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—Parezco una ballena—, murmuró Helena mirándose en el espejo de pie. Al girarse para mirar la espalda, se le escapó un gemido. La tela le cubría el vientre y los pechos, y terminaba justo por encima de las nalgas. Parecía una prostituta. Le costaba respirar, y mucho más moverse, y los chicos, o bien sentían su desesperación o protestaban por la constricción; estaban más activos que de costumbre. Preguntándose en qué estaría pensando al elegir el vestido, se acercó a la silla del tocador, haciendo una mueca de dolor cuando sintió que los hilos se deshacían lentamente por la costura. Era una situación precaria, un movimiento en falso y todo quedaría al descubierto.

Un repentino ruido de desgarro le hizo soltar un gran suspiro. No había forma de que se fuera. No tenía otra ropa adecuada. Si hubiera estado en su apartamento, habría podido, a regañadientes, buscar un sustituto. Pero apenas tenía ropa.

Aunque April había conseguido que algunas boutiques se acercaran con varias selecciones,
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