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Fátima no estaba muy segura de cuándo las palabras habían salido de sus labios, pero sabía lo suficiente como para saber que habían salido, y Daniel sonreía ampliamente y la abrazaba con fuerza, lo que no le dejó más remedio que sonreír.

No acababa de entender el nuevo entumecimiento que se había apoderado de su cuerpo y paralizaba sus pensamientos. No entendía por qué no saltaba a los cielos y tocaba las nubes, porque, en realidad, semejante declaración de un hombre al que decía amar habría provocado semejante acto. Fátima pensó que las emociones que sentía eran ridículas. Más que alegrarse, se sentía confundida en ese mismo lugar, sin saber por qué ni cómo, cuando el hombre de sus sueños le había hecho la pregunta con la que cualquier mujer enamorada soñaba.

Miró a Daniel, encontrando su sonrisa bastante satisfactoria, mientras sus ojos sonreían también. Era evidente que estaba feliz y al oír los murmullos de aprobación y las exclamaciones de alegría a su alrededor,
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