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    El padre de Charley trabajaba en una de las brigadas de extracción, pero el hermano todavía no se había ganado el puesto, por lo que lo hacía en la brigada de los pilares, que eran los encargados de retirarlos después que se agotara el material de la grieta. A medida que se abandonaba la grieta, se sacaban los troncos de madera y se destruían las columnas de carbón, extrayendo el mineral en retirada, teniendo que salir huyendo a menudo con la muerte pisándole los talones tras el colapso del techo despojado de sus soportes, sepultando en más de una ocasión a los vivos junto a los muertos sin familia que dejaban atrás para no tener que enterrarlos. En esta brigada trabajaban los jóvenes fuertes y rápidos, mientras que a los más pequeños como Charley se les asignaban tareas menos peligrosas, pero no menos difíciles. Durante la jornada sacaban el mineral en canastas para llenar los vagones, luego arriaban estos vagones llenos de carbón hasta el elevador que lo sacaba a la superficie y los traían de vuelta una vez que descendían vacíos. En este trabajo, que incluía también suministrar agua, avisar del peligro de escape de gases, rellenar las lámparas, llevar recados y mil pequeñas cosas más, tendría que permanecer Charley por dos o tres años para luego pasar a los pilares y, si sobrevivía a todo esto, entonces llegaría a los túneles a trabajar directamente en la extracción, donde se pagaba un poco más y estaba destinada casi exclusivamente a los padres de familia, para que ganaran el sustento de las mismas. Ahora entraría en el hogar un poco más de dinero para comer aunque no mucho, pues la mayor parte  se destinaba a gastos personales de los miembros, como la bebida y las mujeres. De esta forma Charley, que ganaba menos que su hermano y su padre, conseguía llegar a fin de mes con más dinero que ellos al no tener gastos extras en estos menesteres.

Así comenzó la vida laboral de Charley. Su cuerpo no estaba acostumbrado a semejante esfuerzo físico y cuando llegaban a la casa el chico no tenía ganas de protestar ni energías para hacerlo. Tan cansado terminaba que la mayoría de las veces ni se bañaba, durmiéndose con la misma ropa que al otro día usaría para ir al trabajo. Con el tiempo se adaptó igual que todos, permitiéndole tener unas horas extras para otras cosas, entre ellas leer, que siempre llamó su atención y solo lo conseguía hacer muy defectuosamente. Los periódicos que llegaban esporádicamente a las oficinas de las minas y que algunas veces echaban en la b****a, le servían para aprender y conocer un poco del resto del mundo, que seguía siendo un completo misterio para él. A través de esas lecturas, pudo adquirir una vaga idea de cómo funcionaban las cosas fuera de las pocas millas que conformaba su universo. Razonaba a solas durante las noches y los domingos sobre lo que leía tendido en su cama, cuando su familia lo dejaba en la casucha. Llegó a la conclusión de que existían personas que poseían un montón de dinero, personas que siempre eran dueños de fábricas o de propiedades como el señor Thomson, que vivían en casas maravillosas y autos mecánicos que los trasladaban de aquí para allá, llevando una vida cómoda mientras engordaban envueltos en ropas bellas y elegantes sombreros. Siempre se hablaba de ellos y de su vida, si se casaban, si tenían hijos, si compraban una fábrica, etc. Luego estaban los políticos que también eran muy mencionados y aunque no parecían tener tanto dinero como los primeros, sí eran tan importantes como ellos, al ser los responsables de m****r a todo un país a la guerra o a la bancarrota. Los que pertenecían a la corte, como reyes y príncipes eran una mezcla de los dos anteriores, teniendo dinero y poder sobre las personas. La gente como él ni se mencionaban en ningún sitio a no ser como colectividad, en las ocasiones que iban a las huelgas o a la guerra, pero nunca como sujetos individuales.

