“Dios mío... ¡Retrocedan!”, gritó Enzo desde detrás de mí mientras apartaba la barricada. Me di la vuelta y vi que el chico sollozaba y se agarraba el costado. La sangre le empapaba la camisa y, al acercarme, vi que sus ojos empezaban a brillar. “Lo han mordido”, dijo Enzo, agarrándome y poniéndome
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