mundo arder.

— No entiendo en qué momento se convirtieron en una basura de padres. — dijo Edneris, tomando el azucarero con fuerza, por poco se lo lanza, pero se contuvo.

— Estamos pensando en el bienestar de nuestra verdadera heredera... — replicó Fabiola, sin inmutarse — Además, Héctor quiere hacer negocios con tu padre, y si Evelyn termina con Isaac, podríamos unir fortunas, tú, en cambio, eres un caso perdido, una burra que solo quiere hacer lo que se le da la gana. — Edneris se puso de pie de golpe, la silla rechinó contra el suelo.

— Gracias por arruinarme un día bonito. — dijo con voz temblorosa, tomando su mochila, dio media vuelta y se marchó sin mirar atrás, Fabiola la siguió con la mirada, confundida, como si no entendiera el motivo de su reacción.

— ¡Edneris! — la llamó al levantarse de golpe — ¡Edneris, regresa ahora mismo! — pero su hija ya la había ignorado por completo.

Mientras se alejaba, Edneris no podía evitar repasar mentalmente todo lo que había callado durante tanto tiempo, sabía que Owen, el padre de Isaac, la quería y siempre la había tratado con respeto y cariño, pero los abuelos, eso era otro infierno, para Larisa, ella no era más que una oportunista cazafortunas que quería corromper a su dulce nieto.

Lo que Larisa no sabía y tal vez nunca llegaría a saber, era que su propio esposo era quien se comportaba como un verdadero degenerado, había visto a Héctor por primera vez en el club acompañado de su padre y desde entonces no le quitaba los ojos de encima. Esa noche le envió tragos caros con las meseras y hasta quiso pagar por un privado con ella, Edneris lo rechazó tajantemente y tuvo que pedirle a seguridad que hablara con él para que dejara de molestarla, ella no bebía mientras trabajaba y tampoco aceptaba clientes así, por más dinero que ofrecieran.

Desde entonces, dejó de trabajar los domingos, ese era el único día que Héctor iba al club y aunque el ingreso era jugoso, su tranquilidad valía más, era solo una de las muchas razones por las que estaba considerando renunciar, a pesar de lo bien que le iba económicamente.

Ese día, mientras caminaba entre la gente del centro comercial, lo sintió más claro que nunca, no importaba cuánto ganara, había demasiadas cosas que estaba pagando con su paz. 

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