En la puerta de la funeraria.María levantó la mirada, mirando con perplejidad a Sebastián. En sus ojos oscuros parpadeaba una emoción inexplicable, una mezcla de calma y salvajismo, como la víspera de una erupción volcánica, haciéndola sentir involuntariamente asustada y nerviosa en su serenidad.En la memoria, Sebastián siempre sonreía suavemente, con un temperamento tranquilo, rara vez se enfadaba fácilmente. Aunque su apariencia no era especialmente guapa, su temperamento amable le daba a uno la sensación de estabilidad y tranquilidad, como una gran montaña.Pero ese Sebastián descontrolado era algo que María nunca había visto. Con los ojos entrecerrados, apartó la mirada, su voz suave pero con un impulso irresistible: —Sebastián, por favor, déjame ir.Sebastián no dijo una palabra, pero no soltó la mano. Miró en silencio a la obstinada mujer ante él que no quería mirarlo. Después de un rato, sintió una opresión en el pecho: —María, más de un año atrás, cuando supe que decidiste ca
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