Santiago, abrazando su osito de peluche, corrió hacia Viviana. Su carita redonda tenía dos sonrojados mofletes, y sus ojos, como brillantes uvas, brillaban. Se lanzó a los brazos de su madre.—¡Santi! La inmensa alegría de recuperarlo inundó a Viviana. Temblorosa, lo abrazó con fuerza, llorando de felicidad.Samuel se acercó rápidamente, pero su mano quedó suspendida en el aire cuando su esposa se apartó para abrazar a su hijo. Su mano se quedó inmóvil. Su semblante ya sombrío se oscureció aún más.—Santi, ¡me diste un susto de muerte! ¡No te alejes así nunca más!... Su voz, entre sollozos, contenía un reproche.Mientras ella hablaba, una figura alta entró en el vestíbulo. Un hombre de unos treinta y tantos años, con un suéter y pantalones largos, y una cicatriz llamativa que le cruzaba el ojo derecho.—¡Vaya, qué mala suerte la mía! ¿Qué pasa aquí? Al oírlo, la mirada de Ana se detuvo, y luego se entrecerró peligrosamente. Era Armando. La policía no lo había encontrado, pero él se
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