— Mi amor, ya estoy de vuelta — susurró acariciando su mejilla aparentemente inerte. La tomó en brazos con suma delicadeza, acunándola contra su pecho. Rebecca reposaba cual muñeca de cristal, sin brindar indicios de vida salvo su mera complexión. Michael la depositó frente al tocador, sentándola sobre un cojín de terciopelo. Encadenó una melodía nostálgica en el gramófono, tarareando a media voz las viejas canciones. — Es hora de arreglarte para la velada, preciosa — murmuró extasiado. Tomó un cepillo de cerdas suaves, pasándolo con lentitud por la cascada de bucles castaños. Peinaba con parsimonia, deleitándose en la textura sedosa bajo sus dedos. — Tus rizos son tan hermosos como el sol de la mañana — suspiró embelesado — Nada ha cambiado desde aquel entonces, mi amor. Rebuscó entre sus polvos y coloretes, espolvoreando los pómulos porcelanos con mimo. Con suaves toques, dibujó los delicados contornos de labios rosas cual capullos, imaginando que sonreirían para él. — luces
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