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HÉROES GRIEGOS
HÉROES GRIEGOS
Por: Demian Faust
El último argonauta

Sintió Pelias su trono vibrar.

Y conoció los terrores de un rey

Que solo la sangre puede apaciguar.

Vida y muerte de Jasón

William Morris.

            Cenis era una bella jovencita lápita nacida cerca de las costas de Tesalia y desde niña se caracterizó por su gran belleza física, sólo rivalizada por su espíritu aventurero y sagaz. Cuando observó a sus hermanos dirigirse de cacería quiso acompañarlos pero, naturalmente, estos y su padre se opusieron férreamente pues “aquello no era cosa de mujeres”. Similar respuesta recibió cuando deseó participar de los diferentes deportes que practicaban sus hermanos o cuando escandalizó a su rígido padre al pretender unirse al ejército o cuando provocó la airada reacción de sus familiares al aducir que le gustaría ser marinera y recorrer el mundo en barco como hacían los hombres.

 Su padre insistió enfurecidamente en que ella, como toda mujer, debía aceptar su destino, casarse, tener hijos, ser sumisa y obediente y vivir en su casa cuidando a sus hijos mientras su marido recorría el mundo y ganaba glorias y aventuras.

 Decepcionada y frustrada por tan cruel destino, la joven se fue a caminar por la playa pateando escombros molesta. Cansada de deambular se sentó sobre la arena y dejó que el sol le calentara la suave y tersa piel mientras meditaba en lo injusta que era la vida.

 El lascivo Poseidón fijó su mirada en la bella doncella y le invadió una incandescente lujuria, para desgracia de Cenis. De entre las profundidades del mar emergieron tentáculos fibrosos y húmedos que le aferraron los tobillos para su horror. La muchacha exclamó algunos alaridos pidiendo auxilio sin resultado y fue tragada por las lóbregas profundidades marinas…

Poseidón llevó a la hermosa Cenis a una isla desierta donde la violó durante varios días. Una vez que se hubo saciado, el monstruoso dios marino contempló a la muchacha que yacía como muerta sobre la arena. La joven, desnuda, se encontraba recostada en la playa con un semblante horrorizado. La joven víctima se levantó temblorosa y vomitó sobre la arena.

 —Me has satisfecho bien, muchacha —le dijo Poseidón con su voz ronca y gutural— voy a recompensarte. Pídeme lo que desees…

 Cenis pensó por algunos instantes mientras miraba a la deidad que acaba de violarla. En realidad no tenía que meditarlo mucho porque sabía bien lo que deseaba con todo su corazón desde niña…

 —Quiero ser un hombre… y quiero ser inmortal…

 Entonces la magia de Poseidón operó y el cuerpo de Cenis comenzó a sufrir una violenta transmutación. Sus pechos se redujeron hasta convertirse en fornidos pectorales, sus músculos se masculinizaron, le creció una barba en el mentón y le brotó pelo en todo el cuerpo, sus caderas se redujeron y, lo más importante, su vagina se cerró gradualmente para luego ser sustituida por un pene y un par de testículos. ¡Era un hombre!

 Como un favor final, el dios la devolvió a la misma costa de donde la había raptado.

 Y así se transformó Cenis en Céneo, para sorpresa de su padre y hermanos. Estos encontraron la anormal transformación como monstruosa y la expulsaron de su casa, por lo que Céneo no tuvo más remedio que buscar ventura lejos.

 Céneo se convirtió en un errabundo. Sus travesías por el mundo lo llevaron hasta la ciudad de Calidón que estaba siendo arrasada por un jabalí gigante y furioso que destruía las cosechas y mataba a todo lo que se topara en frente dejando un morboso rastro de sangre y destrucción a su paso. El Rey Eneo de la localidad pidió ayuda a todos los héroes para que le dieran caza. Aquel que matara al animal tendría de premio su pellejo como trofeo.

 Gallardos paladines de toda Grecia acudieron a probar su valía con la prueba y Céneo se contaba entre ellos.

 —¿Cuál es su nombre? —preguntaba el gallardo y atlético príncipe Meleagro, hijo de Eneo, a los diferentes voluntarios que habían acudido a participar de la expedición. Uno a uno los hacía pasar en fila por las puertas de la ciudad.

