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Tras dos semanas de pruebas aparentemente interminables, tanto a Kiara como al bebé, les dieron el visto bueno para irse a casa. Kiara pensó que había sido el momento más largo y angustioso de su vida, pero el hecho de que los dos salieran bien era algo de lo que alegrarse.

Martiniano estaba preparado, por supuesto, para llevarlos a casa después de sus muchas visitas al hospital durante las últimas semanas. Kiara sostenía en brazos al bebé que tanto se había esforzado. Ya no era tan pequeño y arrugado, sino que su cara se había rellenado y su color ya no era sombrío. También le había crecido el pelo, un fuego suave sobre una piel inmaculada. Pequeñas pecas salpicaban su pequeña nariz, y ojos verde oscuro como los de Martiniano.

Kiara lo abrazó con cuidado, adorando cómo se sentía entre sus brazos.

—¿Listo para ir a casa por fin, pequeño?— le preguntó Martiniano suavemente, sacudiéndole las manos.

El bebé arrulló y se revolvió, acurrucándose junto a Kiara, que sonrió de pur
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