Habían pasado varios años desde aquel día en que nuestra familia se consolidó aún más. El sol brillaba en el cielo azul mientras nos encontrábamos en el patio trasero de nuestra casa, disfrutando de una tranquila tarde en familia. Nuestra hija, Rose, de cabellos dorados y ojos llenos de curiosidad, ya tenía 6 años y jugaba en el columpio mientras su hermanito, a quien decidimos llamar Mikail en honor al abuelo, con sus tres añitos, correteaba alegremente detrás de ella. Sentada en una cómoda silla de jardín, observaba con una sonrisa cómo Jason interactuaba con nuestros hijos. Había algo en verlo jugar con ellos que llenaba mi corazón de emoción. Él se había convertido en un padre amoroso y dedicado, siempre dispuesto a brindarles todo su amor y apoyo. Rose reía a carcajadas mientras su padre la empujaba en el columpio cada vez más alto, y Mika aplaudía emocionado, pidiendo a su papá que lo hiciera volar igual de alto. Jason, con su característica sonrisa traviesa, aceptaba la pe
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