Franco levantó la barbilla mientras el rostro de Archer se ponía mortalmente pálido.—¿Amira…? —murmuró con voz ahogada—. No… eso no puede ser. ¡No es cierto! ¡Amira no es una traidora! —la defendió—. ¡Ella jamás le haría eso al Conte…!Pero la mirada tranquila de Salvador Rossi solo hablaba de lo confiado que estaba al respecto.—Una madre haría cualquier cosa por su hijo —replicó—. Incluso sobrevivir. —Y Franco sabía que aquella era una clara alusión a Victoria—. ¿Creíste que no se convertiría en mi espía para salvar a su hijo? ¡Quizás al Príncipe Abdel le diera igual, pero Amira era un asunto muy diferente!Archer gruñó por lo bajo, pero el rostro de Franco era imperturbable.—Esta es una última jugada muy peligrosa, Salvador —murmuró entre dientes mientras lo miraba a los ojos—. No te conviene, no va a salir bien para ti. Quizás crees que tienes alguna ventaja, pero puedo asegurarte que dentro de muy poco estarás haciéndole compañía a Emilio en el infierno.El hombre frente a él s
Una hora antes.Victoria solo escuchó su teléfono repicar una vez, y supo que algo sucedía porque Franco prácticamente acababa de marcharse. A su celular entró un solo mensaje, una larga línea de números y letras encabezadas por un nombre: Wilde 8.La muchacha trató de recordar lo que Franco le había enseñado sobre descifrar los códigos de Amira, porque era evidente que no podían venir de ninguna otra persona.Encontró aquella frase de Oscar Wilde en el pequeño cuaderno que él había dejado a su cuidado:«El hombre está más alejado de sí mismo cuando habla a cara descubierta. Dale una máscara y te dirá la verdad».Comenzó a escribirla, a extraer números y letras hasta que encontró aquel mensaje: «Sal sin que te vean, te espero afuera, te necesito».Si Victoria hubiera recibido eso de parte de cualquier otra persona, ni siquiera se habría molestado en responder, pero después de su hijo y de Franco, Amira era la persona más importante para ella, era la mujer que había estado a su lado, s
—Tienes que hacerlo creíble —insistió Victoria media hora después, mientras Amira estacionaba y ella le daba la vuelta al auto.—¿Estás loca? ¡Se me caería la mano si te golpeara! —se espantó Amira.—¿Quieres que te provoque un poquito? —la amenazó Victoria mostrándole los puños y luego suspiró—. ¡Vamos, Amira! ¡Lorenzo no se va a tragar el cuento de que vine por mis piecitos sin resistirme!La mujer frente a ella había matado más personas de las que Victoria quería saber, y sin embargo no era capaz de darle un simple puñetazo.—A ver, tú me das uno ahora y yo te doy dos más tarde. ¿Así te quedas más tranquila? —la animó.—¡Mentirosa! Tú no me golpearías para desquitarte.Victoria puso los ojos en blanco y resopló.—¡Pues me tocará darme de cabeza contra el cristal! Pero eso es más peligroso, te lo advierto…—¡Está bien, está bien! —gruñó Amira y un segundo después le estampaba el puño en la cara de tan manera que Victoria se tambaleó—. ¿Ya estás feliz?—Pues más o menitos… —murmuró
El disparo resonó en la habitación y el cuerpo de Lorenzo Rossi cayó hacia atrás mientras su cabeza era atravesada por aquella bala. Amira ni siquiera había parpadeado, pero en cuanto percibió movimiento a su alrededor, puso a Victoria detrás de ella.—¡A la esquina, detrás del mueble! ¡Vamos, muévete! —le gritó mientras un par de hombres comenzaban a dispararles.Se parapetaron detrás de un escritorio y Amira respondió al fuego con vehemencia. Los dos hombres cayeron pero en cuanto otro más entró, fue baleado desde afuera. La Ejecutora mantuvo a Victoria agachada hasta que se escuchó una voz potente del otro lado.—¡Ya es seguro! ¡La mansión es nuestra! ¡¿Mamma…?! ¡Maldición! ¡Mamma!Aquel hombre entró corriendo a la habitación y se tropezó de frente con la pistola de Amira.—¡Está conmigo! —gritó Victoria y Amira miró al rostro del hombre.—¿Enzo? ¿Enzo Aiello?—¡No me mates, carajo! —gruñó el hijo de Vitto apartando el cañón de la pistola con una mano—. ¡Te tengo miedo, mujer, te
