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Mansión AndradeCuando Zafiro anunció a sus padres que, ahora que su salud había mejorado, planeaba realizar un viaje con sus amigos, la noticia no fue bien recibida.Diana frunció el ceño, y Joaquín apretó los labios en señal de desaprobación, pero finalmente, ella consiguió convencerlo.—Es mayor de edad, Joaquín. No podemos retenerla aquí para siempre. Además, un poco de distancia será bueno para todos. —Diana posó una mano en el brazo de su esposo, intentando suavizar su expresión severa.Él suspiró profundamente, asintiendo con resignación. Aunque amaba a su hija, sabía que era momento de dejarla tomar las riendas de su vida.Además, la idea de que Zafiro estuviera lejos de Rafael y Aimé lo convenció un poco más; esa cercanía no hacía más que avivar sentimientos que ella debía superar.Esa misma tarde, Joaquín y su equipo de guardias llevaron a Zafiro al aeropuerto. Antes de partir, ella pidió un momento a solas con Aimé y Rafael.—Gracias por venir a despedirme. —Su voz tembló li
La noche envolvía la ciudad en una calma inquietante, mientras Ana caminaba hacia la habitación de hotel donde Ónix la había citado.Llevaba un vestido negro que abrazaba su figura, segura de que aquella noche sería diferente, que Ónix por fin cedería a sus deseos.Al entrar, su sonrisa era radiante, casi confiada.Pero algo en la mirada fría de Ónix la detuvo en seco.Sin previo aviso, Ana comenzó a desvestirse, dejando caer su vestido al suelo con un aire de coquetería estudiada. Ónix no reaccionó como esperaba.En lugar de acercarse, sacó una pistola de su chaqueta, el clic metálico del arma llenando el silencio de la habitación. Apuntó directamente a su rostro.El aire pareció detenerse. Ana retrocedió un paso, tropezando con el borde de la cama. El terror le inundó el rostro, su respiración se volvió errática.—¡No me mates, por favor! —suplicó, su voz quebrándose en cada palabra.Ónix esbozó una sonrisa cruel, sus ojos brillando con desprecio.—Arrodíllate, mujer —ordenó con un t
Rafael conducía el automóvil con una mezcla de nerviosismo y emoción. Llevaban con ellos a una niñera y a su bebé, Marcus, que dormía plácidamente en su asiento. Solo un guardia seguía de cerca, garantizando su seguridad. El sol ya se había ocultado cuando llegaron al Pinmark, un lugar especial para él, y, sin embargo, sentía que ese día, más que ninguno, tenía un propósito que trascendía lo común.El tiempo había avanzado rápidamente, y aunque era un poco tarde, no importaba. La cena estuvo tranquila, aunque el bebé estaba agotado después de un largo día. Aimé, con su delicadeza habitual, arrulló a Marcus hasta que quedó profundamente dormido. Le dio un último beso en la frente antes de entregarlo a la niñera, quien se quedaría con él en la cabaña al lado de la de Rafael.—Volveré más tarde —le dijo Aimé, su voz suave, pero cargada de promesas, mientras salía al frío de la noche.Rafael y Aimé caminaron por la orilla del lago, rodeados de la quietud de la naturaleza, admirando el pais
Martín salió de la cabaña con pasos tambaleantes, sus ojos inundados de lágrimas y el corazón roto por una rabia que amenazaba con consumirlo. Todo dentro de él era un torbellino de emociones descontroladas: dolor, traición, furia. Afuera, el frío de la noche lo envolvió, pero ni siquiera eso logró calmar la tempestad que llevaba dentro.De pronto, escuchó un llanto. Era un llanto agudo y desesperado, el de un bebé. Su cuerpo reaccionó antes que su mente, y avanzó hacia la cabaña contigua. La escena que encontró lo paralizó por un instante: allí, en un rincón, estaba Marcus, su hijo, en brazos de una niñera que lo mecía torpemente para intentar calmarlo. La ira en el pecho de Martín se encendió como una hoguera.«¡Estás con ese hombre mientras nuestro hijo está con una extraña! ¿Cuándo te convertiste en una m*****a zorra, Aimé?», pensó, con los dientes apretados. El resentimiento que lo carcomía se mezcló con una sensación de impotencia que apenas podía soportar.Sin pensarlo dos veces