 —Jasón —dijo un andrajoso y desgarbado muchacho que parecía extraído de las montañas.

—Gracias por venir, pase adelante —adujo apuntando el nombre en un papiro. —¿Y usted, señor, como se llama?

 —Cefeo, Rey de Arcadia —respondió un tipo de aspecto robusto y poblado bigote.

 —Bienvenido, señor. ¿Y el suyo?

 —Anceo, hijo de Cefeo —respondió un sujeto de aspecto pendenciero y fanfarrón.

 —Adelante, por favor. ¿Y el suyo, caballero?

 —Eh… Céneo… —respondió tímidamente.

 —¡Bienvenido sea, buen señor! Pase adelante.

 A la fila llegó una mujer de guapura despampanante. Su cuerpo atlético y firme le daba una voluptuosidad exótica. Vestía ropas de cazadora y tenía el cabello rubio. Estaba fuertemente armada por un arco y una flecha, así como disponía de una espada y un escudo.

 —¿Su nombre, señorita?

 —Atalanta la indomable —respondió— la mejor cazadora del mundo.

 —Pase, adelante —dijo Meleagro— gracias por participar.

 —¡Un momento! —reclamó Cefeo notoriamente disgustado seguido por su hijo y casi todos los hombres de la comitiva.

 —¿Sucede algo? —preguntó Meleagro.

 —Sí —confesó Cefeo— ¿Qué indignidad es esta? ¿Cómo osa el príncipe de Calidón insultarnos al hacernos ir a una expedición de caza con una mujer? —Cefeo le inyectó un profundo desprecio a la última palabra y al escucharlo Céneo bajó la mirada.

 —Vine aquí a matar al jabalí —respondió Atalanta con ira en su mirada— porque soy la mejor cazadora del mundo. He matado más fieras que todos ustedes juntos desde que era una niña y aunque vine a asesinar al jabalí no tengo inconveniente en darle muerte a un cerdo como usted, Cefeo.

 Las palabras de Atalanta enardecieron aún más al misógino monarca cuyo rostro se enrojeció tanto que parecía como si fuera a explotar.

 —¡Deberíamos darte una paliza para que aprendas tu lugar, ramera asquerosa! —gritó Cefeo y pretendía atacarla. Atalanta reaccionó a la defensiva lista para batirse a duelo hasta que Meleagro intervino.

 —¡Basta! ¡Basta! Guarden esa ira para el jabalí. No hay motivos para impedir la participación de Atalanta y si usted no desea participar de la expedición por ello siéntase libre de partir, Cefeo.

 El aludido contuvo su rabia.

 El grupo de voluntarios llegó hasta los parajes que eran asolados por el endemoniado monstruo. La bestia era grande como un búfalo y con sus colmillos había matado a todos los bueyes que pastaban en una planicie. Rabiaba enfurecida expulsando espumarajos asquerosos del hocico con una mirada inyectada de sangre.

 Los cazadores se dispusieron a atacar. La bestia embistió despedazando a varios entre sus fauces y aplastando a otros tantos bajo sus pezuñas. Su cuero era inmune a las flechas y a los cortes superficiales de las espadas y nadie parecía capaz de acercarse tanto como para matarlo. Céneo lo intentó decidido a probar si Poseidón en efecto lo había hecho inmortal. El jabalí lo golpeó con su hocico clavándole los colmillos en el abdomen y expulsándolo lejos hasta colapsar sobre el suelo quebrándose el cuello, la columna y varios huesos.

 Pero no sintió ningún dolor…

 Los huesos se soldaron de nuevo con un sonido quebradizo y las dos heridas de los colmillos se cerraron solas sin dejar siquiera cicatriz.

 La audaz Atalanta corrió a toda prisa con una jabalina en la mano aproximándose al brutal monstruo y saltó intrépidamente hacia el lomo del animal clavándole la lanza en el cuello. El animal se desembarazó de la mujer con movimientos convulsivos y Atalanta colapsó sobre el suelo, pero se levantó ilesa y corrió lejos de la criatura enfurecida. La bestia comenzó a palidecer y estremecerse por el dolor y la perdida de sangre, debilidad que Meleagro aprovechó acercándosele furtivamente y hundiéndole la espada en el costado hasta matarla.

