Tiffany abrió la puerta y se congeló. Se encontró cara a cara con Tanya, la misma Tanya que no regresó a casa esta noche.

Antes de que Tiffany pudiera soltar un suspiro de alivio, el pánico pasajero pero palpable que atravesó los ojos de Tanya hizo que cada músculo de su cuerpo se tensara intuitivamente. Se encontró murmurando, o más bien, exigiendo: "¿Qué diablos estás haciendo aquí?".

Tanya no dijo nada. Dejó caer la cabeza mientras continuaba limpiando los platos y la comida de la mesa del comedor.

Los ojos de Tiffany vagaron hacia dos botellas de vino vacías y sintió que sus piernas se volvían de madera, como si se hubieran convertido en plomo. En contra de sus deseos, su atención comenzó a aumentar en el cabello enmarañado de Tanya y su ropa abotonada al azar. No se atrevió a imaginar lo que sucedió antes de abrir la puerta.

Pero el silencio de Tanya fue ensordecedor; la estaba llevando a la locura. Tiffany, histérica, gritó: “¡Habla, Tanya! ¡Habla, maldita sea! ¡¿Qué diablos e