Rubia. Metro ochenta —cinco centímetros más que yo—. Cuerpo perfectamente esculpido. Piel blanca impoluta. Ojos verde intenso —una vez más maldije a todo lo que se podía maldecir en el universo por no haber heredado esa tonalidad—. Cejas depiladas en una forma que resaltaba sus rasgos angelicales. Y labios finos.Para los que piensen que ya me volví loca —por cierto, no están del todo equivocados—, esa era mi prima: Cristina. Ya lo sé, una versión moderna de Afrodita digna de envidiar. Yo siempre lo había hecho, claro, no tenía esos celos malos que deseaban mal, simplemente me pregunté más de una vez por qué habíamos algunos menos agraciados que otros.— Hola, primita— saludó ella, sacándome de mi ensoñación—. ¿No me vas a saludar?— preguntó con una expresión de pura diversión danzando en su rostro.Me reí, nerviosa, mientras avanzaba hasta ella para darle un corto abrazo a manera de saludo.No fue una muestra de cariño muy real ni muy cómoda tampoco. Cristina y yo nunca habíamos sido
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