 Los cazadores celebraron al príncipe. Incluso Atalanta la sonrió reconociendo su éxito. Pero Meleagro acalló los vítores y dijo:

 Si alguien merece el trofeo es Atalanta. Yo simplemente finalicé lo que ella empezó. Ella es la que derramó la primera sangre del jabalí y la piel será suya.

 Atalanta estaba muy complacida por esto. No obstante la decisión de Meleagro fue directa al hígado de Cefeo y demás hombres quienes con lóbregos rostros tuvieron que tragarse su orgullo.

Cerca del reino de los lápitas, en Tesalia, se alzaba el reino de Iolcos, gobernado por el senescal Pelias quien, cuando vio a su sobrino y legítimo heredero Jasón regresar a reclamar el trono, se negó a dárselo.

 Criado por los centauros y educado por el sabio Quirón, Jasón era un joven de aspecto salvaje y tosco. Tenía el cabello largo y algo enmarañado y una barba greñuda, además vestía andrajosamente. El pomposo Pelias, por el contrario, que denotaba la pulcritud de su rango, le dijo a Jasón que le entregaría el trono si le traía el vellocino de oro que era custodiado por un nefasto dragón.

 Jasón aceptó y fue a hablar con el ingeniero Argos, un tipo de baja estatura y complexión delgada. Abocado desde joven a labores meramente intelectuales distaba mucho de ser un tipo fornido o robusto, pero lo compensaba con una inteligencia magnífica.

 —Ven, Jasón —le dijo después de un tiempo— aquí está. ¡Mi obra maestra! ¡El mejor barco que he diseñado hasta ahora!

 Sin duda el maravilloso navío era una verdadera obra de arte. Finamente tallado y diseñado con gran pericia, tenía por mascarón de proa una estatua parlante hecha con la magia del Oráculo de Delfos.

 —¡Excelente! —dijo Jasón palmeándole el hombro a su amigo— ¡Realmente estupendo! ¡Eres un genio!

 —Gracias. Ahora debemos bautizarlo… deberíamos llamarlo en honor a su capitán, Jasón.

 —No veo por qué. Esta embarcación podrá tener muchos capitanes pero sólo un creador. Se llamará el Argo en honor a ti.

 Argos sonrió complacido por la gentileza de Jasón.

 Pero el intrépido joven tenía ya su medio de transporte, no así su tripulación, por lo que debió enrolar a todos los marineros que pudo.

 A lo largo de todo el mundo helénico se dispersó el rumor de una gran aventura organizada por un muchachuelo que buscaba el magnífico vellocino de oro y pronto todo aquel que quería forjarse una reputación heroica, que persiguiera la gloria o que, sencillamente, deseara una aventura, se inscribió como voluntario. Para irritación de Pelias se ofrecieron el mismísimo Hércules, hijo de Zeus y el más valiente héroe de la antigüedad, así como los gemelos dioscuros; Pólux y Cástor, Teseo, el asesino del Minotauro y, claro está, un entusiasta Céneo.

 Partieron entonces los argonautas hacia su destino; el Cáucaso, donde se resguardaba el mítico vellocino de oro.

La primera parada de los argonautas en su larga travesía fue la Isla de Lesbos, habitada exclusivamente por mujeres. A lo lejos pudieron divisar sus costas en cuyas playas retozaban bellísimas jovenzuelas totalmente solas y sin compañía masculina alguna. Debido a que toda la población de la isla era homogénea en cuanto a género, la mayoría deambulaba total o parcialmente desnuda. En síntesis, la isla era un paraíso a los atónitos ojos de los boquiabiertos argonautas que observaban de lejos el maravilloso lugar.

 El barco ancló y la totalidad de los hombres se bajó del navío con un frenesí desesperado. Corrieron hasta las costas emocionados como niños ante una juguetería. La turba parecía poseída por una efervescencia pueril. La única excepción fue Céneo que se quedó de último y que no corrió alocadamente por las aguas como un maniático.

 Las muchachas no habían visto hombres en muchos años así que recibieron a los argonautas felices y alegres. Los saludaron animosamente y profiriendo graciosas risas. Hércules fue el primero en coquetear con las chicas haciendo tensar su musculatura, aunque Teseo, Cástor, Pólux y los demás también hicieron lo propio. Incluso el intelectual Argos se dedicó, algo tímidamente, a conversar con una de las bellas féminas de la playa sin evitar el sonrojarse un poco.

