Esa noche, al llegar a casa, todo cambió. La risa quedó atrás. El silencio ahora era denso, lleno de deseo y ternura. Nicolás la miró. Sus ojos negros la recorrieron con devoción, como un hombre que había aprendido a valorar cada instante. Había imaginado ese momento mil veces. Pero nada, nada, se parecía a la realidad de tenerla frente a él. —Esta vez no pienso dejarte ir —susurró. —No lo vas a hacer —respondió ella, suave—. Esta vez, me tenés entera. Cuerpo, alma… todo. Nicolás la tomó en brazos, con facilidad. Anahir rió bajito, rodeando su cuello con los brazos. Cuando la besó, no fue solo un beso: fue una rendición. Fue un puente entre lo que fueron y lo que estaban a punto de ser. La dejó sobre la cama con la delicadeza con la que se sostiene lo más amado. La luz tenue pintaba la piel de Anahir de oro y fuego. Ella se incorporó levemente, recorriéndolo con la mirada. —Me mirás como si yo fuera tu lugar más preciado —le dijo, temblando. —Porque lo sos —respondió él. Se
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