DEBBYEl olor a desinfectante me resulta abrumador. Estoy sentada en una de esas incómodas sillas plásticas de la sala de espera del hospital, con Mateo profundamente dormido en mi pecho. Su calor es lo único que me ancla, lo único que logra evitar que me derrumbe. Luego de que su padre apareciera de la nada, con heridas por todo el cuerpo. A mi alrededor, el ambiente es tenso. Minerva, con su vestido impecable y su mirada crítica, no me quita los ojos de encima. A su lado, Débora, mi prima, tamborilea los dedos contra su bolso con impaciencia. No me sorprende; siempre ha tenido una facilidad desconcertante para parecer irritada por todo. Mientras mi padre, está en una esquina, hablando por teléfono con un tono autoritario, asegurándose de que sus instrucciones sean cumplidas al pie de la letra.Apenas puedo procesar que estoy aquí. Rupert, el padre de mi hijo, se desmayó frente a nosotros, y aunque una parte de mí gritaba que no me involucrara, la otra, la más humana, actuó por inst
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