Capítulo 0002

NOVIEMBRE.

VANCOUVER

—¡Andrea! ¡A mi oficina! ¡Ahora!

El grito de su jefe, un gerente medio en la compañía SportUnike, la hizo saltar en su asiento, angustiada, porque sabía que estaba de muy mal humor ese día.

—¿Esta es una maldit@ broma? —gruñó lanzándole una carpeta de documentos a la cara—. ¡Te dije claramente que necesitaba los reportes de presupuesto de la división de deportes acuáticos ¡del mes pasado!

Andrea abrió mucho los ojos.

—Pero... señor Trembley... estoy segura de que usted me dijo que quería los de este mes...

—¡No me discutas, inútil! —le espetó el jefe. A sus cincuenta años Peter Trembley era tan desagradable como su inflada panza, pero Andrea tenía que soportarlo porque a duras penas había logrado conseguir trabajo como su asistente y de eso dependían ella y su hija para vivir—. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? ¡SportUnike ha desaparecido! ¡Un suizo hijo de puta la compró y ahora solo seremos una sucursal de su compañía! ¿Sabes lo que eso significa?

Andrea lo sabía. La llegada de un nuevo dueño a la empresa había creado un ambiente de incertidumbre y preocupación. Las noticias de inminentes despidos se habían extendido como un reguero de pólvora por el lugar, generando un clima de ansiedad y tensión entre los empleados.

—Enseguida imprimiré los reportes del mes pasado, Señor Trembley —murmuró agachando la cabeza.

—¡Más vale que te despabiles, Andrea! El nuevo dueño viene con un equipo completo de representantes deportivos, en esta compañía van a rodar cabezas, ¡y más te vale hacer un esfuerzo especial para que la tuya no sea una de ellas!

Andrea asintió con la cabeza gacha y salió a imprimir los informes. Siempre se esforzaba al máximo para realizar sus tareas con rapidez y destreza, pero el señor Trembley jamás había sido amable con ella. O mejor dicho, sí lo era, de la forma más desagradable posible y a menudo la amenazaba con echarla, pero ahora parecía más alterado que nunca.

Le entregó los informes y él la observó con aquella mirada de animal carroñero. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cincuenta dólares que lanzó sobre el escritorio.

—Toma. Vete a buscar unos buenos cafés para la junta de la mañana, que el de la máquina de aquí es un asco —le ordenó con superioridad, sabiendo que aquel café que él consideraba un asco era el único desayuno que la mujer frente a él se podía permitir—. ¡Vamos, vete, ¿qué esperas?!

—Sí, señor.

Andrea tomó el dinero y salió apurada. La junta era en quince minutos y siempre asistían todos los representantes deportivos, esos eran veinte cafés que preparar.

Salió apurada y cruzó la calle hasta la cafetería de enfrente, saltaba de un pie a otro con ansiedad mientras le hacían los cafés y cuando le entregaron aquella torre de cinco pisos llenas de contenedores de café, Andrea rezó para que ninguno se le derramara.

Iba lo más despacio que podía, miraba a todos lados, incluso empujó la puerta de la escalera con el trasero para entrar al edificio... pero su cabeza estaba perdida en el acoso del señor Trembley y el terror a ser despedida. Y parecía que la suerte no estaba de su lado, porque apenas estaba por subir el primer escalón cuando un hombre que salía de una de las puertas laterales chocó con ella de frente y aquellos ocho litros de líquido caliente se tambalearon entre los dos hasta ir a parar al suelo.

Andrea ahogó un grito y se cubrió la boca con las manos.

—¡Me va a matar! ¡Ahora sí me va a despedir! —balbuceó mientras sus ojos se humedecían.

¡Ella no tenía cincuenta dólares para reponer aquellos cafés! Trembley le iba a dar una patada en el trasero apenas regresara sucia y con las manos vacías.