 —Bienvenidos a Lesbos —dijo la reina del lugar, Hipsípila, una mujer madura pero muy guapa que los observaba desde una escarpa.

 —Agradecemos la bienvenida, mi señora. Soy Jasón, el capitán del Argo —dijo reverenciándola respetuosamente.

 —Bien, Capitán —le dijo— reunámonos en mi palacio para que hablemos más tranquilamente mientras mis súbditas atienden a sus hombres.

 Jasón no vio motivo porque no hacerlo y cumplió las disposiciones de Hipsípila.

 En su palacio, atendido por preciosas esclavas, Jasón consultó la razón de porqué no había un solo hombre en la isla.

 —Fuimos benditas por Afrodita —le respondió Hipsípila— ahora somos libres y no necesitamos a ningún hombre. Además, los hombres sólo sirven para una única cosa…

 Y tras decir esto se despojó de su túnica. Jasón entendió la implicación y la poseyó.

 No muy diferente era la escena en la playa y las callejuelas circundantes donde festejaban los argonautas. Desde su llegada y hasta bien entrada la noche se habían sumido en una orgía. Hércules alzaba muchachas con sus brazos de dos en dos y se las llevaba a algún sitio cómodo para disfrutarlas. Cástor y Pólux tomaban una mujer entre los dos al mismo tiempo. El discreto inventor Argos se había transformado en un licencioso semental y ahora participaba como sus compañeros del orgiástico desenfreno gozando mujeres como si se le fueran a acabar.

 Sólo Céneo se abstuvo del bacanal.

 —¿Qué sucede? —preguntó una de las muchachas que se le aproximó curiosa— ¿No te gustamos?

 —No es eso. Ustedes son todas muy bonitas. Es que…

 —¿Qué? ¿Dime?

 —Bueno… lo que sucede es que nunca lo he hecho.

 —¿Nunca?

 —No.

 —¡Pues eso tiene remedio! —dijo la muchacha lanzándosele encima y llenándolo de besos. La anatomía masculina recientemente adquirida reaccionó…

 Céneo ya había sentido una erección así como la dolorosa sensación que se producía al golpearse los testículos cuando apenas estaba habituándose a su cuerpo masculino, pero jamás había llevado a la culminación el uso de su nuevo aparato reproductivo. Se sentía como una especie de droga estimulante, como si su mente se despojara de todo dolor y preocupación y volara libre. El gozo era inmenso. Ese calor intenso creciendo gradualmente hasta explotar en un estallido de incontenible disfrute…

 Y así continuó la juerga un par de eróticos días hasta que los argonautas terminaron agotados y borrachos de placer.

 Pero Hipsípila y sus mujeres guardaban un oscuro secreto.

 La estatua en la proa, que representaba a una mujer de madera, comenzó a llamar a Jasón en medio de la noche. Sus llamados llegaron a oídos del marinero que se levantó de entre las sábanas que compartía con Hipsípila y se dirigió a dialogar con el navío.

 —¡Jasón, oh Jasón! —dijo con ese tono misterioso que heredó de su origen oracular— ¡Que los embriagantes goces no se conviertan en tu perdición! ¡Busca en el sótano del Palacio de Hipsípila y comprenderás que no hay hombres en esta isla por una razón!

 Jasón siguió la sugerencia y bajó hasta los sótanos del palaciego edificio donde encontró pilas incontables de esqueletos humanos. Restos óseos que servían de diabólico recordatorio de una antigua masacre.

 —¡Veo que descubriste la verdad! —le dijo Hipsípila a sus espaldas. Jasón se giró, espada en mano.

 —¿Qué significan estos huesos? —interrogó.

