El eco de nuestros pasos en las calles vacías es, cuando menos, escalofriante. La coleta que hizo Lúa en su cabello cuelga desperdigada por toda su espalda, y en vano intenta ponerla de nuevo en su sitio. Yo, en cambio, tengo los cordones desamarrados, pero ¿Quién tiene tiempo de amarrarlos? Cuando llegamos a la entrada del gran edificio donde vimos al presidente en la mañana, estoy cansado y pegajoso. —Solo tenemos que contarle al presidente lo que sabemos y decirle que no ataque a los civiles de las arcas —me dice, amarrando de nuevo la coleta con la liga elástica. —¿Crees que funcione? —la liga se rompe al fin después de varios intentos, y ella la desecha sin ningún remordimiento, como el que tira una goma de mascar en cualquier basurero; opta por dejar su cabello caer libre y este se le enreda de inmediato en la cara. —No lo sé, pero hay una gran posibilidad, tu solo dile que lo van a matar si no lo hace. Verás cómo colabora. —¿Yo le diré?
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