El sonido de los pasos apresurados de Andrea resonaba en las paredes de la bodega, pero para ella, cada eco, cada golpe de sus zapatos contra el suelo, parecía prolongarse en el tiempo, estirando los segundos hasta convertirlos en una eternidad insoportable. El frío de la noche que se colaba por las grietas de las paredes la envolvía, pero no era el frío lo que la hacía temblar; era el miedo, el pánico desgarrador que se había apoderado de su corazón al ver a los dos hombres frente a frente, con las armas listas para disparar. Ricardo, el hombre al que había amado a pesar de todo, y García, el hombre que representaba la justicia que una vez había respetado, se encontraban en el centro de esa bodega abandonada, listos para terminarlo todo.Andrea sabía, en lo más profundo de su ser, que si no intervenía, la muerte sería inevitable. No estaba dispuesta a perder a Ricardo, no ahora, no después de haberlo elegido, incluso sabiendo que sus manos estaban manchadas de sangre. Sabía que Ricar
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