 —Hace diez años nuestros esposos nos fueron infieles con mujeres tracias. Enfurecidas por tal blasfemia, matamos a todos y cada uno de los hombres de esta isla; adultos, ancianos, jóvenes, niños… no dejamos uno con vida. Aprendimos que los hombres son la peor plaga de este mundo. Un castigo de los dioses. Son seres infantiles, toscos y perversos, que sólo tienen un pensamiento en la mente. Débiles e indisciplinados que se dejan llevar por sus bajas pasiones. ¿Cómo no querer deshacernos de ustedes? Sin embargo a veces son necesarios para satisfacer ciertas necesidades. Pero, una vez satisfechas, no nos sirven para nada…

 Y dicho esto una mirada turbia se mostró en los ojos de la monarca. Jasón reaccionó e intentó ultimarla con la espada, pero la mujer escapó rápidamente y clamó sus homicidas órdenes. En toda la isla las mujeres comenzaron a matar a cualquier hombre que tuvieran al lado. La amante con que Céneo había yacido se despertó a su lado con una mirada siniestra y extrajo de entre las almohadas una afilada daga. Enterró el arma blanca en el cuerpo de Céneo despertándolo y llenándolo de agujeros y heridas mortales que, para su sorpresa, se cerraban de inmediato.

 Céneo reaccionó retomando su propia espada y asesinó a la muchacha.

 Por fortuna, Jasón pudo salir velozmente del palacio y alertar a sus hombres. Al menos una docena de ellos perecieron asesinados por sorpresa, pero los gritos de Jasón permitieron que la mayoría se salvara defendiéndose violentamente. Los que hace unos instantes estaban sumidos en actos sexuales impudorosos ahora se mataban mutuamente con gran violencia. Jasón llamó a la retirada y la gran mayoría de argonautas se subió al barco y zarparon a toda prisa dejando para siempre aquel paraíso que era demasiado bueno para ser verdad…

 —Podrá ver más que tú aquel que cegado se encuentra. En Salmadeso se hayará la respuesta a un mortal dilema.

 Esas fueron las enigmáticas palabras de la estatua en la proa así que Jasón fijó rumbo hacia esta isla.

 La misma tenía enclavada a orillas de un acantilado un palacio hacia el cual se encaminó Jasón, acompañado de Hércules, los Dioscuros y Céneo.

 Sentado en la cabecera de una larga mesa se ubicaba un anciano de larga barba gris y contextura muy delgada, como si estuviera desnutrido. Su rostro estaba horriblemente desfigurado por una mutilación, ya que las rótulas donde deberían estar sus ojos se hallaban vacías y cicatrizadas como si los órganos ópticos hubieran sido extirpados groseramente.

 Sabrosos y aromáticos manjares se manifestaron mágicamente sobre la mesa. Deliciosos platillos fueron dispuestos para el sujeto quien, en cuanto se dispuso a comer, fue interrumpido por tres ruidosas criaturas que reposaban como murciélagos colgando del techo.

 Eran híbridos horripilantes mezcla de mujer y quiróptero que se lanzaron chillando espeluznantemente hacia el solitario comensal, quitándole la comida u orinando en ella.

 Conmovidos por la imagen, Jasón, Hércules, Céneo y los Dioscuros se decidieron a darles muerte a los demonios y se aproximaron a la mesa combatiendo a las criaturas con sus espadas hasta destriparlas. Una de las harpías rasgó la carne del rostro de Céneo que se regeneró de inmediato, tras lo cual degolló al demonio. La muerte de los quiméricos espantos había liberado al desgraciado anciano de su castigo y de ahora en adelante podría hartarse de las deliciosas comilonas.

 —¡Muchas gracias, nobles señores! —adujo el hombre que probablemente hubiera llorado de agradecimiento de no ser porque no tenía ojos— ¡Mi nombre es Fineo, el Profeta! Zeus me condenó a esta pesadilla viviente por revelar los designios de los dioses.

 —Yo soy Jasón, capitán del Argo. Nos dirigimos a recolectar el vellocino de oro.

 —Eso quiere decir que deberán pasar por las Rocas Azules —dijo el viejo pensativo. —¡Son una trampa mortal! Dos colosales peñascos que se cierran cuando un barco pasa por en medio. Pero hay una forma en que pueden cruzar con seguridad.

 —Dínosla, por favor.

 —Hay un lapso de tiempo entre el momento en que se cierra y se abre. Si acaba de cerrarse tardará en volverse a abrir lentamente. Este espacio de tiempo les permitirá cruzar seguros si logran hacer que se cierre poco antes.