    Una cosa llamaba la atención del joven en los periódicos por encima de las demás y era la columna dedicada a los asesinatos e investigaciones. Allí era el único sitio en que los ricos y pobres eran protagonistas por igual y aun así, cuando era una persona rica la que se mencionaba tanto de asesina como de víctima, el escrito era más extenso que si era un cualquiera. Se describían con lujos de detalles los asesinatos más atroces que sacudían la sociedad, mostrando retratos o dibujos de los culpables o sospechosos. Siempre eran unos hombres de aspecto temible, con barbas insultas y ojos penetrantes. A menudo se imaginaba cómo luciría su propia foto en el papel. Seguro que nadie se podría creer que un joven tan limpio y frágil podría hacer semejantes barbaridades y en un juicio lo dejarían libre sin duda alguna. Describirían en sus hojas impresas la muerte del viejo Andy, la que por cierto, nadie lamentó, sintiéndose un poco incómodo que se hubiese tomado tantas molestias para que nadie lo notara y atribuyeran su deceso a un accidente, incluso cuando se le olvidó quitar el cable que aseguraba la puerta sin que se fijaran tampoco en eso. O cómo describirían el rapto y el asesinato de la niña vecina suya, por quien ni la policía se presentó.

Siempre se fijaba en los homicidios sin resolver que eran muchos más que los resueltos y pudo adivinar tras algunos de ellos, a colaboradores de Dios que hacían su mismo trabajo pero que no habían sido tan cautelosos como él y los capturaban o perseguían sin tregua. Charley quedó sorprendido de lo fácil que era salir impune de un acto así; las personas estaban tan ocupadas en sus cosas y problemas diarios que no se percataban de lo que sucedía a su alrededor y la policía ni se presentaba a investigar. Entonces cayó en la realidad de lo que sucedía. En los periódicos la mayoría de los casos que salían eran porque las víctimas eran señores acaudalados o finas señoritas de la alta sociedad y casi nunca se mencionaban las muertes de tantos y tantos pobres que pasaban a mejor vida en la miseria. Y era que él y el resto de las personas que conocía no eran parte del mundo, solo piezas que se sustituían a medida que morían por otras igual de sustituibles, baratas y desechables.

    Una especie de vacío existencial se apoderó de la conciencia de Charley por primera vez en su corta vida. El conocimiento a veces causa esa sensación en los seres de espíritu activo, cuya comprensión del mundo y de la vida es limitada, creando más preguntas que respuestas cuando descubren algo tan grande  que escapa a su entendimiento. No era un ser especial para el mundo como todos pensamos que somos en algún momento de nuestra vida; era solo un gusano más en el basurero de la humanidad, sin una razón válida para su existencia que no fuera vivir a duras penas para que otros, los que conformaran la parte vivible del planeta. Los que realmente existían, los que importaban, podían decidir lo que se hacía y lo que no en el mundo real. Se sintió sin un lugar que ocupar en el universo que era en realidad mucho más enorme de lo que él pensaba que era y que, de saberlo, seguro lo hubiese deprimido tanto que con completa seguridad lo hubiese llevado a terminar bajo las ruedas del tren de carbón. Por suerte para él y por desgracia para muchos, su recién estrenada visión del mundo no fue suficientemente aplastante para acabar con él y decidió por puro instinto, sin que mediara una gota de consciencia, proseguir con su vida. Dejó por un tiempo de creer en su relación especial con el creador y pensó que se burlaba descaradamente de la fe que le profesaba. Su voz no se calló nunca, sin embargo tuvo la fuerza suficiente para no hacer lo que le decía, oponiéndose con la misma resolución que le llevó a convertirse en su soldado más fiel.

  No esperaba una revelación, ni descubrir en el futuro la razón de una existencia plena, fue un hecho fortuito quien le proporcionó un asidero al borde mismo del precipicio y vino del lugar menos esperado por Charley. Su padre siempre hablaba despectivamente de la iglesia y de los que acudían a ella los domingos, en busca del perdón por los pecados producidos durante toda la semana a plena conciencia del pecador. Una noche en que no podía dormir, escuchó a su padre decirle a su hermano que en otros países la gente adoraba a otros Dioses e incluso al mismo Dios que ellos, pero de una forma completamente diferente. Eso dejó a Charley pensativo durante mucho tiempo.