Rafael salió al frío de la noche, los nervios en tensión y la mente enfocada en su plan.Necesitaba actuar rápido.Hablaría con Joaquín y Ónix, lejos de Aimé.Sabía que ella jamás aceptaría arriesgarse, mucho menos con la vida de su bebé en juego. Pero Rafael no podía quedarse de brazos cruzados mientras Marcus seguía en peligro.—¡Vengan rápido, debemos salvar a Marcus! —exclamó con urgencia, el teléfono temblando en su mano mientras caminaba en círculos frente a la cabaña.—Estaremos allí en menos de lo que crees, Rafael. No permitiremos que ese loco se salga con la suya —respondió Joaquín con determinación.Mientras él planeaba el rescate, dentro de la cabaña, Aimé luchaba contra un torbellino de emociones.La culpa, el miedo y la desesperación la estaban ahogando. Finalmente, tomó el teléfono con manos temblorosas y marcó el número que sabía que no debía.—¡Martín! —su voz salió quebrada. La respuesta llegó de inmediato, fría y amenazante.—Aimé, ven al lugar que te indiqué. En qu
—¡Marcus tiene fiebre! ¡Por favor, déjame ayudarlo! —suplicó Aimé, sus ojos llenos de desesperación y pánico.El hombre soltó una risa fría, casi burlona.—Ingenua. Nuestro hijo está sano. Eso lo dije para traerte conmigo, pero él está bien. No tienes nada de que preocuparte. —Su tono se volvía más distante, más cruel.El corazón de Aimé latía con fuerza. Aunque la voz del hombre sonaba confiada, ella no podía calmarse. La preocupación por su hijo la ahogaba, y la rabia hervía dentro de ella. Miró al frente, la tensión creciente en su pecho. Solo podía pensar en una cosa: salvar a Marcus.«¡Rafael, lo siento tanto! ¿Cómo pude ponerme en esta situación?»La culpa la invadió, pero su amor por su hijo la mantuvo firme.—Da vuelta en la siguiente intersección, llegarás a un hotel de paso —ordenó él, con voz tajante.Aimé no dudó. No podía arriesgarse a causar un accidente. Cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad. El miedo la envolvía, pero no podía perder la compostura. Tenía
Aimé corría desesperada por la oscura calle, el peso de su hijo en brazos era lo único que la mantenía centrada en medio de la tormenta emocional que la envolvía.Cada paso era un eco de miedo.¿Qué pasaría si me alcanza?La pregunta resonaba en su mente, una y otra vez, como un susurro peligroso. La angustia la envolvía, haciéndole difícil respirar, y su corazón latía con furia, como si quisiera escapar de su pecho.¿Qué sucedería con Marcus si me atrapan? El pensamiento de perder a su bebé la hacía temblar de terror.Martín había cruzado la línea entre la razón y la locura. Ya no era el hombre que conocía, era alguien irremediablemente perdido en su propia furia, en su propio dolor.El miedo que Aimé sentía por él ya no solo era por su seguridad, sino por la de su hijo, que aún no comprendía el horror que lo acechaba.Aceleró el paso, las piernas le dolían, pero el miedo la empujaba.Fue entonces cuando vio un auto acercándose, y su corazón se detuvo por un instante. No podía ser.A
Martín llegó a su antigua residencia, el peso de la desesperación lo agotaba.Había tenido que escapar a toda prisa, dejando su auto caer al fondo de un barranco, un acto desesperado que lo mantenía alejado de la captura.Si lo denunciaban por secuestro, sus días de libertad se acabarían, y la sombra de los Andrade lo acechaba.Sabía que, si lo encontraban, no dudarían en deshacerse de él. El miedo lo consumía, y en su mente solo había espacio para una idea: huir.Al entrar en la casa, el eco de su propia respiración resonaba en las paredes vacías. Solo necesitaba un poco de dinero que había ahorrado, y luego se marcharía para nunca regresar. No quería enfrentar más problemas. La angustia lo envolvía como una niebla espesa.«Maldita sea, me voy por ahora, Aimé, pero volveré tarde o temprano por ti y nuestro hijo», pensó, el dolor de su ausencia, apretando su pecho como un puño.De repente, una voz cortó el silencio, era como un susurro que parecía venir de las sombras.—Hola, ¿me olvid