Pero aquella palabra la hizo ahogar un gemido de angustia. "Sucio". Miró al hombre frente a ella, era un gigante de uno noventa, de ojos claros, sexy, guapo... pero lo único que Andrea podía pensar era que venía impecablemente vestido y ella lo había ensuciado.

—¡Ay Dios mío! ¡Señor, lo siento mucho, lo lamento... yo no quise...! —exclamó desesperada intentando llegar a él—. ¡No fue mi intención, lo siento...!

Trató de limpiarlo con una servilleta pero antes de que pudiera tocarlo una mano enorme y firme se cerró sobre su muñeca.

—Primero que nada, cálmate —dijo él con una voz ronca y profunda—. No me pasó nada, el café no mata. ¿Tú estás bien?

A Andrea le temblaron los labios y los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba la última vez que alguien le había preguntado si ella estaba bien. Pero finalmente asintió limpiándose la cara.

—Sí... sí, por supuesto. Lo lamento...

Y Zack no se creyó aquella mentira ni por un segundo. La observó atentamente, era pequeña, de cabello rubio mal cuidado, ropa que debía ser tres veces su talla y demasiada angustia. Un episodio como aquel ameritaba impresión, molestia, incluso gritos, pero no lágrimas... hasta que recordó sus palabras.

—¿Quién te va a despedir? —preguntó y ella se retorció los dedos.

—Mi... mi jefe. Me mandó por los cafés y yo... es que... —No quería decirlo, le daba mucha vergüenza decir que no tenía dinero para pagar veinte cafés más, pero él pareció entenderlo.

—¿Sabes qué? Esto fue mi culpa —sentenció con seriedad—. Yo debí mirar antes de abrir esa puerta. ¿Te parece si vamos y compramos más café?

Andrea negó al instante.

—Claro que no, yo no puedo aceptar...

—¿Prefieres perder tu trabajo? —preguntó él y ella se quedó muda.

¿Cómo se podía ser amable e hiriente a la misma vez? No lo sabía, pero aquel hombre lo era. Así que terminó balbuceando un "Gracias" y los dos se dirigieron a la cafetería.

De vuelta al edificio Zac pensó en pasar a cambiarse, pero era preferible llevar a la muchacha hasta su destino antes de que sufriera algún otro desafortunado accidente.

—Este... ¿a dónde es que va a en edificio? No quiero molestarlo —murmuró ella.

—A la sucursal de Nexa Sport Representation, tengo entendido que es en el cuarto piso —respondió Zack.

—¡Ah! ¡Ahí trabajo yo! —respondió Andrea—. Pronto vendrá el dueño y más representantes. ¿Usted también viene a trabajar?

"Acabo de comprarla", pensó Zack, pero en cambio solo dijo:

—Sí, a trabajar.

En realidad era su primer día en la nueva sucursal de Vancouver, y Zack quería conocer al personal, presentarse y poner en orden algunos asuntos. Sin embargo apenas acompañó a la muchacha a la sala de juntas, cuando lo primero que los recibió fue aquel grito.

—¡Andrea! –le espetó Trembley, mientras se acercaba a ella – ¡¿Pero ves lo que te digo?! ¡Eres una inútil! ¡Te mandé por cafés, no a construir un maldit0 cohete!

—Lo siento mucho, señor Trembley, es que se demoraron en la cafería y... –intentó justificarse Andrea.

Zack habría jurado por aquellos puños apretados que la mujer se estaba aguantando para no darle un puñetazo. Sabía que si hubiera sido él se lo habría dado ya.

—¡No me interesa! –gruñó Trembley, furioso–. Tenemos que prepararnos para la llegada del Gran Dueño y probablemente quiera que todos le hagamos reverencia, así que ve entrenando esas rodillas, bonita. Ahora lárgate a imprimir lo que te pedí, a ver si consigo que nuevo dueñito le cuadren los malditos números.

Andrea retrocedió aguantándose el gesto de asco, pero apenas atravesó la puerta cuando Trembley se fijó en el hombre de pie en el umbral.