Qué pasaría si el Dios que él creyó conocer no era el mismo que le hablaba y en definitiva no estaba tan equivocado. Otra vez resurgió en él la fe y se dispuso a averiguar cuál era el verdadero señor que le guiaba a cometer los hechos purificadores que tanto bien le hacían sentir. Al fin de cuentas no podía negar su existencia porque le escuchaba claramente cada día de su vida. Tenían que pasar todavía tres meses para que se debelara ante sus ojos el plan divino que esperaba por él. Por el momento, halló una especie de consuelo provisional en la compañía de los hombres que vivían en las barracas pegadas a la mina. Hombres extremadamente rudos y violentos que seguían un código y una ley impuesta por ellos mismos en el transcurso del tiempo y que no se había escrito en ningún sitio. La ley era simple y directa, no se podía tocar nada que no fuera tuyo y se tenía que respetar el resultado de las apuestas y juegos, sino lo pagarías con tu sangre y en muchas ocasiones con tu vida. Los hombres se daban a respetar con el tiempo y se convertían en líderes que podían ser removidos por haber muerto en la mina o por un altercado en las barracas. Si alguien estaba en desacuerdo con el desenlace de algún problema o pensaba que se había hecho trampa en su contra, se enfrentaban retadores y retados en una justa sin ventaja para ninguno de los dos. Si uno lograba ganar limpiamente la pelea se daba como válida, independientemente del resultado. No se permitía la traición aunque no siempre se atrapaba al infractor, quedando impune uno más que otro al huir a tiempo o  al encubrir adecuadamente su fechoría. Estos hombres traían en su cuerpo grandiosos dibujos de infinidad de Dioses y eso lo convenció de que le había estado poniendo un rostro equivocado al suyo. No regresó más a la iglesia del pueblo y se armó de paciencia hasta descubrir el correcto por su cuenta.

     Al contrario de lo que pensaba su padre, Charley no hizo amigos en la mina. En lugar de hacerse amigable con el roce de otros chicos de su edad, se encerró más en su desdicha secreta. Odiaba cada segundo que corría de tiempo, odiaba cada vez que salía el sol, odiaba a esos pobres miserables que compartían con él su maldita suerte. Odiaba cada pedazo de carbón que salía de ese enorme y oscuro agujero, abierto en medio de la nada y del cual emanaba un finísimo polvo negro que se esparcía muchos kilómetros a la redonda, aniquilando todo lo que pareciera estar vivo, apoderándose poco a poco de cada átomo de materia, robándole no solo el color al paisaje y a los seres, sino que parecía adentrarse en el interior de las cosas, ennegreciéndolas también en su esencia, dejando sin alma incluso a las personas, aunque se movieran y respiraran ya habían muerto, solo que todavía no lo sabían. Se metía sobre todo en los pulmones, provocando que en todos los lugares, los hombres estuviesen tosiendo y soltando espesos gargajos negros, que se sumaban a la negrura de la tierra, haciendo que se le revolviera el estómago a cuanta persona no estuviese acostumbrada, cosa que no lograba el viejo Andy con todos los despojos humanos, sangrantes y mutilados que ponía frente a su casa.

    Con esta actitud pronto fue apartado por el grupo de chicos de la mina, cosa que no le desagradó, al fin y al cabo él no pretendía pasar mucho tiempo en ese lugar. Su futuro era otro, con el cual no había soñado, porque para poder soñar con algo tenía que haberlo visto antes y él nunca había visto otra cosa que miseria y trenes ruidosos e interminables. Ahora su experiencia se extendía un poco más al estar en contacto con aquellos hombres que narraban historias de lugares maravillosos y llenos de colores, lugares donde el sol brillaba con fuerza y el suelo estaba cubierto de una fina y fresca capa de hierba y árboles frondosos, lugares que visitaban con la imaginación mientras tomaban alcohol destilado por ellos mismos y jugaban a las cartas o a los dados. Charley buscaba estar cerca de estos hombres fuertes llenos de dibujos formidables en todo su cuerpo y que, según ellos mismos narraban sus aventuras, sobre todo con mujeres y los viajes que habían hecho en sus agitadas vidas.

