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Introducción.

Estoy sentado en el suelo del baño, con mi espalda apoyada en la pared, siento el frío de las baldosas contra mi piel... Frío como sus manos, frío como mi alma, frío como pronto estará mi cuerpo. Las luces están apagadas, un rayo de luna se cuela por la ventana iluminando tenuemente el lugar.

Tengo una delgada navaja en mis manos, la luz ilumina el filo, juego con ella en mis dedos. Esta es la solución a todo, esta es la única salida. Tal vez ahora inspire compasión, un chico de veintiún años dispuesto a acabar con su vida, pero cuando conozcas mi historia tal vez me odies.

Yo fuí causante de esto, pude haber dicho que no, pude poner un alto a esto... Pude, mas no quise. Me gustaba, me gustaba él, me gustaban los regalos, me gustaban los juegos.

Mis manos tiemblan mientras levanto la navaja, mas no estoy llorando, ya no tengo más lágrimas que derramar, he llorado demasiado en las últimas semanas.

Presiono la navaja contra mi muñeca izquierda, el dolor es insignificante en comparación al que llevo dentro, un corte profundo y vertical, procedo con la derecha de igual forma, la sangre comienza a brotar de ambas... Espesa, roja.

Mi vista recorre el lugar por última vez. Su cerámica negra siempre me gustó, su diseño se me hizo tan elegante la primera vez que lo ví, uno de mis lugares favoritos, no es tan ilógico que terminara aquí, cierro mis ojos, tal vez ahora esté en paz.

—¡Daniele! ¡Daniele escúchame!— esa voz, su voz.

Abro mis ojos lentamente, veo su rostro varonil mirándome con preocupación.

—Daddy—es lo único que mi mente, mi estúpida mente, atina a decir. Aún es mis últimos momentos soy un idiota.

Gian me acuna en sus brazos.

—Vas a estar bien, la ambulancia ya está de camino. Quédate conmigo Danny.— su voz se escucha entrecortada, está llorando, por mí.

Quiero cerrar mis ojos, estoy cansado.

Escucho pasos, voces, los paramédicos entran, me cargan para subirme a una camilla.

No déjenme, déjenme morir, en los brazos de Gian, en mi lugar favorito de esta casa. Daddy evita que me lleven, pero Gian solo sigue a los paramédicos con los ojos llorosos.

Me suben en la ambulancia.

—¿Es usted su familiar?— pregunta una chica paramédico.

—Sí—lo escuchó responder—soy su tío.

Maldito mentiroso, eres más que eso... Pero no lo vas a decir, no puedes. ¿O sí?

El ruido de la sirena de la ambulancia ensordece mis oídos. Me colocan una máscara de oxígeno, luego todo se vuelve negro...

Mi último pensamiento, es para él, antes de caer en la inconsciencia.

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