|Artem Zaitsev| Duele como el infierno. Al incorporarme, un gruñido se escapa de mi garganta. No he sanado del todo, pero no pienso seguir acostado en esta maldita cama como si fuera un cadáver.Dejo escapar un suspiro frustrado cuando la enfermera que Roco dejó a mi cargo entra apresurada al verme levantarme. Odio a las moscas molestas revoloteando a mi alrededor.—Señor...—Sí, sí, al diablo —escarbo las palabras con rabia—. No pienso quedarme un minuto más en esa cama. Necesito aire.Solía ignorar las recomendaciones de quedarme quieto, y eso siempre acababa igual: desangrándome y con las heridas convirtiéndose en un maldito grano en el culo. A la fuerza tuve que resignarme a esta cárcel, confinado como un inútil en mi habitación. Entre estas cuatro paredes al menos tengo control; en un hospital, no soy más que carne para experimentos.Camino hasta la sala, cada paso un recordatorio de que mi cuerpo sigue hecho mierda. Busco a Roco con la mirada; él ha estado manejando todo mientr
Estoy encerrada. Artem decidió que la mejor forma de demostrar su amor eterno era dejarme confinada en su habitación. Incluso tuvo el detalle romántico de asegurar la puerta desde afuera. Es un milagro que no haya optado por encadenarme a la cama. Agradezco que al menos puedo moverme libremente; un poco de ejercicio nunca viene mal, supongo. Aunque, ¿realmente cree que podría huir a estas alturas?.Con un plof me dejo caer sobre su colchón, que parece un trampolín de lujo. El rebote me envuelve en su perfume, esa mezcla entre madera, especias y pura arrogancia masculina. Todo huele a él. Las sábanas de seda negra son tan suaves que, por un instante, considero la idea de quedarme dormida ahí mismo. Tentador. Pero no, no puedo. Tengo que concentrarme en la locura que está tramando Artem sin siquiera pedirme opinión.¿Casarnos? ¿En serio? ¿No es un poco apresurado? Apenas llevamos un suspiro de tiempo conociéndonos, y él ya quiere ponerme un anillo. Y, por si fuera poco, soy demasiado jo
Puedo notar la fuerza de sus manos aferrando mis muslos, cómo me arrastra al centro de la cama con un movimiento decidido. Mi vestido, tan corto que parece una broma, es levantado sin ceremonias, dejando mis piernas abiertas de par en par. Entonces lo siento: un lengüetazo directo a mi clítoris que me sacude como una descarga. Gimo, aferrándome a las sábanas, y me rindo al placer. ¿Otro sueño que se siente así de jodidamente real y delicioso? Arqueo la espalda, rogando por más. Pero cuando su lengua se adentra en mí, algo me sobresalta. Abro los ojos de golpe, y lo primero que veo es el techo sobre mí, sólido, demasiado real para ser un sueño. Mi mirada baja rápidamente, y ahí está: una maraña de cabello desordenado entre mis piernas. Artem. Definitivamente Artem. Mis piernas están abiertas, y él está enterrado entre mis muslos, comiéndose mi coño como si fuera lo único que le importa en el mundo. —¿Artem? —jadeo, demasiado excitada para fingir sorpresa—. ¿Qué...? ¿Cuándo...? ¡Dios!
