—¿Qué? —Ella, con algo de nervios, sube a la cama para con dos esposas, atarlo a la cabecera—. ¿Tienes miedo…? Deberías tenerlo… —murmura, con voz cargada de deseo, rozando el lóbulo de su oreja—. Porque no tengo idea de lo que estoy haciendo… pero me gusta… Aquella voz, el calor, el momento, las ansias, los rastros de sus jugos en su lengua, su pene gritando ser liberado de una puta vez… Todo lo hace respirar como un toro enardecido. Lo sabía. Ella jamás se cansará de torturarlo. Pero este tipo de tortura no despierta en él odio, sino que más bien, un placer que va mucho más allá de todo lo que ha experimentado antes, haciéndolo un puto esclavo de ella, de nuevo. Entonces contiene el aliento cuando ella sube a su pecho, enciende el consolador y lo pasa por sus tetillas. No quiere gemir, no quiere emitir sonido alguno, tampoco la quiere ver; pero el sudor corre por su frente mientras sus manos luchan por liberarse cuando ella lleva el consolador a su boca para llenarlo de su saliva
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