En un reducido espacio que apenas supera las dimensiones de mi trasero, la falta de consideración se hace evidente.La iluminación es prácticamente inexistente, limitándose a filtrarse a través de una diminuta ventana resguardada por robustos barrotes. Tom, visiblemente nervioso, deambula de un extremo a otro, devorando sus propias uñas.Mientras tanto, yo permanezco sentada en una cama que carece de la comodidad de un colchón real, sustituido por una estúpida lámina de cartón.—No puedo creer que nos hayan arrestado. —Hundo mi rostro en mis manos, frustrada, y luego lo miro—. ¿En qué estábamos pensando?—¿Te imaginas contarle esto a nuestros futuros hijos?—Dios, Tom, mira en lo que pensabas.—No me atrevo a llamar a mis padres para decirles que paguen la fianza —me confiesa, deteniendo su caminar—. Esto es vergonzoso.Un policía aparece detrás de los barrotes de la celda y nos mira, uniformado hasta los dientes, como si fuéramos criminales.—Tus padres están en camino, muchacho —nos
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