 A los argonautas les pareció muy lógico así que una vez frente a los mortíferos peñascos soltaron una paloma. En cuanto el animal se trasladó entre las dos hileras montañosas grandes como islas estas comenzaron a rugir misteriosamente como si el suelo marino estuviera temblando. Se acercaron mutuamente una a la otra y chocaron produciendo un estruendo ensordecedor. La paloma escapó de la muerte por estrecho margen gracias a su velocidad y ligereza, pero un barco no hubiera podido evitar el terminar aplastado.

 Así que los marineros empujaron los remos a toda prisa y rogaron porque el viento no cambiara de curso conforme cruzaban entre los dos peñascos aprovechando que estaban recién distanciándose. Cuando iban por la mitad los desfiladeros alcanzaron su punto álgido y retomaron el trayecto en dirección contraria, es decir, volviendo a cerrarse. Los aterrados marineros remaron más frenéticamente en forma desesperada y justo cuando la popa estaba a pocos centímetros de los dos monumentales bloques pedregosos estos se cerraron con el mismo ruido escandaloso como el golpe de dos montañas.

 ¡El barco salió ileso por escasas pulgadas!

 Pocas horas después llegaron al Cáucaso donde fueron bien recibidos por el Rey Eetes quien los observó en su trono franqueado por su hijo Apsirto, un arrogante y musculoso muchacho que se desempeñaba como el brutal comandante del ejército tal y como denotaba su casco y uniforme, y la guapísima y espiritual Medea, una doncella de ojos azules y cabello rojo que vestía una túnica tallada a su esbelto cuerpo.

 Medea no era una mujer ordinaria. Era una bruja.

 Adoradora de la diosa Hécate, Medea fue capaz de desentrañar los más profundos misterios de la magia y la hechicería, iniciándose dentro de los oscuros secretos del Cosmos. La química entre ella y Jasón fue inmediata, para consternación del Rey Eetes.

 Este le dijo a Jasón que una vez que matara al dragón que custodiaba el vellocino debería enterrar unos dientes que él le proporcionó, de lo contrario no le permitiría conservar la prenda, y Jasón aceptó.

 A pesar de las protestas de sus amigos, Jasón dijo que debía ir solo a conseguir el vellocino ya que era su misión personal para probarse válido de ser rey. Subió hasta la cúspide de una rocosa montaña donde se encontraba el misterioso objeto reposando sobre un árbol y siendo resguardado por el serpentino monstruo que nunca dormía.

 En cuanto saltó a las inmediaciones pedregosas que rodeaban el árbol el dragón reaccionó furioso y vomitó fuego. Jasón se protegió con su escudo e intentó herir a la bestia cuya piel escamosa parecía impenetrable. Los escupitajos incendiarios del dragón estaban a punto de calcinarlo irremediablemente y no se encontraba ni cerca del vellocino.

 Sorpresivamente a su lado apareció Medea quien saltó los murallones y aterrizó cerca del dragón tirándole un brebaje mágico al hocico. El animal rugió sacudiendo la cabeza y se desplomó sobre el suelo, profundamente dormido, en unos segundos.

 Jasón agradeció a la bruja por su ayuda y tomó el vellocino.

 Tras esto, Jasón obedeció enterrando los dientes que le dio Eetes en la tierra. Para su sorpresa, del suelo brotaron unos extraños esqueletos reanimados fuertemente armados y listos para matarlo. Pero Medea, nuevamente, salvó a Jasón con su sabiduría, lanzando una piedra al cráneo de uno de los esqueletos. Este, confundido, atacó al congénere que tenía al lado quien reaccionó idénticamente y pronto se destruyeron entre ellos.

 —Mi padre no va a entregarte voluntariamente el vellocino —le alertó Medea— será mejor que escapemos.

 —¿Escapemos?

 —¿Piensas dejarme aquí, Jasón?

 —Claro que no —dijo él acariciándole la mejilla. Partieron rápidamente al Argo y Jasón ordenó a sus hombres que levaran anclas y partieran de inmediato. Eetes se enteró y su hijo Apsirto comandó la persecución. La nave de guerra de Apsirto les daría caza pronto, así que Medea urdió otro plan.

 El Argo se detuvo y mediante gritos Jasón dijo: ¡Poderoso general Apsirto! ¡Oh gran y portentoso señor de la guerra! ¡Queremos rendirnos pero sólo nos arrodillaremos ante ti!

