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Henry miró a su hermano sorprendido. Había muchas razones para el shock. Una de ellas era que no esperaba ver a Xavier, ni en el hospital ni en Las Vegas. Y la otra razón, la más importante, era la mirada salvaje que tenía. A pesar de su esmoquin, sus ojos se habían clavado en Juana en cuanto abrió la puerta. La mirada de un hombre desesperado, un hombre que llevaba semanas perdido en el desierto y veía la primera fuente de agua. Y quería engullirla -no, eso-.

Juana, en cambio, estaba pálida. Tan pálida que su piel ligeramente bronceada tenía un tono ceniciento. Y parecía estar encogiéndose. En brazos de su hijo, se apretaba contra su costado, escondiéndose de los ojos de Xavier.

Las discrepancias entre sus expresiones le desconcertaron. Esencialmente, Xavier parecía un semental subiendo a una yegua en celo y Juana parecía un ratón bajo la mirad

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