|Narrador omnisciente| Una familia feliz, casi perfecta. Así eran los Kaiser a ojos del mundo. Dominick Kaiser, un hombre poderoso, la personificación del éxito. A su lado, su hermosa esposa y su único hijo, Alaric, un niño cuya sonrisa angelical parecía capaz de iluminar cualquier sombra.Pero aquella imagen de perfección se desmoronó en una sola noche, arrastrando a los Kaiser al abismo de un infierno inesperado.Alaric dormía plácidamente en su habitación cuando los gritos rompieron el silencio. Se despertó sobresaltado, el corazón latiéndole con fuerza al reconocer la voz de su padre, cargada de furia. Rara vez lo había escuchado enfadarse así.Con cuidado, bajó de la cama y se calzó las pantuflas. Salió de su cuarto de puntillas, consciente de que a esa hora debía estar dormido. Pero algo en la tensión de aquellos gritos le hizo ignorar la regla.Las voces provenían del despacho. Al acercarse, distinguió los sollozos quebrados de su madre y los rugidos incontrolables de su padre
|Dorothea Weber| Hoy me caso. ¿Quién lo diría? Yo, Dorothea Weber, casándome a estas alturas de mi vida. Nunca lo imaginé, ni en mis más remotos pensamientos.Ahora mismo soy un manojo de nervios. Los estilistas que Artem contrató trabajan en los últimos detalles de mi atuendo, y secretamente deseo que nunca terminen. Necesito prolongar este momento, al menos un poco más, para convencerme de que esto no es una locura precipitada.Un golpe en la puerta me saca de mis pensamientos. Es Roco.—Sus padres han llegado, señorita —anuncia con voz firme—. ¿Quiere que los haga pasar?Una sonrisa amplia e inevitable se dibuja en mis labios. Me giro hacia él con el rostro iluminado.—Sí, por favor. Hazlos pasar.Roco me observa de arriba abajo por un instante. Su mirada aprueba mi apariencia, y aunque no dice nada, su expresión lo confirma: estoy radiante. Asiente brevemente antes de retirarse.—Hemos terminado, señorita —dice una de las estilistas, con una leve inclinación—. Está preciosa.Sien
|Aisling Renn| —¡Kevin! —la voz de Lilith resuena a lo lejos, llamando al pequeño que corre hacia mí—. ¡Detente ahí, bribón!El niño, con las mejillas encendidas y la frente perlada de sudor, ignora su llamado. Sus cortas piernas avanzan con rapidez hasta alcanzarme, abrazándose con entusiasmo a mis piernas.—¡Ais! —exclama con la respiración entrecortada—. ¡Llegaste! ¡Te estaba esperando!.Ajusto la mochila en mi espalda y lo levanto en brazos, dejando un beso en sus regordetas mejillas. Su risa contagiosa llena el aire mientras me abraza con fuerza por el cuello.—Ya estoy aquí, pequeñuelo —le digo, mirando sus brillantes ojos marrones—. ¿Qué te he dicho sobre correr? Podrías lastimarte.—Quería recibirte —me responde con una sonrisa angelical—. ¿Me extrañaste?.—Muchísimo —respondo, plantándole otro beso—. Tanto que te traje un regalito.Sus ojos se iluminan al instante. Mientras dejo atrás la estación de tren, lo sostengo en mis brazos y avanzo hacia Lilith, que se acerca jadeand
|Alaric Kaiser|Cuánto deseé este momento. Cuánto mi corazón lo anhelaba, desgarrándose en silencio. No sé de dónde saqué la fuerza para soportarlo tanto tiempo. Tres meses infernales me consumieron, cada día una tortura en la que quería morir si no podía tenerla de nuevo conmigo.Por primera vez en mi vida, le rogué a Kate que me diera su paradero exacto. La hostigué con insistencia, prometiéndole que no buscaría retenerla, que solo necesitaba confirmar si de verdad quería dejarme para siempre. Les juré que no la obligaría, que no habría presiones, que solo… solo deseaba verla una vez más.Mi abuela, al principio, no estaba de acuerdo. Insistía en que debía dejarla en paz, seguir con mi vida. Pero, al verme atrapado en mi propio infierno, consumiéndome por la pena de su ausencia, terminó cediendo. Me dejó partir, aunque con reservas. Encontrarla no fue difícil; Kate, a quien siempre le estaré agradecido, me mostró el camino.Ahora, no me importa quién es ese hombre a su lado, ni quié
Alaric Kaiser bajó del avión con la elegancia de un hombre que estaba acostumbrado a dominar el mundo. Sus zapatos de cuero negro brillaban bajo la luz artificial de la pista mientras avanzaba hacia las dos hileras de hombres trajeados que lo esperaban con deferencia.Su cabello azabache, tan oscuro como la noche, estaba perfectamente peinado hacia atrás, sin un solo mechón fuera de lugar. Sus ojos, del mismo tono oscuro y penetrante, reflejaban una frialdad aterradora. Llevaba un traje hecho a medida color negro, que se ajustaba perfectamente a su figura atlética. La camisa del mismo color que asomaba impecable bajo el saco contrastaba con el brillo de los gemelos de oro que adornaban sus puños.Su porte era altivo, seguro, como el de un rey que acababa de regresar a su reino. No era solo un magnate; era un hombre que había conquistado su destino, y cada detalle de su presencia lo gritaba. Desde la firmeza de sus pasos hasta la mirada que lanzaba a los autos lujosos que lo esperaban,