 Entonces el vanidoso Apsirto tomó un bote y, a contrapelo de las advertencias de sus oficiales, se dirigió totalmente solo al Argo para recibir exclusivamente los honores de la rendición. Una vez en el navío los argonautas lo hicieron picadillo y lo lanzaron al mar, conscientes de que los súbditos del Rey Eetes tendrían que recolectar los pedazos descuartizados para darle apropiado funeral lo que los distraería suficiente tiempo para permitirles escapar.

 Ahora debían regresar hacia su destino: Iolcos, a reclamar el trono de Jasón. Mientras realizaban su trayecto Jasón y Medea pasaban demasiado tiempo distraídos haciéndose el amor en el camarote del capitán.

 En cambio, el resto de la tripulación incluyendo a Céneo, pernoctaba aburrida sobre la cubierta bajo la luz de las estrellas y rodeados de una espesa niebla.

 —El canto maléfico resuena en la muerte… —declaró la proa— y ser destrozados en las piedras será su fatídica suerte.

 Extrañas entonaciones comenzaron a resonar a lo lejos. Canciones pronunciadas por voces femeninas maravillosas y dulces. Eran tan hermosas que comenzaron a enloquecer a los marineros, obsesionándolos con la idea de ir hacia ellas por lo que cambiaron el curso del Argo acercándose a unos mortales arrecifes que habían hecho trizas miles de barcos.

 —¡Las sirenas! —gritó Medea levantándose desnuda de entre las cobijas que compartía con Jasón y emergiendo hasta la cubierta donde los embobados argonautas cautivados por el embrujo se aproximaban a una muerte segura.

 Pero la magia de Medea era muy poderosa y realizó un potente contrahechizo. Invocó poderes oscuros que nublaron el cielo y produjeron una tormenta eléctrica crispando las aguas.

 El encantamiento de Medea dio resultado y un torbellino de agua cubrió al barco alejando a las sirenas y a su vez trasladando la nave de forma segura aunque agitada lejos del mortal arrecife.

Tras esto llegaron a la Isla de Minos en la cual requerían desembarcar para poder abastecerse. Pero al merodear por sus costas vieron desde los cercanos despeñaderos a una figura gigantesca. Una especie de autómata de bronce llamado Talos que había sido confeccionado mágicamente por el dios del fuego, Efesto, y sus cíclopes. El gigante medía más de diez metros de altura y poseía un cuerpo mecánico del color del bronce que asemejaba una armadura y un casco, pero donde debería haber un rostro sólo se veían dos ojos rojos y redondos como linternas. Una válvula transportaba aceite desde la cabeza de Talos hasta su espalda sirviendo como mecanismo de transmisión del combustible que lo animaba.

 El robot comenzó a atacarlos lanzándoles pesadas lajas de piedra que retumbaban en el agua salpicando alrededor. Bastaba con que uno de los proyectiles diera en el blanco para destrozar el Argo. Los argonautas dispararon al autómata con sus flechas inútilmente pues estas rebotaban en la armadura metálica sin causarle el menor daño.

 —Disparen a la válvula —gritó Medea en medio del caos y Céneo (que tenía la mejor puntería) obedeció. Su flecha atravesó la vena artificial desparramando aceite por todas partes y el androide comenzó a moverse y agitarse descontroladamente. Realizó algunos movimientos epilépticos y finalmente colapsó por el despeñadero hasta hacerse añicos sobre los arrecifes en medio del estruendoso ruido de hojalata despedazándose.

 Finalmente llegaron los argonautas triunfantes hasta los muelles de Iolcos en donde se bajó Jasón vellocino en mano y seguido de sus acompañantes que fueron aclamados y aplaudidos por la multitud congregada en el puerto, para rabia de Pelias. Por supuesto que la proeza no abría sido lograda de no ser por Medea.

 A partir de este momento es que Céneo se separa para siempre de Jasón. No llegaría a ver como en un futuro próximo el desleal marinero renegaría de la bruja Medea y la abandonaría por una princesa advenediza, la cual moriría poco después producto de las maldiciones de la despechada hechicera.

Algunos años después el Rey Pirítoo de los lápitas invitó a todos los habitantes de Tesalia al banquete que organizó celebrando su boda con Hipodamia, la mujer más hermosa de la Tierra. No sólo invitó a los humanos sino incluso a los centauros que moraban en las montañas.

