La lluvia golpeaba los ventanales con suavidad, como si el cielo también necesitara liberar peso. Eva estaba sentada en el sofá del departamento, arropada con una manta ligera, el diario de Felipe entre las manos. Las primeras páginas le habían mostrado a un hombre apasionado, decidido, lleno de esperanzas que a veces rozaban la ingenuidad. Pero fue cuando llegó al tramo de los últimos meses —poco antes de su muerte— que las palabras comenzaron a doler más. La tinta estaba más apretada, la caligrafía más veloz, como si necesitara dejar constancia de algo que no podía decirle a nadie más. “Hoy he perdido a mi único aliado. Julián me dio su palabra. Me abrazó . Me dijo que el apellido no importaba, que haría lo correcto, que Eva y su madre merecían ser reconocidas. Me juró que, esta vez, rompería con la familia de ser necesario, que se quedaría junto a mi…” Eva tragó saliva. Siguió leyendo. “Pero hoy, frente a todos, en esa sala donde las decisiones se gritan en voz baja, Julián se
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