    Pronto lo notaron y debido a su silencio lo aceptaron tácitamente, pensando que su comportamiento se debía al respeto que el muchacho profesaba a los adultos, y no a que ese era su carácter, retraído y observador. El padre y el hermano sí le conocían, por eso no les asombró que se arrimara a los grupos más rudos. Éstos lo tomaron como una mascota, llegando a protegerlo de algunos roces que siempre se dan cuando hay tantos hombres en espacios reducidos. Lo entrenaban tanto en el trabajo como en la vida, convirtiéndolo en un erudito de conocimientos inútiles y de conceptos errados que al ir creciendo los fue tomando como filosofías de vida. Conceptos machistas, donde el hombre era quien mandaba y debía ser obedecido por la mujer a todo costo, convirtiéndolas en solo un objeto que para lo único que servía era para saciar las necesidades del hombre. Conceptos como los del macho alfa, el jefe de la manada, el que tenía que imponer su criterio y luchar cuando se viera en peligro su poder o en contradicho en su opinión. La imagen del padre comenzó a palidecer al lado de sus amigos.

Un día uno de los líderes que le tomaron afecto  a Charley descansaba en su litera y él se le acercó con una duda que tenía clavada en las entrañas desde hacía rato.

—¿Qué quieres? Acaba de vomitarlo.

—¿Cuántos Dioses existen?

—¿Cómo, qué pregunta es esa?

—Olvídalo.

—¡Espera! —le impidió que se fuera entre divertido y curioso— .Repite la pregunta porque no la entiendo.

Charley regresó y sin mirarle a los ojos le formuló la pregunta otra vez.

—Según veo hay un montón de Dioses, pero no sé cuál es el verdadero o cuántos existen y eso me confunde un poco.

Asombrado por escuchar en unos segundos más palabras de su boca que en todo el tiempo que le conocía, el hombre se sentó en la cama y reflexionó por un momento antes de contestar.

—La verdad es que muchos y ninguno.

La respuesta dejó al chico más confundido que antes. En su rostro se podía notar el desconcierto y su profesor de turno lo vio enseguida, sonrió y le dio una pequeña clase de teología que cambió su forma de ver el mundo para siempre.

—Mira, realmente la gente se hace muchos dioses porque no saben en qué creer y para echarle la culpa a algo de las cosas que hacen, pero la verdad es que cada uno de nosotros tiene un Dios adentro, que nos dice qué debemos hacer y qué no. Lo que pasa es que casi nunca le hacemos caso y terminamos pagando las consecuencias. Si quieres adorar a alguien adórate a ti mismo y a tu voz interior y serás feliz. ¿Eso responde tu pregunta? Porque si sigo enseñándote tendré que cobrar.

Sonrió y le dio un suave golpe en la parte de atrás de su cabeza en forma a modo de despedida. Luego se acostó volteándose y el chico quedó solo con sus pensamientos y el nuevo conocimiento que acababa de adquirir. Por fin alguien le decía algo que encajaba con lo que sentía y le satisfacía completamente. Tenía razón en todo lo que le dijo. El verdadero Dios está dentro de él, incluso creyó recordar algo de eso en uno de los sermones dominicales, pero no le había prestado atención en ese momento porque no supo enseguida de qué se trataba. Se reconcilió con él mismo enseguida y desbloqueó la relación cortada con su Dios, permitiéndole nuevamente que le dictara lo que debía hacer. Se acababa de liberar y todo por una pequeña lección de un obrero de las barracas. Se levantó del piso en el cual estaba sentado y fue a terminar su turno en la mina, pero no sintió el esfuerzo del trabajo por tener su cabeza ocupada en restablecer el contacto perdido.

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