—¿Tú quién eres y qué se te perdió aquí? —le espetó con desprecio y Zack apretó los dientes, forzando una sonrisa. Tenía a un perro frente a él, pero por más que le hubiera gustado enseñarle quién mandaba, decidió que esa no era la estrategia correcta.

—¡Soy Zack, señor! —dijo alargando la mano—. Soy parte del nuevo equipo de representantes deportivos. Mucho gusto.

Trembley lo miró de arriba abajo como si fuera una cucaracha.

—¡Pues veremos cuánto tiempo aguantas aquí! —dijo sin devolver el saludo—. Pasa a recursos humanos por tu gafete y luego regresa para la junta.

Zack se abotonó el saco y salió de allí. Bajó por un momento a su auto y se cambió la camisa sucia, iba a subir de nuevo cuando su teléfono comenzó a sonar.

—¿Ya llegó el rey a sus nuevos dominios? —preguntó Ben, su mejor amigo, con aquel acento risueño que lo caracterizaba.

—El rey va a jugar a ser plebeyo por un tiempo, porque los dominios están sin rumbo y presiento que el gerente de turno me quiere pasar gato por liebre —respondió Zack—. Así que me presenté como uno de los chicos del equipo de representación, no como el dueño.

Le llegó un largo silbido de Ben y Zack se lo imaginó sonriendo.

—Tú sabrás lo que haces, pero te advierto que yo llego en diez días, si todavía no eres el dueño, diré que soy yo —lo amenazó.

—Anotado.

Zack pasó de inmediato por recursos humanos y dio los datos necesarios para que le entregaran su identificación de empresa. Pasaría unos días de incógnito en aquel lugar, y supo que había tomado la decisión correcta cuando vio el manejo terrible que se hacía de los deportistas.

Para empezar Trembley, además de perro, era gusano. Que actuara como un déspota era lo que menos le preocupaba a Zack, a fin de cuentas había comprado aquella pequeña empresa en Canadá para extender su propia compañía deportiva. Lo que sí quería que estuvieran correctos eran los números, las finanzas... en eso no podía permitir errores.

Sin embargo no pudo dejar de notar que era un lugar terrible en el que trabajar. La chica de la mañana... ¿Andrea? ¿Así se llamaba? Había pasado dos veces frente a su escritorio y cada vez había escuchado a Trembley insultándola por el telefonillo.

Finalmente la vio entrar a la oficina del jefe cerca de la hora de salida y dudó antes de acercarse a la puerta.

—¡Ay, Andreíta! ¿Qué voy a hacer contigo? —siseó Trembley y la muchacha trató de retroceder—. ¡Es que no te ganas el puesto! ¡De verdad que no! ¡Con lo fácil que sería la vida para ti si solo le prestaras atención a... —se detuvo por un momento y Andrea siguió la dirección de sus ojos, directamente a su entrepierna—... todo lo que yo digo! ¿No te das cuenta de que puedes quedarte sin empleo mañana mismo?

¡Andrea quería matarlo! Pero no le quedaba más remedio que quedarse callada.

—Señor Trembley... por favor...

—Ya te he dejado pasar muchos errores, Andreíta... ¿no crees que es hora de que me los pagues de una vez...?

—¡Jefe! —La puerta se abrió de golpe y el gordo Trembley se sobresaltó al ver al nuevo.

—¿Qué carajo quieres? ¿Nadie te enseñó a tocar a la puerta? —gruñó el viejo.

—¡Necesito un momento con usted... a solas! —sentenció Zack y vio que el jefe le hacía una muda señal a Andrea para que se largara.

Zack le estuvo hablando de idiotez y media durante los diez minutos que faltaban para las cinco, y luego se marchó, viendo cómo la muchacha de los cafés se marchaba apurada, corriendo hacia la escalera como si el diablo le pisara los talones.

"Algo está muy mal en este lugar...!", pensó. "¡Demasiado mal!"

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