 Céneo acudió al banquete. Había acumulado fama como guerrero invulnerable y fue bien recibido. Céneo reconoció que la reputación de belleza de Hipodamia era merecida. ¡Pocas veces había siquiera imaginado una mujer tan guapa!

 El festín se realizó de manera tradicional. Muchas mujeres lindas acudieron junto a sus padres, esposos y hermanos que festejaban y conversaban bulliciosamente mientras compartían los sabrosos platillos.

 Pero de todos los comensales los más ruidosos eran los centauros. Sus carcajadas resonaban por todo el palacio, se hartaban de comida y tragaron vino hasta embriagarse.

 Céneo también se emborrachó y comenzó a contarle a un viejo centauro grande como una montaña y musculoso como un buey su origen femenino.

 Un estallido de copas y platos al caer fue seguido de gritos de mujeres que fueron sorpresivamente aferradas por los musculosos brazos de los híbridos borrachos e incapaces de controlar sus deseos lascivos. Los ofendidos esposos o padres reaccionaron con violencia y fueron en su mayoría ensartados por las flechas que disparó esta estirpe. Los centauros enloquecieron y comenzaron a cabalgar por el salón tomando a cuanta mujer hermosa podían y, para horror del Rey Piritoo, secuestraron también a su esposa Hipodamia poco antes de salir en carrera escapando hacia las montañas donde violarían a sus prisioneras.

 Céneo se levantó del suelo. Había sido pisoteado por la estampida de centauros cuando intentó frenar su paso, quienes además le habían clavado varias flechas en el cuerpo. Aún así los huesos se le soldaron de inmediato y su cuerpo expulsó las flechas sanando hasta quedar ileso. Céneo simplemente se levantó intacto tratando de sacudirse el polvo de encima y organizó a los lápitas sobrevivientes para ir a rescatar a sus mujeres.

 La aguerrida cuadrilla de rescate se dirigió hacia el interior de las montañas armados con espadas, hachas dobles, escudos, cascos, jabalinas y arcos. Se internaron en las inmediaciones boscosas del territorio centauro hasta llegar al corazón del mismo. Observaron furtivamente un claro del bosque en donde los centauros se calentaban mediante una fogata y observaban con lujuria a las cautivas. Por orden de Céneo los arqueros dieron el primer ataque y con sus letales saetas ultimaron a buena cantidad de estos monstruos sembrando la confusión y el pánico entre ellos. Luego salieron de sus parapetos y los enfrentaron cuerpo a cuerpo. Los centauros, armados con espadas y arcos, fueron capaces de ultimar a muchos humanos y pronto la vereda se encontraba empantanada por la sangre humana y centaura.

 Céneo fue sin duda el más tenaz y mortal combatiente, cegando vidas centauras con saña implacable. Cuando tenía a sus pies media docena de sus cadáveres los centauros se percataron de la futilidad de seguir luchando contra Céneo así que decidieron fraguar un engaño y comenzaron a burlarse de Céneo.

 —¡Cobardes lápitas! ¡Comandados por una mujer! —dijeron.

 —¿De quien será amante Céneo? No cabe duda que debe ser un sumiso y complaciente afeminado entre los soldados.

 —¡Pobres lápitas! ¡Tener a un debilucho amanerado como líder!

 Las risotadas de los centauros fustigaron el corazón de Céneo atormentándolo. El muchacho, que alguna vez había sido una mujer, y que pasó toda su vida renegando de ese pasado, se sintió humillado por las burlas de sus enemigos. Esto lo hizo flaquear inesperadamente y el más musculoso de todos los centauros aprovechó. Aferró un tronco grande y pesado de un árbol recién aserrado levantándolo con todas sus fuerzas y tensando sus poderosos músculos, apuntó al comandante enemigo y descargó el pesado madero sobre el argonauta.

 El enorme leño que debía pesar una tonelada aplastó a Céneo triturándole el cuerpo y pulverizándole los huesos más allá de la regeneración. Así pereció Céneo, de forma miserable e insufrible, hecho trizas por los bestiales centauros. Fue una muerte terrible pero al menos fue mejor que la vida de sumisión y obediencia a la que hubiera estado condenado en otras circunstancias.

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