—Señor Conte, tengo a la Mamma —fueron las primeras palabras de Enzo Aiello y el rostro de Franco Garibaldi, que en ese momento atravesaba las rejas de la mansión en Roma, se demudó de la rabia.—¿¡Me estás jodiendo, Enzo!? —gruñó y del otro lado solo escuchó resoplidos, protestas y algo parecido a un manotazo.—¡Qué brutos son los hombres, carajo! —se rio Victoria quitándole el teléfono a Enzo para hablar con Franco—. ¡Hola, amor! Soy yo.—¿¡Victoria!? ¿Estás bien…?—Sí, sí. Estoy perfectamente —respondió la muchacha.—¿Qué hace Enzo ahí? —preguntó Franco que no tenía idea de lo que Victoria había hecho.—Los organicé cuando vinimos a Roma. No quería apostar todo a una sola estrategia, así que Enzo vino, y él y sus hombres… bueno nuestros hombres, estuvieron vigilándome para asegurarse de que estuviéramos bien.Franco se echó atrás en el asiento del auto y suspiró con alivio. Quizás se hubieran conocido en circunstancias difíciles y vulnerables, pero por muy hijo de put@ que fuera el
Victoria le dijo adiós con la mano a una de sus amigas, una chica que vivía en Reino Unido. Su bebé tenía cinco meses y su esposo, un embajador de las Naciones Unidas, se había vuelto loca buscándola porque la habían secuestrado cuando le faltaba muy poco para dar a luz.—Ya sabe, señor Garibaldi, lo que sea que necesite, solo tiene que llamarme —había dicho el hombre—. A cualquier hora, en cualquier momento, para lo que sea. Les debo la vida de mi mujer y de mi hijo.—No nos debes nada —había dicho el italiano estrechando su mano con fuerza—. Espero que podamos reunirnos de nuevo, con motivos más felices.El día que la última chica salió de la casa, Victoria abrazó a Franco y se sentó en su regazo.—Esos son muchos amigos —dijo con una sonrisa mientras lo acariciaba con suavidad.—¡Y también muchos ahijados! ¡¿Qué vamos a hacer con veintiséis ahijados, Victoria Garibaldi?! —la increpó él.—¿Un campamento de verano? —rio Victoria y él puso los ojos en blanco mientras cerraba las manos
Franco apoyó los codos en las rodillas y se echó hacia adelante mientras miraba al rostro de Santo Garibaldi. El hombre parecía demacrado, ojeroso y flaco como si fuera cualquiera de los indigentes que había en los callejones del centro de la ciudad.Tenía una manta gruesa, vieja y raída sobre las piernas, pero franco sabía que a la altura de los tobillos solo quedaban muñones. No podía caminar, y sin los hombres o las enfermeras que Rossi había estado pagando hasta ese momento, no tenía forma de sobrevivir.—Estaba seguro de que ibas a reflexionar sobre lo que hiciste —murmuró Franco, viendo que su padre lo miraba con un odio concentrado—. De verdad esperaba que fueras capaz de cambiar, o al menos de aceptar la vida que te perdoné, y aislarte, perderte, desaparecerte sin causar más daño. Pero veo que eso es imposible contigo —terminó con rabia.—No sé de qué estás hablando —siseó Santo y Franco negó con tristeza.—Claro que sabes. Estabas en la nómina de los Rossi, vi tu nombre y cuá
El vuelo era demasiado corto, pero a Victoria le pareció eterno, llegaron amaneciendo a Ucrania y a la muchacha se le antojaron hermosas las calles de Odesa mientras el sol salía.—¿Estás nervioso? —preguntó.—¡Mucho, estoy nerviosísimo!—¡Mateo, le preguntaba a Franco! —se rio Victoria y el italiano entornó los ojos.—¡Oye! ¿Qué uno no se puede poner nervioso por ver a su marido? —replicó Mateo y Victoria le lanzó un beso.—Claro que sí. ¡Pero nosotros tenemos derecho a más nervios porque vamos a buscar a nuestro hijo! —dijo Franco y poco después estaban atravesando las puertas de la mansión del Eric Hellmand.El hombre le dio un abrazo a Franco y luego inclinó la cabeza con respeto frente a Victoria.—Mamma, un gusto conocerla…—¡Ay no te pongas protocolar, que ya me dijeron quién eres y de qué pata cojeas! —se burló Victoria mientras tiraba de él y le daba un abrazo—. De hecho quería hablar contigo de algo importante: ¿Qué es eso de organizar jaulas solo para hombres? ¡Sé que mi Ej